terça-feira, 28 de março de 2023

Correção política e criação

 



As notícias sobre a possível reescritura de textos de Roald Dahl e Ian Fleming reavivaram a polêmica sobre os aspectos obscuros e a instrumentalização do politicamente correto na criação literária.



José Luis Pardo

Filósofo y ensayista. Último libro: 'Estudios del malestar' (Anagrama, 2016)

La infancia, tal y como hoy la conocemos, es una invención relativamente reciente. Y más reciente aún es la adolescencia. Lo que, sin embargo, es un problema universal es la preocupación por que los niños lleguen a ser adultos. Porque tan infernal es que no se deje a los niños ser niños como que se les impida ser adultos. Los cuentos tradicionales fueron originalmente herramientas mediante las cuales la comunidad enseñaba a los suyos las reglas de su juego. Y sólo en la modernidad se convirtieron en cosas de niños, de unos niños que vivían en sociedades nada tradicionales que, en una proporción creciente, les permitían retrasar su ingreso en el mundo de los adultos.

Es muy probable que las primeras recopilaciones escritas de estos relatos orales (las de los hermanos Grimm, Hans Christian Andersen, etc.) introdujesen ya en ellos variaciones adaptadas a su nuevo público. Walt Disney dio un paso más en este sentido. Podría parecer, pues, que los actuales intentos de “corregir” los relatos de Roald Dahl y de tantos otros pretenden simplemente vestir con ropas modernas las viejas historias. Pero lo inquietante es que las buenas intenciones de quienes patrocinan esas enmiendas concuerdan con otro tipo de operaciones que afectan a la literatura –por así llamarla– adulta.

Me refiero, claro está, a quienes hoy se rasgan las vestiduras creyendo ser los primeros en haber descubierto que Ulises era un depredador, Humbert Humbert un pedófilo, Aristóteles un misógino o David Hume un racista, y exigen que se practique con ellos una forma de censura que tiene tan poco de nueva como que se trata de aquella misma contra la cual lucharon los fundadores de todo eso que hoy llamamos, en sentido amplio, literatura. Porque si de ella se expulsan la inquietud, el desasosiego y el mal, se la convertirá en propaganda de la fe o en moralina, pero desde luego dejará de ser literatura.

Alguien podría pensar que, aunque esto sea letal para la literatura, aumentará la empatía moral de los lectores y escritores futuros. Pero no es así. Ya entre nosotros empiezan a proliferar esos productos culturales mejorados o “deconstruidos”, esas fábulas esterilizadas de antemano de toda sospecha, y por tanto sabemos que, lejos de descubrir a sus lectores unos horrores o unos placeres que les pasaban inadvertidos, confirman todos los tópicos ideológicos que ya habitaban sus almas y refuerzan su buena conciencia de pertenecer al bando de los virtuosos.

Es decir, tratan a los lectores como si fueran menores de edad. Y eso es lo que debería hacernos temer que, al pretender expurgar de los cuentos para niños la dificultad de reconocer la diferencia entre el bien y el mal, con el santo propósito de protegerles contra los vicios que pueblan el mundo real de los adultos, se les impida de paso acceder a la mayoría de edad intelectual y a la libertad de pensamiento. Porque no hay condena peor ni más peligrosa para la vida civil que la de educar a los niños para no ser nunca adultos.


Jorge Freire

Filósofo y articulista. Último libro: 'Hazte quien eres' (Deusto, 2023)

El alguacil alguacilado

Ahora que el Caso Dahl ha llegado a término, quedando en agua de borrajas (quién sabe si gracias a esos bravíos columnistas que, abrazaditos a un libro infantil, nos convencían de que la corrección política nos lleva a una nueva edad oscura), es momento de extraer una enseñanza obvia: por enésima vez, una empresa se ha servido de las abluciones y los lavatorios de la corrección política para lavar su imagen y la jugada le ha salido mal.

Recuérdense las bochornosas portadas con que, el pasado septiembre, la editorial estadounidense DC Comics conmemoraba el “mes de la herencia hispana”. Una heroína blandía un burrito, un héroe portaba una bolsa de tamales y otro se comía unos tacos (cayendo en el mismo cliché por el que, meses atrás, la primera dama Jill Biden había tenido que pedir perdón). La palma se la llevaba una Hawkgirl con delantal sirviendo un plato de platanitos fritos, lo que cabreó a infinidad de lectores, para los que solo faltaba que los personajes hispanos aparecieran echándose una siesta para rematar el tópico.

En connivencia con sus herederos, los editores de Puffin jugaron a la cancelación selectiva y, a la manera del alguacil alguacilado, la cancelación se les echó encima. Al establecer que los Oompa Loompa de Charlie y la fábrica de chocolate son de género fluido, muchos medios recordaron que el propio Dahl ya había alterado, en vida, a dichos personajes: a despecho de haber escrito que estos eran pigmeos africanos, las acusaciones de racismo de que fue objeto le obligaron a desdecirse en la segunda edición.

Imposible es saber si el carca Dahl habría estado de acuerdo con la modificación à la page de sus novelas, pues, por razones obvias, no puede mostrar su anuencia. Pero es obvio que subirse a la cancelación es como cabalgar el tigre: aunque lo domines un rato, en cuanto te tire sus fauces se cerrarán en torno a tu garganta y también tú acabarás cancelado.

¿No decía Goethe que toda obra es obra de circunstancias? Cada novela refleja los valores de su tiempo, y estos no son necesariamente positivos. Lo cierto es que un autor como Dahl, cuyo antisemitismo es hoy notorio, nunca llegó a pergeñar una caricatura tan hiriente como, por ejemplo, la del judío Fagin. Y a nadie en su sano juicio se le ocurriría retocar Oliver Twist, modificando los rasgos del villano.

Apelar a los buenos sentimientos del público para meterle mano en el bolsillo es un truco que ya no sirve. ¿Porque como las paga el vulgo es justo / hablarle en necio para darle gusto? Quizá la gente, harta de que la tomen por vulgo y de que le tomen el pelo, ha empezado a olerse la tostada.

Como decía Agustín García Calvo, no se trata de defender lo que quieren destruir, sino de defendernos de lo que quieren construir. Los enemigos de las estatuas quitan una y colocan cuatro nuevas. Se pretendía que Matilda leyese a Jane Austen en vez de a Rudyard Kipling y, a pesar de la obvia trapacería, uno casi agradece que no la pusieran a leer la biografía de Steve Jobs.
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As notícias sobre a possível reescritura de textos de Roald Dahl e Ian Fleming reavivaram a polêmica sobre os aspectos obscuros e a instrumentalização do politicamente correto na criação literária.



José Luis Pardo

Filósofo y ensayista. Último libro: 'Estudios del malestar' (Anagrama, 2016)

La infancia, tal y como hoy la conocemos, es una invención relativamente reciente. Y más reciente aún es la adolescencia. Lo que, sin embargo, es un problema universal es la preocupación por que los niños lleguen a ser adultos. Porque tan infernal es que no se deje a los niños ser niños como que se les impida ser adultos. Los cuentos tradicionales fueron originalmente herramientas mediante las cuales la comunidad enseñaba a los suyos las reglas de su juego. Y sólo en la modernidad se convirtieron en cosas de niños, de unos niños que vivían en sociedades nada tradicionales que, en una proporción creciente, les permitían retrasar su ingreso en el mundo de los adultos.

Es muy probable que las primeras recopilaciones escritas de estos relatos orales (las de los hermanos Grimm, Hans Christian Andersen, etc.) introdujesen ya en ellos variaciones adaptadas a su nuevo público. Walt Disney dio un paso más en este sentido. Podría parecer, pues, que los actuales intentos de “corregir” los relatos de Roald Dahl y de tantos otros pretenden simplemente vestir con ropas modernas las viejas historias. Pero lo inquietante es que las buenas intenciones de quienes patrocinan esas enmiendas concuerdan con otro tipo de operaciones que afectan a la literatura –por así llamarla– adulta.

Me refiero, claro está, a quienes hoy se rasgan las vestiduras creyendo ser los primeros en haber descubierto que Ulises era un depredador, Humbert Humbert un pedófilo, Aristóteles un misógino o David Hume un racista, y exigen que se practique con ellos una forma de censura que tiene tan poco de nueva como que se trata de aquella misma contra la cual lucharon los fundadores de todo eso que hoy llamamos, en sentido amplio, literatura. Porque si de ella se expulsan la inquietud, el desasosiego y el mal, se la convertirá en propaganda de la fe o en moralina, pero desde luego dejará de ser literatura.

Alguien podría pensar que, aunque esto sea letal para la literatura, aumentará la empatía moral de los lectores y escritores futuros. Pero no es así. Ya entre nosotros empiezan a proliferar esos productos culturales mejorados o “deconstruidos”, esas fábulas esterilizadas de antemano de toda sospecha, y por tanto sabemos que, lejos de descubrir a sus lectores unos horrores o unos placeres que les pasaban inadvertidos, confirman todos los tópicos ideológicos que ya habitaban sus almas y refuerzan su buena conciencia de pertenecer al bando de los virtuosos.

Es decir, tratan a los lectores como si fueran menores de edad. Y eso es lo que debería hacernos temer que, al pretender expurgar de los cuentos para niños la dificultad de reconocer la diferencia entre el bien y el mal, con el santo propósito de protegerles contra los vicios que pueblan el mundo real de los adultos, se les impida de paso acceder a la mayoría de edad intelectual y a la libertad de pensamiento. Porque no hay condena peor ni más peligrosa para la vida civil que la de educar a los niños para no ser nunca adultos.


Jorge Freire

Filósofo y articulista. Último libro: 'Hazte quien eres' (Deusto, 2023)

El alguacil alguacilado

Ahora que el Caso Dahl ha llegado a término, quedando en agua de borrajas (quién sabe si gracias a esos bravíos columnistas que, abrazaditos a un libro infantil, nos convencían de que la corrección política nos lleva a una nueva edad oscura), es momento de extraer una enseñanza obvia: por enésima vez, una empresa se ha servido de las abluciones y los lavatorios de la corrección política para lavar su imagen y la jugada le ha salido mal.

Recuérdense las bochornosas portadas con que, el pasado septiembre, la editorial estadounidense DC Comics conmemoraba el “mes de la herencia hispana”. Una heroína blandía un burrito, un héroe portaba una bolsa de tamales y otro se comía unos tacos (cayendo en el mismo cliché por el que, meses atrás, la primera dama Jill Biden había tenido que pedir perdón). La palma se la llevaba una Hawkgirl con delantal sirviendo un plato de platanitos fritos, lo que cabreó a infinidad de lectores, para los que solo faltaba que los personajes hispanos aparecieran echándose una siesta para rematar el tópico.

En connivencia con sus herederos, los editores de Puffin jugaron a la cancelación selectiva y, a la manera del alguacil alguacilado, la cancelación se les echó encima. Al establecer que los Oompa Loompa de Charlie y la fábrica de chocolate son de género fluido, muchos medios recordaron que el propio Dahl ya había alterado, en vida, a dichos personajes: a despecho de haber escrito que estos eran pigmeos africanos, las acusaciones de racismo de que fue objeto le obligaron a desdecirse en la segunda edición.

Imposible es saber si el carca Dahl habría estado de acuerdo con la modificación à la page de sus novelas, pues, por razones obvias, no puede mostrar su anuencia. Pero es obvio que subirse a la cancelación es como cabalgar el tigre: aunque lo domines un rato, en cuanto te tire sus fauces se cerrarán en torno a tu garganta y también tú acabarás cancelado.

¿No decía Goethe que toda obra es obra de circunstancias? Cada novela refleja los valores de su tiempo, y estos no son necesariamente positivos. Lo cierto es que un autor como Dahl, cuyo antisemitismo es hoy notorio, nunca llegó a pergeñar una caricatura tan hiriente como, por ejemplo, la del judío Fagin. Y a nadie en su sano juicio se le ocurriría retocar Oliver Twist, modificando los rasgos del villano.

Apelar a los buenos sentimientos del público para meterle mano en el bolsillo es un truco que ya no sirve. ¿Porque como las paga el vulgo es justo / hablarle en necio para darle gusto? Quizá la gente, harta de que la tomen por vulgo y de que le tomen el pelo, ha empezado a olerse la tostada.

Como decía Agustín García Calvo, no se trata de defender lo que quieren destruir, sino de defendernos de lo que quieren construir. Los enemigos de las estatuas quitan una y colocan cuatro nuevas. Se pretendía que Matilda leyese a Jane Austen en vez de a Rudyard Kipling y, a pesar de la obvia trapacería, uno casi agradece que no la pusieran a leer la biografía de Steve Jobs.
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