BLOG ORLANDO TAMBOSI
Ángel García Rodríguez analisa, em livro, se outras espécies podem, além do puro instinto, pensar de forma completa. Guzmán Urrero para The Objective:
Reflejos
e instintos son como piezas de repertorio que trae inscritas en su
organismo el animal cuando comienza a vivir. Ahora bien: la reacción
inteligente será aquella que el animal improvise en vista de una
situación nueva».
Lo que acaban de leer es un fragmento de «La inteligencia de los chimpancés», un artículo que Ortega y Gasset
escribió en 1927 tras conocer los ingeniosos experimentos de Wolfgang
Köhler en la Estación de Antropoides de Tenerife. Aquel fue el primer
centro de estudio de primates del mundo y el texto de Ortega, incluido
en el tomo IV de las Obras completas que editó Taurus en 2005, nos sirve
hoy para recordar que la filosofía tiene mucho que decir sobre la mente
animal.
Vuelan,
saltan, nadan, reptan…, pero ¿cómo piensan los animales? Este asunto,
el de las facultades cognitivas, es decisivo en la ciencia que estudia
el comportamiento de la fauna: la etología. Aunque su nombre sea muy
similar, no debemos confundir a los etólogos con los ecólogos (esto es,
los biólogos que se ocupan de las relaciones de los seres vivos entre sí
y con el entorno). El caso es que los etólogos nos hablan de cuestiones
tan sugerentes como el significado del canto de las ballenas, la danza
de las abejas o el uso de herramientas por parte de los chimpancés. ¿En
qué medida todo ello implica que los animales son criaturas conscientes?
¿Acaso su carencia de un lenguaje complejo, con reglas semánticas,
supone que no tienen eso que llamamos conocimiento? ¿O quizá deberíamos
dejar de lado esto último si queremos tener éxito a la hora de
comprender cómo funciona su mente?
A
esta discusión abierta se incorporaron, hace siglos, los filósofos.
Centrando los términos actuales del debate, Ángel García Rodríguez,
profesor titular del Departamento de Filosofía de la Universidad de
Murcia, ha escrito un profundo y novedoso ensayo, El pensamiento de los
animales, en el que aborda la posibilidad de que los no humanos
desarrollen actividades cognitivas superiores.
Planteo
al autor el reto que supone examinar esta materia en un contexto que
humaniza las capacidades sensitivas o afectivas de los animales. Me
parece difícil asomarse a la mirada de estas criaturas sin distorsionar
‒es un decir‒ su repertorio de conductas. «Cuando hablas de
distorsiones», responde, «supongo que estás pensando en que sería una
falta de cariño hacia nuestras mascotas decir que no son inteligentes, y
que es más fácil cuestionar la inteligencia de animales que nos
resultan desagradables, o por los que no tenemos un cariño especial. Por
supuesto, es así».
La
densidad del libro obliga al lector a hacer sus deberes. Sin embargo,
como sucede en los buenos ensayos filosóficos, su lectura nos conduce a
un nuevo nivel de la realidad. García Rodríguez explica a THE OBJECTIVE
por qué la consciencia animal es tan difícil de interpretar: «Desde el
punto de vista de la etología cognitiva y de la filosofía contemporánea,
el principal obstáculo para atribuir estados conscientes a los animales
es justamente la noción de consciencia que se maneja. No es una
propiedad directamente accesible mediante la percepción y, por lo tanto,
son razonables las dudas acerca de si los animales son conscientes.
Según se piensa, podemos tener acceso perceptivo directo a la conducta
animal, y con la ayuda de instrumental científico y técnicas adecuadas,
podemos acceder a lo que sucede en su cerebro. En general, eventos
neurológicos. Pero la consciencia como tal se nos escapa. Por
consciencia me refiero a lo doloroso del dolor, o a lo placentero del
placer. Es decir, la sensación como tal. Esto, se piensa, solo lo puede
conocer uno mismo, en su fuero interno y privado. Algo parecido sucede
con nuestros congéneres humanos, con la diferencia de que podemos
ponernos empáticamente en su lugar».
En
opinión de García Rodríguez, la filosofía tiene un papel decisivo a la
hora de esclarecer este misterio: «Si mi diagnóstico es correcto, lo más
importante para superar ese obstáculo no es la realización de más
investigación empírica, en el laboratorio o fuera de él, sino encauzarla
con una mejor comprensión de nuestro concepto de sensación (lo doloroso
del dolor, etc.), y eso es típicamente la tarea de la
filosofía«.Portada del libro.
El filósofo nos recuerda otro factor que los demás habríamos pasado por alto: «Se puede fingir dolor sin tenerlo, o hacer como si no se sufriera por un dolor que se tiene. Y lo mismo sucede con otros estados conscientes. Esto sugiere que hay una brecha entre lo que se percibe directamente (típicamente, el comportamiento de los animales) y la sensación consciente como tal. Pero si hubiera tal brecha, ¿cómo aprendemos a hablar del dolor? ¿Cómo adquiriríamos el concepto para hablar de algo tan familiar? Cualquier respuesta que se nos ocurra, y sea compatible con la brecha anterior, es menos plausible que el modelo defendido en el libro: que la sensación (lo doloroso del dolor, etc.) es un aspecto gestáltico del comportamiento en un contexto».
Pero
entonces, ¿qué sucede con lo que parece ser un lenguaje? De hecho,
ciertas especies llegan a interaccionar con nosotros. Menciono a García
Rodríguez esos experimentos encaminados a valorar la competencia
lingüística de determinadas criaturas. «Te refieres a experimentos en
los que se ha enseñado un lenguaje de signos o uno basado en pictogramas
a algunos individuos de distintas especies de primates superiores, y a
otros experimentos con loros. Los resultados serían evidencia de
competencia lingüística, aunque limitada, en algunos animales». Y añade:
«Es importante distinguir entre la competencia lingüística y el uso de
sonidos y otros signos para todo tipo de fines comunicativos. Los niños
muy pequeños, por ejemplo, emiten sonidos, pero eso no se considera un
lenguaje. Como mucho, sería un lenguaje incipiente».
La
duda persiste: ¿en qué medida esos gorilas y chimpancés que aprenden el
lenguaje de signos piensan de una manera cercana a la nuestra? Por
atractivo que parezca, puede que este no sea el único camino para
acceder a la mente animal. «Depende de si se considera que la
competencia lingüística es necesaria para el pensamiento o no», explica
García Rodríguez. «Si es necesaria y la aceptamos como suficiente,
entonces la evidencia anterior demostraría que algunos animales piensan;
mientras que no podríamos decir lo mismo de aquellos animales
‒individuos o especies‒ que no muestran una competencia lingüística
parecida. Digo ‘si la aceptamos como suficiente’ porque podría decirse
que su complejidad sintáctica es demasiado limitada, por estar
restringida a un número limitado de campos de aplicación; o también
cabría decir que hay cierta complejidad sintáctica, pero no
convencionalidad en los signos empleados. Si la competencia lingüística
no se considera necesaria para el pensamiento (lo cual no implica negar
que sea un indicio habitual suyo), entonces no habría razón para negar
el pensamiento a los animales que carecen de la competencia lingüística.
En este sentido, hay estudiosos que defienden la atribución de
pensamiento a abejas y babuinos sobre la base de una evidencia no
lingüística. En el caso de las abejas, por el carácter recombinable de
su comportamiento, no lingüístico, tanto al orientarse en el espacio
como al comunicar información sobre la distancia y orientación de la
fuente de alimento a otros miembros de la colmena. Me refiero a su
famosa danza. En el caso de los babuinos, por el carácter recombinable
de su comportamiento social, pues los miembros y las familias del grupo
mejoran o empeoran su estatus según se ganen o pierdan batallas internas
al propio grupo».
Una
vez más, Ángel García Rodríguez nos invita a leer dos veces entre
líneas: «Una posibilidad para evitar atascarnos en esta discusión es
decir que algunos miembros de algunas especies poseen un lenguaje
simple. Es decir, uno que se parece más o menos, según los casos, al
lenguaje prototípico humano. Esto, junto con la idea de que se puede
manifestar el pensamiento de manera no lingüística (por ejemplo, gestos
afirmativos con la cabeza para expresar una opinión o un deseo), implica
que la competencia lingüística no es la única habilidad que se ha de
estudiar para comprender el pensamiento de los animales. Es decir, si
piensan y, en caso afirmativo, qué piensan».
Quizá,
algún día, lleguemos a una respuesta definitiva. Mientras tanto, el
diálogo entre científicos y filósofos seguirá su curso.
Postado há Yesterday por Orlando Tambosi
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