BLOG ORLANDO TAMBOSI
Crianças e adolescentes são deveras educados quando aprendem a sentir, a gozar e padecer, a zombar e admirar, não anestesiando-os para que não levantem a voz. A coluna de Fernando Savater para The Objective:
Cuando
estaba en mi último curso colegial, nos tocó representar el Auto de
Pasión de Lucas Fernández, s.XV. ¡Casi nada! No les pido que traten de
imaginar hoy en día una situación semejante porque sé que serán
incapaces (a mí mismo me parece imposible, lo recuerdo casi como un
sueño especialmente raro). Como no teníamos telón los cambios de escena
se marcaban apagando y encendiendo los focos que iluminaban el
escenario. Esto dio lugar al momento mas celebrado de la función: una
luz se encendió a destiempo y reveló a Jesucristo, un chico de mi clase
de cuerpazo admirable, tapado sólo con un Meyba y coronado de espinas
teñidas, cruzando serenamente el proscenio y encaramándose a la cruz en
la postura que Dios, en efecto, manda. Yo tenía una escena con otro
compañero, ambos apóstoles (Pedro y Pablo o pareja semejante), que
deplorábamos en tetrástofos monorrimos (¡no se rían, coño!) los
padecimientos de nuestro Salvador, y total para qué. Nuestros
«parlamentos» (así los llamaba el improvisado director de escena, tan
sufrido) eran pomposos y exorbitados, por lo que no los tomábamos tan en
serio como hubiéramos debido. Mi colega de apostolado debía empezar su
imprecación así: «¡Judíos, sucios, malditos, que a Cristo
sacrificasteis, etc.». Vamos, una tirada que hoy no se permitiría ni Ada Colau.
Como me gusta enredar y le sabía sugestionable, le soplé: «Oye, no te
equivoques y vayas a decir ‘judíos, suizos, malditos…'». Ya no logró
librarse de los helvéticos en ningún ensayo. Al Judío Errante le unimos
el Suizo Errado. Pero mi santo compañero hacía esfuerzos inauditos
retorciendo las palabras para evitar el trabalenguas ya inevitable. En
el estreno (y afortunadamente única función del Auto) los asistentes
juran que dijo «¡jodíos suizos, malditos seais!». No puedo atestiguarlo,
en ese momento padecía convulsiones de risa ahogada.
He recordado esta peripecia teatral tan remota al enterarme de la censura póstuma ejercida sobre los cuentos de Roald Dahl. No me extraña, los que editan para un público infantil suelen
creer que los niños y adolescentes no son cortos de edad sino de
entendederas. Cuando hace casi veinte años se tradujo Ética para Amador
en USA, la editorial -que tituló el libro solamente Amador– me pidió que
añadiese un párrafo explicando que todo lo que allí decía dirigido a un
joven de unos quince años también era válido para una chica de esa
misma edad. Me quedé asombrado, nunca se me hubiera ocurrido semejante
prevención. Les contesté que no escribía para varones sino para personas
y que suponía que mis eventuales lectoras norteamericanas lo asumirían
sin necesidad de decírselo explícitamente. Creo que no les convencí. La
doctrina de esos adoctrinadores es que a los menores hay que dárselo
todo masticado y ahorrarles sobresaltos.
En
su día, el éxito de Walt Disney fue precisamente incluir en sus
películas de animación escenas levemente terroríficas con brujas, ogros y
lobos feroces, lo que entusiasmaba a los pequeños espectadores: a ver,
¿que niño, niña o niñe no prefiere la bruja a Blancanieves? Hoy eso
mismo exige que los censores corrijan sus mejores películas. Y del
mismo modo los pequeños agradecen un lenguaje coloreado, que no evite
neuróticamente cualquier palabra levemente malsonante u ofensiva. Pero
los «educadores» ortodoxos de hoy, esa plaga, previeren evitar cualquier
expresión que a ellos les parezca conflictiva (aunque a ningún niño
sano le produzca el menor conflicto). No quiero imaginar lo que esa
pandilla de mojigatos hará con las divertidas y extravagantes
interjecciones injuriosas que profiere a cada paso el capitán Haddock…
Pero
no nos engañemos, la pasión woke (que es mucho mas antigua que este
término, recordemos como Pío IV ordenó «adecentar» los frescos de Miguel
Angel en la Capilla Sixtina) no sólo se ceba en los mas pequeños,
cambiando palabras en obras consagradas y suavizando los finales atroces
de muchos cuentos clásicos. Tampoco los adultos estamos a salvo, no hay
más que darse una vuelta por la Universidad de Stanford y ver el
vocabulario política y socialmente correcto que ha perpetrado. En varias
universidades americanas, los profesores que van a suscitar en clase
algún tema que puede provocar cierto debate identitario deben avisarlo
con tiempo, para que puedan salir del aula los alumnos que no se
consideran capaces de sufrir tanto estrés. También se han dispuesto
salas de reposo, con pantallas que presenten vídeos de gatitos
juguetones y suave música ambiental, para que los estudiantes
desequilibrados por alguna cuestión demasiado viva puedan recobrar su
letargo anímico habitual. Si hay que tomar estas precauciones para
prevenir las polémicas o recuperarse de ellas, que habrá que hacer para
resistir el impacto de leer a Nietzsche o a Céline…
Dijo
Franz Kafka, con prosa aparentemente plácida pero en realidad febril,
que toda obra literaria debe ser como un hacha que rompe el hielo que
cubre nuestro mar interior. Lo propio del arte literario -de todo arte,
en realidad- es sacudir nuestro espíritu, despertar nuestras emociones,
rebelar lo inmortal que hay en nosotros contra la muerte necesaria. La
serenidad sólo tiene mérito en quien se inclina sobre el vértigo del
abismo, no en quién lo ignora. A los niños y adolescentes se les educa
de veras enseñándoles a sentir, a gozar y padecer, a burlarse y a
admirar, no anestesiándolos para que no levanten la voz y parezcan bien
domesticados. El desafío de educar no consiste en volver vegetarianos a
quienes tienen destino de carnívoros, sino en rescatar la fraternidad
humana de la hipocresía biempensante y la brutalidad.
Postado há 2 days ago por Orlando Tambosi
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