BLOG ORLANDO TAMBOSI
O pai da psicanálise explica o sentimento religioso como um gesto de infantilismo. Como é possível que grandes inteligências tenham aceitado dogmas tão irracionais? Rafael Narbona para El Cultural:
Imagino
que muchos niños se inventan un amigo invisible, pero yo no lo hice,
quizás porque solo me proporcionaba bienestar aquello que podía tocar,
como un tebeo, un sioux de plástico o un coche en miniatura. Sin
embargo, al llegar a la edad adulta sí incurrí en esa fantasía. Puede
que algunos se sorprendan, pues se entiende que madurar consiste en
poner freno a las extravagancias de la imaginación, pero he de decir que
mi amigo invisible se llamaba Dios y muchos adultos alardean de
mantener una relación personal con él.
¿Por
qué cometí ese desatino? Las conversiones tardías suelen ser fruto de
una crisis existencial. Pasé mi infancia en un colegio de curas situado
en el centro de Madrid y mis recuerdos no pueden ser más nefastos.
Sermones sobre el infierno, capones, bofetadas. Lo de ofrecer la otra
mejilla parecía concernir solo a los alumnos, no a nuestros educadores.
El nacionalcatolicismo, una aberración celtíbera, envenenó la existencia
de varias generaciones, propagando ideas de culpa, indignidad y
menosprecio.
Su
campaña contra el sexo convivió con gravísimos abusos perpetrados
contra menores en escuelas e iglesias. El absurdo y dañino celibato
propició toda clase de perversiones. Los pastores que debían cuidar al
rebaño se comportaron como lobos, muchas veces con la protección de sus
superiores, que ocultaron sus fechorías.
Hasta
los cuarenta años abrigué una profunda desconfianza hacia la iglesia.
No creía en Dios, pero al mismo tiempo apreciaba ciertas enseñanzas del
evangelio, como el amor a los pobres, la reprobación de la codicia y la
indulgencia con las flaquezas ajenas. Mi escepticismo se tambaleó cuando
una sucesión de trágicas pérdidas me empujó al cenagal de la depresión.
La sensación de que me ahogaba me hizo buscar una rama que me
mantuviera a flote y esa rama fue la idea de Dios.
A
fin de cuentas, muchos filósofos se habían apoyado en la fe para
superar la angustia que provoca la muerte y garantizar el triunfo de la
justicia sobre el mal. Pascal, Kant y Kierkegaard
habían concebido su filosofía a la luz de la fe, solventando problemas
ante los que la razón solo puede reconocer su impotencia. Yo me sentía
incapaz de aceptar la muerte de mi padre y mis hermanos. Y no sospechaba
que en poco tiempo, perdería también a mi madre y a la única hermana
que aún me quedaba.
La muerte me parecía injusta y obscena. Julián Marías,
filósofo católico español, sostenía que la inmortalidad era imposible,
pero necesaria. La existencia no podía quedar interrumpida. Cada ser
humano debía proseguir su trayectoria en la eternidad. Otros pensadores
apuntaban que la eternidad no solo preservaba la existencia individual.
Además corregía las abominaciones de la historia, garantizando un mañana
a las víctimas de Auschwitz, Hiroshima o el genocidio de Ruanda.
El
ejemplo de sacerdotes como Ignacio Ellacuría, Jon Sobrino, Pere
Casaldàliga, Leonardo Boff y otras figuras surgidas al calor de la
primavera auspiciada por el Concilio Vaticano II me ayudó a vencer mi
desconfianza hacia la iglesia. Durante una década, profesé una fe
moteada del escepticismo, pero mis creencias, tibias y poco firmes,
acabaron desmoronándose. Ahora pienso que el cristianismo no es un
humanismo radical, como sostenía Hans Küng, sino un sectarismo más.
Los
teólogos progresistas han destacado el mensaje de fraternidad del
evangelio, pero la tradición de la iglesia siempre ha interpretado la
misericordia como un complemento, no como algo central. Amar al prójimo
es algo secundario. Lo esencial es creer en Cristo vivo, pero lo cierto
es que las fuentes históricas sobre Jesús son paupérrimas y sugieren que
en todo caso solo fue un reformador del judaísmo. Es bastante
inverosímil que se atribuyera la condición de hijo de Dios.
Una
mente racional y compasiva no puede aceptar muchas de las enseñanzas
del cristianismo o el judaísmo. La idea del pecado original es
intrínsecamente perversa. Ningún código legal admite que los hijos
hereden las culpas de los padres. Y un Dios que castiga a la humanidad
con la muerte, la enfermedad, la vejez y las fatigas del trabajo por un
lejano acto de desobediencia solo puede ser un repelente tirano.
Como afirma Bertrand Russell,
el Dios de la Biblia es un fetiche construido a imagen y semejanza de
los sátrapas orientales. El evangelio quiso convertirlo en padre, pero
la resistencia a abolir ciertos dogmas, como el pecado original o el
infierno, malogró la tentativa de destronar al viejo dios iracundo del
Antiguo Testamento.
En El porvenir de una ilusión, Sigmund Freud
explica el sentimiento religioso como un gesto de infantilismo: “la
indefensión de los hombres continúa, y con ello perdura su necesidad de
protección paternal”. La religión desempeña una triple función: aplacar
el miedo a la muerte, apaciguar la sensación de desamparo frente a leyes
naturales y velar por el cumplimiento de los preceptos culturales.
¿Cómo es posible que grandes inteligencias hayan aceptado dogmas tan
irracionales como el paraíso original o la resurrección de los muertos?
Freud responde que esos dogmas “son ilusiones, realizaciones de los
deseos más antiguos, intensos y apremiantes de la Humanidad. El secreto
de su fuerza está en la fuerza de estos deseos”.
Emmanuel Carrère
fue una de las inteligencias que sucumbió a la ilusión de la
trascendencia. En El Reino, relata su conversión al catolicismo a los
treinta y tres años, fruto de una crisis personal. Su matrimonio
zozobraba y su escritura se había interrumpido. No por falta de amor,
sino por conflictos psicológicos y existenciales. “Nos amábamos, sí
—afirma Carrère—, pero nos amábamos mal. Los dos teníamos el mismo miedo
a la vida, los dos éramos espantosamente neuróticos. Bebíamos
demasiado, hacíamos el amor como quien se ahoga, y cada uno tendía a
hacer responsable de su infelicidad al otro. Yo no conseguía escribir
desde hacía tres años, y escribir era para mí mi única razón de ser en
el mundo”.
Tras
su conversión, Carrère escribe: “Ahora sé dónde están la Verdad y la
Vida. No he dejado de tener miedo, y hoy descubro que se puede vivir sin
miedo —no sin sufrimiento, pero sí sin miedo—, y no doy crédito a esta
buena noticia”. Durante varios años, Carrère asistirá a misa a diario,
se preparará a conciencia para recibir la eucaristía, leerá y anotará
los evangelios e incluso se casará por la iglesia, pero la fe se
disolverá poco a poco. Incómodo con el cristianismo de “notarios y
farmacéuticos” que acuden a misa con blazer y un BMW, concluirá que el
cristianismo solo es una forma de totalitarismo.
El
bolchevique Piatakov escribió: “Si el Partido se lo ordena, un
auténtico comunista debe ser capaz de ver blanco lo que es negro y negro
lo que es blanco”. Este razonamiento apenas difiere de la santa
obediencia postulada por la iglesia, que se describe a sí misma como
santa e infalible. Raymond Aron,
siempre tan lúcido, describió el marxismo como una herejía del
cristianismo, pues advirtió el carácter mesiánico y autoritario de ambas
tradiciones. No parece casual que las profecías utópicas de las dos
doctrinas engendraran pesadillas similares: las hogueras del Santo
Oficio y la Gran Purga, dos procedimientos que incluían una humillante y
forzada confesión pública.
Freud
sostiene que “la labor científica es el único camino que puede
llevarnos al conocimiento de la realidad exterior a nosotros. Esperar
algo de la intuición y del éxtasis no es tampoco más que una ilusión”.
El deísmo es más tolerante que el dogma, pero no más verdadero. Sería
reconfortante pensar que existe un dios bondadoso y una vida de
ultratumba, pero es poco creíble que el universo se adapte a nuestros
deseos y resulta bastante paradójico que “nuestros pobres antepasados,
ignorantes y faltos de libertad espiritual, hubiesen descubierto la
solución de todos los enigmas del mundo”.
Se
ha dicho que la religión proporciona consuelo y hace mejores a los
seres humanos, pero lo cierto es que “es dudoso que en la época de la
supremacía ilimitada de las doctrinas religiosas fueran en general los
hombres más felices que hoy, y desde luego no eran más morales”. Freud
concluye que “la religión es la neurosis obsesiva de la colectividad
humana” y una forma de infantilismo que debe ser superada y vencida: “El
hombre no puede permanecer eternamente niño; tiene que salir algún día a
la vida”, admitiendo su dureza e imperfección.
Apoyarse
en un amigo invisible, hablar con él y confiar en su providencia,
constituye una regresión. Aceptar que estamos solos, que no tenemos más
recursos que nuestra inteligencia y nuestro sentido ético, puede
resultar doloroso, pero es mejor que engañarse y vivir atrapados en una
ilusión.
En Ad Astra, una excelente película de ciencia ficción, el astronauta y científico H. Clifford McBride (Tommy Lee Jones)
viaja hasta los anillos de Saturno para buscar vida inteligente más
allá del sistema solar. La frustración que le produce no encontrarla lo
lleva a matar a los tripulantes que quieren abandonar la misión y
regresar a la Tierra. Su hijo Roy (Brad Pitt)
se desplaza hasta su nave para convencerle de que desista. Para ello le
dice que su fracaso, lejos de ser una mala noticia, debe interpretarse
como un desafío y un estímulo.
La
humanidad solo puede contar consigo misma y debe asumir sus
limitaciones, lo cual no significa renunciar a la expansión de sus
posibilidades. Clifford no lo acepta y prefiere internarse en el
espacio, sabiendo que morirá por falta de oxígeno. Muchos seres humanos
no son capaces de vivir sin ensoñaciones que auguran inexistentes
paraísos. Yo prefiero seguir el ejemplo de Roy, que vuelve a la Tierra,
sabiendo que los paraísos no existen, pero dispuesto a vivir una
existencia plena y racional.
Postado há 1 week ago por Orlando Tambosi

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