BLOG ORLANDO TAMBOSI
A vulgarização das teorias da suspeita tem minado a distinção entre verdade, mentira e ficção. A operação de mascaramento da realidade se converteu na realidade mesma. Jorge San Miguel para Letras Libres:
El
problema de la verdad y la mentira en política es mucho más antiguo que
las fake news y el fact checking. Uno de los pasajes más célebres de La
República es aquel en el que el personaje de Sócrates plantea la “noble
mentira” (gennaion pseudos), que no sería tanto una mentira en sentido
estricto como una ficción –o mito– fundadora del orden social: la
“autoctonía”, el nacimiento de la tierra, cimenta el derecho de los
atenienses sobre el Ática; y la “fábula de los metales” determina, según
el metal que entre en su composición, la posición relativa de cada
ciudadano en el sistema de clases. Por supuesto, en una concepción
moderna, emancipadora, de la política, estos mitos no tendrían al fin
nada de nobles, en la medida en que enmascaran o naturalizan un
determinado avatar del poder –pero eso no es culpa de Platón; en todo
caso, nuestra.
Las
discusiones sobre la mentira en política florecieron hace más de veinte
años, cuando se preparaba la invasión de Iraq por la coalición liderada
por Estados Unidos. De aquella época nos quedan frases cinceladas en el
acervo político español, como aquel “Merecemos un gobierno que no nos
mienta” de Rubalcaba. Pero el desarrollo teórico no estuvo a la altura
de los titulares. Recuerdo por entonces una entrevista con Gianni
Vattimo en la que se quejaba de “todas esas mentiras sobre Iraq” apenas
unas líneas más abajo de negar que existiese la verdad. Y es normal.
Incluso, parafraseando a Los Simpson, podríamos admitir que están la
verdad y la “verdad”. Pero la democracia tiene una relación problemática
con la mentira e incluso con la ficción, por motivos obvios. Porque el
propio mito democrático se funda sobre el ciudadano libre que delibera y
decide en razón, pero no solo las ciencias del comportamiento, y el
puro sentido común, desmienten ese modelo, sino que en una sociedad
plural, y pluralista, necesariamente cualquier verdad democrática es
construida.
Interesa
por tanto mantener una distinción, quizá la propuesta por José Luis
Pardo, entre verdad, mentira y ficción. Donde lo propio del niño es
creer que todo es verdad; lo propio del adolescente, que todo es
mentira; y lo que cabe al adulto, distinguir ambas de la ficción. Pero
la vulgarización de las teorías de la sospecha –que son en esencia
teorías adolescentes o midwit– ha minado esa distinción. Y destruir los
mitos o ficciones fundamentales no opera necesariamente en el sentido de
la emancipación.
En
todo caso, el problema de la mentira política parece haber quedado
obsoleto desde que entramos en una fase nueva en las democracias
comunicativas. Si en la universidad leíamos con una sonrisa a
Baudrillard y nos agarrábamos a sokales y otras tablas de salvación,
forzoso es hoy reconocer que los fenómenos allí descritos con más o
menos palabrería han acabado por alcanzarnos. De hecho, el establishment
liberal occidental ha ensayado su propia teoría en años recientes, al
calor del auge de los populismos y de las disrupciones como el Brexit:
la posverdad. De nuevo, a pesar de alguna que otra reflexión valiosa, el
desarrollo de la idea no ha tenido una enorme profundidad. Sobre todo
por la voluntad indisimulada de arrojarla contra una coalición de
villanos de tebeo, obviando las posibilidades que ofrecía para la
autocrítica. Y siendo la posverdad una fórmula confusa, contextual y de
parte, me parece mejor recuperar el viejo concepto baudrillardiano de
simulacro.
El
simulacro, tal como lo presenta Baudrillard –pero él mismo nos advierte
contra la tentación de tomarlo demasiado en serio– es la culminación de
un proceso sustitutivo: la copia del objeto real se desvincula del
original hasta que ya no existe original, solo simulacro, y el simulacro
es la realidad. Esta teoría del simulacro tiene, como la guillotina,
“el chic de lo francés”, y la indudable virtud de ser autoirónica, a
diferencia de las campanudas proclamas contra la posverdad, tan
abundantemente desmentidas antes y después en la(s) crisis
financiera(s), la pandemia o la guerra. También da la medida de nuestra
derrota: veintitantos años después, apaleados y confusos, acabamos más
cerca del pensamiento posmo que despreciábamos por oscurantista y jeta
que de la jeta pseudorracional de la oficialidad. Quizás porque la
oficialidad es más posmo de lo que los pobres posmos llegaron a imaginar
nunca.
Por
supuesto, está la cuestión de la propaganda. Xavier Márquez, siguiendo
una estela antigua, ha explicado cómo la fuerza de la propaganda no
radica en suplantar la verdad ni sustituir la realidad, sino en
violentarlas a la vista de todos. Para los partidarios del régimen,
señaliza la adhesión; para la gente del común, formaliza una
humillación, un sometimiento cotidiano. Y, por eso, es tanto más potente
cuanto más grosera. Si alguna vez la propaganda sustituyese por
completo a la realidad ya no cumpliría su función, pues nadie sería
capaz de distinguirlas. El simulacro es otra cosa.
El complejo industrial-militar del entretenimiento político
Y
lo que es no puede desligarse de la fase hipercomunicativa de la
democracia liberal, que ha dejado la “democracia de audiencia” de Manin
muy atrás hace tiempo. Las noticias no hablan de nada, solo de
“noticias”. En mis años en política empecé a observar un fenómeno
peculiar: en los gabinetes de prensa y comunicación trabajábamos con la
tele de fondo, y la tele era el infotainment. Así que echábamos muchos
días generando “contenidos” para esas teles, a los que luego había que
reaccionar en una especie de perpetuum mobile de la
política-espectáculo. Como en un meme, en algún momento acabas señalando
tu rostro –metafóricamente hablando– en la pantalla. Y entonces era
lícito, casi obligatorio, preguntarse si trabajabas, no ya –obviamente–
para los ciudadanos, sino siquiera para los partidos; o más bien para
una especie de complejo industrial-militar del entretenimiento político,
de contornos difusos pero siempre reconocible.
En
España, ya se puede decir, hemos participado de un experimento
peculiar, del que debemos felicitarnos a la manera en que Albert Hoffman
pudo felicitarse por emprender un viaje en bicicleta bajo los efectos
del lsd, o como el científico que probó los efectos de un tóxico o la
radiactividad sobre sí. O, por decirlo con Gila: “Me habéis matado al
hijo, pero lo que me he reído.” España, vanguardia de la
desnacionalización y de tantas otras cosas –“Pasa tú primero, que a mí
me da la risa”– era el lugar propicio. El lugar desde el que denunciar
la posverdad con más fuerza para apenas un par de años después
sumergirse de cabeza en el simulacro.
Ahora
deberíamos desgranar el catálogo habitual. Hemos visto recibir con
fanfarrias un barco de socorro/tráfico de inmigrantes antes de endurecer
la política migratoria. Se puso al frente del instituto demoscópico
nacional a un hombre del partido del gobierno para destruir cualquier
confianza en la demoscopia española, y lo hizo. Se ha acabado con la
precariedad mediante un “giro lingüístico”, pero las horas trabajadas
siguen siendo las mismas que antes de la reforma, si no menos. Se crean
mecanismos de “solidaridad intergeneracional” por los que los más
jóvenes y pobres transfieren renta a los más viejos y ricos. Y,
últimamente, el Estado, convertido en expendeduría de derechos
subjetivos a petición, no te da cita para atenderte en ventanilla.
Ponemos en riesgo la viabilidad fiscal del Estado para que cobre usted
una pensión, pero no hay manera de hacer los papeles para cobrar la
pensión. En fin, agotaríamos el papel si enumerásemos sin más los hechos
de la pandemia.
Y
esto ha sido así, podemos presumir, porque, al no haber más fin que el
poder y la perpetuación de un estado de cosas dado, el vínculo con
cualquier objeto original previo ha podido estirarse hasta el infinito.
Pero el catálogo oculta lo que debería desvelar. Lo sustancial es: nada
parece importar demasiado. Y no importa porque la operación táctica de
enmascaramiento de la realidad ha devenido algo distinto, una realidad
en sí misma. Ya no tiene sentido discutir, pongamos por caso, si las
encuestas de Tezanos son una forma grosera de corrupción sobre la
opinión pública, porque fundan una realidad y una opinión pública sin
alternativa. Dado este estado de cosas, ¿qué importancia tiene el fact
checking o el análisis factual de la realidad desde cualquier
perspectiva organizada, asumiendo incluso ingenuamente la voluntad
neutral del chequeador? Bob Solow recomendaba no sentarse a discutir la
batalla de Austerlitz con el primer tipo disfrazado de Napoleón que te
encuentres en el parque.
Un
par de apuntes para cerrar lo que quizá solo sea un simulacro de
artículo. España es, como siempre, más y menos. El fenómeno no se agota
aquí. Pero aquí los contornos siempre son más acusados, como en un
aguafuerte. Una condición de posibilidad del simulacro es la prosperidad
–el hambre es escéptica–, pero en la fase actual su implantación tiene
mucho que ver con la quiebra del relato de prosperidad, de crecimiento.
Sirve para difuminar la rendición de cuentas y permite que los gobiernos
o las empresas ya no trabajen por el pib o la cuenta de resultados, por
cifrarlo en dimensiones reconocibles. Tampoco es causal que la
penúltima manifestación de la ideología ambiental sea lo trans, apogeo
de la simulación colectiva pero materializada a través de técnicas,
regulaciones y partidas presupuestarias.
Otra:
el simulacro requiere que la realidad se asiente o refugie en algún
lugar. Quizá China, beneficiaria de nuestra “transición ecológica”. O la
frontera euroasiática. La frase, título, más celebre de Baudrillard,
“La guerra del Golfo no ha tenido lugar”, hoy podría decirse de Ucrania,
y sería tan frívola como entonces; pero quizá no tanto como seguir la
guerra en tiempo real en Twitter y celebrar las eliminaciones de
soldados rusos por drones como si la vida fuese un videojuego. ~
Jorge San Miguel (Madrid, 1977) es politólogo y asesor político.
Postado há 1 week ago por Orlando Tambosi

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