'O fogo da imaginação' reúne sua obra jornalística completa, recolhendo artigos, anotações e pequenos ensaios dedicados à literatura, ao teatro, ao cine e à arquitetura. Rafael Narbona para El Cultural:
El
periodismo suele considerarse un género menor, pero lo cierto es que un
buen escritor puede convertir un artículo en una obra maestra. Es el
caso de Mario Vargas Llosa (Arequipa, 1936), que ha firmado magníficas piezas sobre infinidad de temas, mostrando la misma lucidez al hablar de Azorín, Nelson Mandela, una momia inca o el cine de Buñuel.
El fuego de la imaginación, primera entrega de su obra periodística
completa, recoge artículos, notas y pequeños ensayos dedicados a la
literatura, el teatro, el cine, el arte y la arquitectura.
El
volumen está dividido en seis secciones, que agrupan los textos por
temas y no por orden cronológico. La primera es quizá el fundamento de
las restantes, pues especula sobre la creación literaria y la función
del escritor. Vargas Llosa señala que el escritor es “el eterno
aguafiestas”, ya que la literatura no es simple entretenimiento, sino
“fuego, inconformismo, rebelión”. Un escritor acomodaticio y sumiso es
una incongruencia, casi una perversión. “La razón de ser del escritor es
la protesta, la contradicción y la crítica”.
Con
los años, Vargas Llosa ha cambiado de perspectiva ideológica,
transitando del marxismo al liberalismo, lo cual le ha costado muchas
críticas, pero conserva la insatisfacción que siempre ha movido su
pluma. Su inquietud no afecta solo al orden político y social, sino que
adquiere su dimensión más profunda en el campo de la ontología. Al igual
que Faulkner o Joyce,
el Nobel peruano anhela trascender los límites del ser y, tras
descartar la experiencia mística, no percibe otro camino que los
prodigios de la imaginación.
La
imaginación inventa mundos, pulveriza barreras, rebasa lo puramente
fáctico. Los grandes novelistas son demiurgos que usurpan el poder
creador de los dioses. A veces alumbran territorios imaginarios, como García Márquez o Juan Rulfo,
artífices de Macondo y Comala. Otras, deforman los hechos para llegar
hasta sus entrañas, como el propio Vargas Llosa en La ciudad y los
perros o La tía Julia y el escribidor.
No es posible escribir sin ejercer violencia sobre el lenguaje y sobre uno mismo. Los grandes estilistas como Nabokov, Céline o
Faulkner obligan al lenguaje a realizar contorsiones, pero, además,
saquean su intimidad con la ferocidad de una horda de bárbaros. Vargas
Llosa no cree en la teoría freudiana de la sublimación, pero sí percibe
la mente como un caldero en ebullición donde las obsesiones piden la
palabra.
Escribir
es una forma de exorcismo. La ficción protege a la realidad, creando un
paisaje donde pululan libremente los demonios interiores. La anomalía
del hecho literario no se extingue ahí. La literatura es el único
dominio donde la verdad se enuncia mediante mentiras. Su ética no
consiste en ser fiel a los acontecimientos, sino en crear eficazmente
una ilusión. A un autor solo cabe exigirle maestría formal, competencia.
Su orbe puede ser fantástico, pero ha de ser creíble en su contexto.
Sabemos
que la levitación es imposible, pero en Cien años de soledad parece
perfectamente normal. Curiosamente, la novela, que nos pide cierta
credulidad, brota del escepticismo. Vargas Llosa recuerda que el Santo
Oficio prohibió la novela en América Latina, alegando que podría
pervertir el alma de los indios. Es un pobre argumento, pues la mayoría
de los nativos eran analfabetos. Solo las mentes con la capacidad de
comprender y disfrutar de un texto pueden llegar a extraviarse, como les
sucede a Alonso Quijano y Emma Bovary, enfermos de ficción. La
Inquisición advirtió que la novela es la expresión de una crisis.
Manifiesta duda, incertidumbre, desgarro, anhelo de libertad. De ahí que
la temiera y la prohibiera.
El
dogmatismo no es un rasgo exclusivamente religioso. Vargas Llosa
comenta el escándalo que provocó Todas putas, el libro de cuentos de Hernán Migoya,
donde un violador pedía algo de respeto, sin exteriorizar
arrepentimiento. La literatura es amoral. No pretende aleccionar y, si
lo intenta, pierde su valor estético. Bataille y Sade plasmaron aberraciones que serían inaceptables en la vida real, pero que en la ficción desempeñan un papel catártico.
Apasionado defensor de la libertad, Vargas Llosa reivindica a figuras como Céline, William Burroughs y Drieu La Rochelle,
pero eso no significa que los exima de responsabilidad moral. Bagatelas
para una masacre de Céline, es una obra abominable y los panfletos
nazis de Drieu La Rochelle no merecen otra consideración. Absolver sus
obras literarias, no significa exonerar sus actos.
En sus artículos sobre Borges, Lezama Lima, Brecht, Tirant lo Blanch
o García Márquez, Vargas Llosa se revela como un extraordinario crítico
literario. No es menos sagaz como espectador cinematográfico o teatral.
O como crítico de arte. No quisiera dejar de destacar otras dos de sus
grandes cualidades: sus dotes de seductor y su sentido del humor. Es
imposible aburrirse con su prosa. Lejos del academicismo, ágil y siempre
vibrante, posee la misma capacidad de hipnotizar al lector que una
buena película de Hitchcock o John Ford.
“Caca de elefante”, una finísima crítica de las extravagancias del arte
moderno, produce el mismo regocijo que un golpe de ingenio de Billy Wilder.
En
el artículo dedicado a Azorín, Vargas Llosa apunta que el levantino
“hizo prodigios” con cuatro o cinco cuartillas. No me parece una
hipérbole afirmar lo mismo de sus artículos. El fuego de la imaginación
es un riquísimo mosaico que aglutina luminosas reflexiones sobre las
distintas manifestaciones de la literatura y el arte. No es solo una
recopilación, sino una autobiografía espiritual. Narra la ambición de un
escritor desde sus inicios hasta su madurez, con toda su peripecia de
fervores y desengaños.
Vargas
Llosa ya no es un “sartrecillo” valiente, sino un espíritu templado que
desconfía de los absolutos y conserva su fe en el poder de la
imaginación para aliviar las cuitas del ser humano.
BLOG ORLANDO TAMBOSI
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