Desde a origem da palavra impressa se pode encontrar fogueiras funerárias de livros. Seja por acidente ou de forma voluntária, como maneira poderosamente simbólico de exercer a censura, os livros ardem há séculos. Raquel C. Pico para a revista Ethic:
En
el centro de Berlín hay un monumento un tanto sorprendente: para verlo,
hay que ir fijándose en el suelo. En Bebelplatz, existe una biblioteca
llena de estanterías vacías que solo se ve desde una pequeña ventana de
cristal en el suelo. Cabrían 20.000 libros: exactamente los que desaparecieron en la tarde del 10 de mayo de 1933 en la quema de libros organizada por el régimen nazi.
Las
piras de libros en la Alemania nazi se han convertido prácticamente en
la muestra simbólica de lo que implican estos incendios. Ese 10 de mayo
de 1933 se organizaron hogueras en 34 ciudades alemanas, en las que,
entre música y bailes, se quemaron las obras de escritores como Émile
Zola, Franz Kafka, Thomas Mann, Sigmund Freud, Rosa Luxemburgo, Stefan Zweig o Ernst Hemingway,
entre otros. Todos ellos eran considerados, ya fuera por su pensamiento
o por sus orígenes, enemigos del régimen. Como explica Emma Smith en Magia portátil
(Ariel) como método de censura directa la quema era poco efectiva. De
hecho, los libros quemados fueron donados por particulares y expurgados
de bibliotecas y colecciones, pero se recibieron tantos libros
prohibidos para la quema que no era posible hacerlos desaparecer todos
en esa única noche. Muchos de ellos acabaron siendo vendidos al peso
para la fabricación de nuevo papel.
A
nivel simbólico, sin embargo, era otra cosa: las hogueras se
convirtieron en un icono propagandístico. En la propia Alemania, el
incendio de libros fue un auto de fe. Mientras, en Estados Unidos, donde
ya en 1933 la revista Time hablaba de bibliocausto, los libros
incendiados se posicionaron, ya en los años de la II Guerra Mundial,
como una muestra de lo que suponía el «nosotros» contra «ellos»: eran la
muestra de la maldad del régimen nazi y un símbolo del totalitarismo.
Y
puede que en esas hogueras de 1933 no se quemaran tantos volúmenes,
pero a lo largo de los años las estimaciones hablan de que los nazis
destrozaron de una manera o de otra cientos de millones de libros. Solo
en Alemania –entre los efectos de la persecución nazi y los daños
colaterales del contexto bélico, como los bombardeos— al final de la II
Guerra Mundial habían desaparecido un tercio de todos los libros del
país. En Polonia lo hizo el 80%, según cifras que indica Susan Orleans
en La biblioteca en llamas.
Los
libros quemados no eran ni una práctica nueva, ni una práctica de
propaganda exactamente novedosa. Ni lo dejaron de ser. Sin ir más lejos,
en España el régimen franquista también quemó libros. En el verano de
1936, en Galicia, ya entonces bajo control de las tropas franquistas, se
quemaron
varias bibliotecas. Fueron tan solo las primeras: la quema se repetiría
durante la guerra y los primeros años de la posguerra en otros lugares.
Volviendo
a Smith y su recorrido por las hogueras de libros, a lo largo de los
siglos las llamas purgaron bibliotecas personales –en el siglo XVII,
Samuel Pepys quemó su ejemplar de L’école des filles tras leerlo porque
no quería que ese libro «indecente» contaminase sus fondos
bibliotecarios–, señalaron qué libros no deberían ser leídos –siguiendo
con L’école des filles, las autoridades parisinas habían intentado
quemarlo en 1655 por indecente– y sirvieron como arma política a lo
largo del globo. Desde el emperador chino Qin Shi Huang –que quemó los
libros de historia en el siglo III a. C. para borrar del relato a sus
rivales– hasta las hogueras a las que se lanzaban los escritos de Martin
Lutero en el siglo XVI, las llamas sirvieron para marcar en público
agendas políticas.
Por
supuesto, las llamas también han arrasado bibliotecas de manera más o
menos premeditada. Se han quemado prácticamente desde que existen, como
recuerda Susan Orleans, que recupera lo que ya escribía en 1880 William
Blades: las bibliotecas son víctimas fáciles tanto para la mala suerte
como para el fanatismo incendiario. La de Alejandría ardió, de hecho,
varias veces.
El
efecto de las llamas se siente a veces de forma más profunda de lo que
ocurre con otras pérdidas materiales. El incendio de la biblioteca de
Sarajevo durante la guerra de Bosnia, cuando fue bombardeada a pesar de
no ser un objetivo militar, se convirtió en un icono de la barbarie.
Incluso cuando el fuego empieza de manera accidental, la pérdida de las
colecciones se siente como un duro golpe colectivo. No se sabe a ciencia
cierta qué inició el fuego en la Biblioteca de Los Ángeles en 1986,
como recuerda Orleans en su libro, pero la devastación del incendio, en
el que se perdieron fondos únicos, marcó a la ciudad. Como recuerda
Orleans, «en Senegal, la manera educada para decir que alguien se ha
muerto es indicar que su biblioteca ha ardido»
Pero
¿sirve realmente el fuego para eliminar ideas y, sobre todo, para
acabar con la circulación de libros? Si se piensa en esas hogueras en
las que ardían las propuestas luteranas y se reflexiona sobre qué
ocurrió después, cabe pensar que no. «La quema de libros es un poderoso
símbolo y, en términos prácticos, completamente ineficaz», escribe Emma
Smith. De hecho, si se siguen quemando libros –y lo hacen desde
conservadores a progresistas, como apunta la ensayista, recordando la
suerte reciente de los libros de Harry Potter de J.K. Rowling– no es
porque se espere que de ese modo desaparezcan para siempre de la faz de
la tierra esas palabras escritas, sino por el poder que tiene todavía la
imagen de los libros que arden. Para censurar los contenidos, por
desgracia, existen maneras más efectivas de borrar su peso (o incluso de
lograr que no lleguen a ser ni siquiera un libro).
Postado há 1 week ago por Orlando Tambosi
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