Compreender o populismo se tornou uma tarefa tão importante como encontrar vida em Marte: parece estar em toda parte, mas é cada vez mais difícil defini-lo. O jornalista Diego Fonseca escreve, em Letras Libres, sobre seu livro "Amado Líder":
En
los últimos treinta años el populismo regresó a América Latina, a la
vuelta del siglo comenzó a cosechar adeptos en Europa, y –cuando las
almas blandas nos regocijábamos por una presidencia novedosa como la de
Barack Obama– apareció Donald Trump en Estados Unidos. Taquicardia
global.
Como
si se hubieran cansado de todo, millones de personas han
(re)descubierto –la Historia se repite, todos saben eso– que son capaces
de herir al establishment votando a personajes impensados. Outsiders en
algunos casos, viejos hombres de partido o miembros de las élites.
Todos hermanados por una conexión íntima y fervorosa con los deseos de
votantes airados, dispuestos a aceptar una retórica unívoca, de
izquierda o de derecha, que apela a El Pueblo.
Los
consensos para conformar a millones de individuos son trabajosos y
nunca dejan conformes a todos. La idea de que algo falla puede calar
pronto en sociedades en crisis que han intentado creer una y otra vez a
sus dirigentes solo para encontrarse con que, a menudo, las respuestas
son insatisfactorias. En esas instancias –en todas las instancias– el
trabajo es arduo: le cabe a la democracia, siempre, hacer el esfuerzo de
justificarse. El atractivo del autoritarismo es eterno. La fuerza,
parece, es intuitiva.
El
populismo no es un fenómeno reciente en las democracias
representativas. Desde fines del siglo XIX, líderes populistas han
conseguido sintonizar con el descontento popular hablándole a la
frustración, el deseo insatisfecho, la ansiedad y la expectativa
generalizada de revancha contra la clase política por la cual votaron en
el pasado. Atraídos por el discurso populista, millones de ciudadanos
se han vuelto en contra de los partidos que dijeron defender sus
ideales, de los funcionarios responsables de darles respuestas y de los
presidentes que olvidaron sus promesas o fueron incapaces de
asegurarlas.
El
siglo XXI ha abierto sus puertas y brazos a Amado Líder. Un estudio de
The Guardian y Team Populism –un grupo que realiza análisis del
lenguaje– mostró que el número de líderes populistas se duplicó en
cuarenta países desde el año 2000. Las marcas y rasgos del discurso
populista han sido adoptados gradualmente por un número significativo de
los ciento cuarenta presidentes y primeros ministros incluidos en la
muestra. A la cabeza de la lista hay tres latinoamericanos: los
venezolanos Hugo Chávez y Nicolás Maduro y el boliviano Evo Morales. El
turco Recep Tayyip Erdoğan es el primer europeo.
Comprender
el populismo se ha convertido en una misión tan fascinante como hallar
vida en Marte. No solo por su recurrencia, parecida a la de nuestros
tropiezos amorosos –sabemos que no debemos ir ahí, porque hemos estado
ya y salimos escaldados, pero vamos igual–, sino por la laxitud de su
frontera semántica y la porosidad de la superficie política que abarca.
Conceptualmente,
el populismo es una anguila escurridiza. Un chicle, masa fresca. El
filósofo político holandés Cas Mudde define al movimiento populista como
“una respuesta democrática antiliberal al liberalismo antidemocrático”,
así como las dictaduras y golpes militares serían las reacciones
antidemocráticas y antiliberales. Es un rechazo del pluralismo, dice
Jan-Werner Müller en ¿Qué es el populismo?; “una palabra de goma”,
escribe Pierre Rosanvallon en El siglo del populismo:
Término paradójico, también, pues tiene casi siempre una connotación peyorativa y negativa pese a derivar de aquello que funda positivamente la vida democrática. Es, a la vez, una palabra encubridora, pues adosa una etiqueta única a todo un conjunto de mutaciones políticas contemporáneas cuya complejidad y resortes profundos deberíamos poder distinguir. ¿Es correcto, por ejemplo, usar una misma expresión para calificar la Venezuela de [Hugo] Chávez, la Hungría de [Viktor] Orbán y las Filipinas de [Rodrigo] Duterte, para no mencionar la figura de Trump? ¿Tiene sentido colocar en una misma cesta a los españoles de [Unidas] Podemos, la Francia Insumisa de Jean-Luc Mélenchon y los partidarios de Marine Le Pen, Matteo Salvini o Nigel Farage?
Las
dudas de Rosanvallon revelan que el populismo ni siquiera se expresa
siempre del mismo modo. Diferentes contextos producen diferentes
populismos. Los hay duros o polarizados, así como ligeros. Factores
políticos, sociales, económicos y culturales afectan su emergencia y
tipología. Quizá ni debiéramos llamarlo así, pero ¿entonces, qué?
¿Demagogia? ¿Y luego distinguimos distintas formas de demagogia:
autoritaria, soft, de derecha, neoliberal, de izquierda, tecnócrata,
socialdemócrata, nacionalista…? Es un término complicado, claro. Varias
de las personas con las que hablé durante estos años tenían resistencias
a emplearlo, y muchas correctamente diferenciaban entre “actos”
populistas y comportamientos más integrales. Pero está claro que no es
lo mismo Lula que Trump o Boris Johnson que Cristina Fernández de
Kirchner o Chávez y Bukele o amlo y Trump –no, wait… “A mí me da un poco
de no sé qué cuando dicen ‘populismo’, me incomoda”, me dice desde
Madrid por WhatsApp el escritor Martín Caparrós, y sigue:
Es como una palabra fácil que se usa como arma arrojadiza para descalificar a cualquiera que no nos parezca bien. Y me incomoda más cuando la denominación puede incluir tanto a Trump como a Evo y Bolsonaro y Chávez: no es operativa. No termina de designar nada en la medida en que designa demasiadas cosas y no similares entre sí. El que dice “tal es populista” se para en un banquito, extiende la mano y descalifica. Y cuando veo esa descalificación, me dan ganas de ser populista, pero luego se me pasa.
La
teórica política inglesa Margaret Canovan asumió la complejidad de la
definición, rindiéndose llanamente a la dimensión del problema: no se
pueden reducir todos los casos de populismo, decía, a una definición
sola o a una sola esencia, común a todos los usos del término. “Si uno
debe creer a los zoólogos, este mundo aparece muy distinto para los
miembros de las diferentes especies animales”, escribe en “‘People’,
politicians and populism”. “Las flores ocultan patrones y marcadores que
solo son visibles para los insectos; los perros habitan un mundo que
apesta con aromas seductores […] Algo bastante similar también ocurre
con los animales políticos.”
Todo
movimiento populista presenta, en mayor o menor grado, un conjunto de
condiciones. Es indispensable poseer un caudillo carismático –Amado
Líder– que, más allá de pertenecer a un partido tradicional o provenir
de la periferia política, construya su feligresía como un movimiento,
dando así suficiente margen para que coexistan activistas con agendas
específicas y hasta competitivas, y asimismo para elegir qué ideas
privilegiar y cuáles subalternizar. Il condottiero reestructura la
relación de las personas con los representantes desvalijando el aparato
político, pues Amado Líder ordena la vida pública alrededor de su
voluntad, demandando atención permanente con tanta frecuencia y fruición
que termina concentrando toda la energía sobre sí mismo para luego
proyectarla a la sociedad como un vergel milagrero.1
El
populismo surge en tiempos de crisis representativa de parlamentos y
gobiernos, con las referencias políticas tradicionales agotadas o bajo
un descrédito superlativo. Los partidos son incapaces de contener el
disgusto social. La sociedad es proclive a fracturarse alrededor de
asuntos que –en otras circunstancias– habrían sido resueltos a través de
compromisos y consensos. Amado Líder medra en esas brechas con un
discurso beligerante que atribuye los grandes problemas nacionales a la
acción de las élites políticas y económicas, a la globalización y a los
extranjeros, en muchas ocasiones con razón. Para Amado Líder, todos
ellos se han enriquecido o acumularon poder aprovechándose de la decente
clase trabajadora que él defiende.
Atención:
ricos y pobres importan, y mucho. Las sociedades con enormes brechas de
desigualdad son proclives a encontrar soluciones populistas: si esas
brechas existen es porque nadie ha sido capaz de reducirlas a niveles
tolerables para el conjunto de los ciudadanos. La acumulación de
fracasos de la oferta política tradicional es una invitación al
hartazgo. No toma tiempo para que una sociedad fastidiada decida patear
el tablero y erigir a Amado Líder como el factótum de su revancha.
Cuanto más musculosas las clases medias, menores los riesgos de
exaltación del caudillo extemporáneo. Las clases medias son humedales
que regulan la temperatura política y evitan la inundación de la furia.
Pero no es una verdad grabada en piedra: si los clasemedieros observan
que los ricos viven en otro universo y encuentran obsceno o delirante
ese estado de cosas, también pueden sumarse a la revuelta. No hay vacuna
que erradique; solo tratamiento.
El
caudillo no busca acuerdos, sino la exacerbación de los ánimos para
presentar los problemas en términos apocalípticos, y ofrecerse como su
único salvador. Lo hará, por supuesto, con vehemencia, incendiando la
llanura. El lenguaje es crucial para el populismo, pues además de
constituir una forma de gobernar y de hacer política, es un aparato
retórico vivo. Amado Líder debe crear una realidad paralela a aquella
que se percibe naturalmente, seleccionando con pinzas de relojero hechos
e ideas de la vida cotidiana que descontextualiza y organiza en un
nuevo marco conceptual donde él mismo define los términos en que esa
realidad debe ser diagnosticada y abordada.
El
populismo niega la evidencia empírica, por lo que rechaza el discurso
experto, la legitimidad del periodismo y el método científico. Todo
puede ser puesto en duda porque la realidad es asunto de opinión, de
relatos en competencia y nunca de hechos. Amado Líder crea un mundo a su
medida e inyecta verdades alternativas apoyadas presuntamente en el
sentido común y la experiencia ordinaria de las personas, editando así
elementos de la real realidad e introduciéndolos en relatos no
necesariamente verdaderos pero sí verosímiles. Todo es objeto de
fabricación, manipulación e invención y lo que no coincida con la visión
de Amado Líder será señalado con el dedo: fake news. La única verdad es
la realidad, decía Juan Domingo Perón: la que él dictaba.
Amparado
por su condición de creador de ese mundo alternativo, nuestro caudillo
ejecutará como dios y señor. El mandamás populista demandará tomar
decisiones privilegiando su relación directa –apostólica– con El Pueblo,
copando o minando los sistemas de representación. La morosidad, muchas
veces la estulticia y en ocasiones su inoperatividad le servirán de
excusa para evitar a las legislaturas y gobernar a golpe de decretos y
órdenes ejecutivas. Las presidencias que perseguían acuerdos de
gobernabilidad serán acusadas de ineficientes, reemplazadas ahora por un
poder ejecutivo que se presentará como pragmático y transformador.
El
régimen exigirá la lealtad incondicional de todos los funcionarios,
incluidos jueces, militares, legisladores y burócratas del Estado. El
discurso independiente de los medios será censurado o perseguido, se
atribuirá a la intelectualidad un valor negativo, y la ciencia acabará
controlada y reemplazada por el conocimiento mundano –y soberano– del
hombre común. La oposición que no se ajuste a los nuevos designios
perderá su condición de adversario para verse convertida en enemigo. Un
fiero nacionalismo, verticalista, quizás étnico y muy probablemente
nativista, colocará en el casillero de los traidores a la patria,
bastardos ilegítimos, a quienes duden.
Amado
Líder defenderá el regreso a un mundo ideal donde la nación refulgía:
la mitificación del pasado será el nuevo futuro; el presente, un éxodo
duro pero iluminador hacia el destino manifiesto. La nación perdida o
discapacitada por la acción de las élites y de sus cómplices deberá
actualizarse. El caudillo moldea su armadura sobre el yunque de valores
tradicionales, que entran en inmediato proceso de recuperación, una
fantasía axiológica que define qué fue y qué debe volver a ser la
patria. Los procesos de construcción de la nación –incluidos los de los
nacionalismos ultras, como el fascismo– emplean el sistema educativo
para glorificar un pasado mítico, elevando los logros de sus héroes y
oscureciendo cualquier perspectiva histórica que contradiga esos
méritos.
El
populismo es una forma de gobernar y organizar la representatividad
política y la sociedad, no un sistema de creencias. En la práctica,
busca reemplazar los sistemas de balances de la democracia con
mecanismos en apariencia más directos de gestión gubernamental. Esos
mecanismos pueden incluir referendos masivos y otras formas de
democracia participativa, pero sobre todo descansan en la relación
directa con Amado Líder, quien descarta o burla la acción de organismos
de representación y control. En los regímenes populistas hay una
ampliación del presidencialismo a través de la democracia plebiscitaria,
que debilita y somete a los demás poderes del Estado. La experiencia
muestra que, en efecto, puede haber mecanismos más directos de
representación, pero no con el propósito que expresan nominalmente; su
objetivo inconfeso es la transferencia de poder hacia líderes
personalistas más o menos autoritarios.
Así
sea un mecanismo de gestión, el populismo no carece de ideología, pues
toda acción política es un esfuerzo concertado para organizar acciones
alrededor de un conjunto de ideas, jamás un constructo natural o mágico.
John B. Judis, en The populist explosion, distingue dos grandes
vertientes. El populismo de izquierda, que expresa un antagonismo
vertical, con las clases medias y los más pobres procurando desplazar a
élites que concentran una buena porción de la riqueza. Su plan es
reemplazar el sistema político por hegemonías controladas por Amado
Líder y su movimiento y transformar el sistema económico en alguna
tropicalización bizarra de estatismo rentista escasamente competitivo y
malamente redistributivo.
El
populismo de derecha, en tanto, se monta en nombre de la ciudadanía
contra el establishment, al que acusan de hacer mimos a alguna minoría
ajena al estilo de vida de la mayor parte de los habitantes de la
nación. En las últimas décadas, esas minorías han incluido en distintas
regiones del mundo a los inmigrantes latinos y subsaharianos, al
movimiento Black Lives Matter, a los refugiados sirios y afganos, a los
musulmanes e incluso al feminismo. Victimizados, los populistas de
derecha sostienen que esos grupos buscan subvertir un orden que
consideran dado y estable y reemplazarlo con un plan disruptivo de la
identidad nacional, concebida como una herencia inmutable transmitida
desde la fundación de la patria.
Y
un detalle adicional, igualmente importante: no hay sociedad inmune a
la demagogia, al veneno autoritario y a la contaminación perversa de los
autócratas populistas. Escribía en 2018 Matthew Goodwin, coautor de
National populism. The revolt against liberal democracy:
Cuando comencé a trabajar en el [nacionalismo populista] a fines de la década de 1990, una especie de ley no escrita decía que había cuatro democracias que nunca sucumbirían. Eran Suecia y los Países Bajos, porque eran históricamente liberales, el Reino Unido por sus sólidas instituciones políticas y su cultura cívica, y Alemania, por el estigma dejado por los acontecimientos de la Segunda Guerra Mundial.
Pero avance rápido solo veinte años, y cada uno de esos países ha experimentado una gran rebelión populista. Pim Fortuyn y luego Geert Wilders en los Países Bajos. Los demócratas de Suecia, que recientemente alcanzaron una nueva cuota récord de votos. Alternativa para Alemania, AFD, que tiene más de noventa escaños en el Bundestag y en quince de los dieciséis parlamentos estatales. Y en el Reino Unido, Nigel Farage y el UKIP forzaron un referéndum sobre la membresía británica en la UE que votó a favor del Brexit. A veces olvidamos lo rápido que pueden ocurrir cambios radicales en la política.
El
relativo amorfismo del sentir populista permite que casi cualquier
generalización sobre el movimiento pueda ser derrotada con un
contraejemplo. Esa laxitud –junto a su existencia real, política–
demanda lidiar con el término provistos de la actitud de un entomólogo
curioso. Es difícil colocarle fronteras, incluso un centro. Es un animal
vivo, una quimera de colores variados en cada país. Una especie
diversa. “No podemos deshacernos de él”, dice Canovan en Populism, y
aunque habla de la maleabilidad del concepto parece que hablase de su
vivencia. El sentido común de la idea de Canovan es ineludible: el
término es tan difícil de manejar como difícil encontrarle una solución
política.
Tres
grandes campos ideológicos, recuerda Canovan, componen la tradición
política de Occidente –conservadores, socialistas y liberales–, pero
debe reconocerse hoy un cuarto término, que no alude a un sistema
coherente de ideas como en las otras vertientes del espectro, y cuyo
concepto clave no convive fácilmente con los de “nación”, “clase” e
“individuo” que constituyen el ethos de ese trío histórico. Ese concepto
clave es el de “pueblo”, una idea cuya realidad es siempre abstracta, y
sus límites, difusos. Un segmento mítico de la población general, diría
Mudde, una “comunidad imaginaria”.
‘El
Pueblo’ es empleado para designar un abanico de agentes. Los clásicos
griegos y romanos concebían un triple uso para la figura: ‘pueblo’
designaba a los miembros del polity aristotélico; a la gente común; y a
la nación en términos culturales. Hoy, El Pueblo es una entidad tan
políticamente inasible que puede ser materia política –y sobre todo, una
comunidad moral– aun en estado gaseoso.
Hay
un punto central en el valor de El Pueblo como actor político o simple
actor de reparto: su incidencia, real o presunta. En la concepción de
participación popular acuñada por Jean-Jacques Rousseau en El contrato
social, la participación activa del pueblo constituye a El Pueblo como
tal. Es real, su participación en el diseño del poder es efectiva, no
testimonial. En el populismo esa acción es secundaria: el pueblo es un
actor político reconocible solo si milita por y para el caudillo. En el
primer caso, las personas deben actuar para hacer oír su voz, mientras
que en el segundo Amado Líder interpreta una “sustancia simbólica” de lo
que es el pueblo y moviliza a las masas, pero con la salvedad de que no
las quiere activamente movilizadas ni siempre.
“Hay
una interesante contradicción ahí”, me dijo Martín Caparrós un martes
de agosto de 2021. “En nombre del gobierno de El Pueblo, lo que se les
ocurre es el gobierno de sí mismos.” Amplía en Ñamérica, su recorrido
por el continente americano:
[…] curiosamente, aquellos movimientos se basaron –se basan– en una desconanza extrema por el pueblo. Sus jefes creen que sus pueblos no pueden gobernarse y que debe haber un líder que los guíe, que los lleve. Y que ese hombre fuerte –muy pocas veces una mujer fuerte– es alguien excepcional que debe mantenerse al frente; no un representante sino un conductor, un redentor, una figura más o menos sobrehumana. Alguien que no está ahí porque es como todos los demás sino porque es distinto de todos los demás, un elegido, un carismático. Alguien que, por su existencia, sirve para consolidar el principio de autoridad, de diferencia. Por eso sus líderes, tan decisivos, terminan por caer en la tentación de sí mismos: “Es ese momento en que miran alrededor, miles de cabecitas allá abajo, y piensan pobres, qué sería de todos ellos si no estuviera yo. O, incluso: qué habría sido de todos ellos si yo no hubiese estado. O, si acaso: qué será de todos ellos cuando yo ya no esté. O quizá piensen ay, qué duro ser el único que. O tal vez, quién sabe: ¿por qué será que solo yo lo puedo? Lo cierto es que, piensen lo que piensen, creen que el estado –de las cosas, de los cambios, de su ¿revolución?– es ellos y que sin ellos nada. Entonces, se contradicen en lo más hondo y ceden –gozosamente ceden– a la tentación de sí mismos”, escribí hace unos años por puro ignorante: porque no había leído a una de sus teóricas de base, la peronista belga Chantal Mouffe, que lo recomendaba: “Para crear una voluntad colectiva a partir de demandas heterogéneas se necesita un personaje que pueda representar la unidad. Así, es evidente que no puede haber movimiento populista sin líder.” La idea de que las personas comparten un movimiento porque quieren lo mismo debe ser anticuada; lo importante es compartir un jefe o una jefa que puedan darte esa impresión –y creen esa unidad que nada más justifica.
La
dependencia de la voz del caudillo es y debe ser absoluta. No
funcionaría de otro modo: Amado Líder decide qué significa ser El
Pueblo, quiénes lo componen y, sobre todo, quiénes quedan fuera, ya que
el populismo es un ejercicio jerárquico de exclusión, no una
construcción horizontal e incluyente. El Pueblo es una figura totémica,
un dios luminoso que flota siempre en el discurso del poder populista.
En El Pueblo –en dios– radica la verdad, reserva de bondad y sabiduría.
La extraordinaria gnosis telúrica. El absoluto.
Pero
El Pueblo es una entidad política abstracta, sólo seres concretos pue-
den darle forma. Solo existe en tanto que es hijo de la imaginación
humana. Dado que Amado Líder posee la potestad de definir su sentido y
sus límites –de hacerlo existir– es él, en definitiva, quien asume todas
las funciones posibles para dar vida a la masa organizada; es el
apóstol que construyó el credo, el sumo sacerdote que lo
institucionaliza y el mesías que debe realizar la salvación. Si solo
Amado Líder entiende a El Pueblo, entonces solo Amado Líder es capaz de
hablar con dios. Todavía más: si solo él puede definir a El Pueblo –es
decir, a ese ente divino fuente de toda verdad y amor– no puede ser otro
que Amado Líder el verdadero dios. No hay religión sin dios, ni dios
sin hombres que lo creen. No hay populismo sin Amado Líder. Robespierre
tenía claro el fin del razonamiento: El Pueblo era él.
Amado
Líder refiere a esa vaga figura de El Pueblo al que dice representar,
en su lucha contra el mal: contra las élites y sus normas e
instituciones; contra la organización económica y la distribución y
ejercicio del poder que han impuesto injustamente. Pero como El Pueblo
no existe, como no es un actor político real sino una abstracción –como
la sociedad civil, la patria o la nación, pues no hay sujeto colectivo
concreto–, cualquiera puede apropiarse del término y definirlo. Por eso
al imaginario voluble de lo que constituye a El Pueblo pueden
reclamarlo, en sentido laxo, Adolf Hitler, Andrés Manuel López Obrador,
Marine Le Pen y Joe Biden, Neymar o una actriz de telenovelas. “No
existe un pueblo que habla sino alguien –algunos, muchos, una minoría o
una mayoría– que utiliza el nombre del pueblo para bien o para mal, o lo
emplea ‘en vano’ o lo banaliza”, escribe José María Perceval en El
populismo: cómo las multitudes han sido temidas, manipuladas y
seducidas.
Y este personaje o grupo que habla en nombre del pueblo tiene intereses como tal colectivo, no como pueblo evidentemente, a menos que creamos en el dios bíblico y su pueblo elegido, base de todos los fundamentalismos y nacionalismos radicales. La débil línea invisible que separa la necesaria agrupación de los humanos y su utilización por gestores concretos de esa misma agrupación es la base del populismo. ~
Fragmento
editado de Amado Líder. El universo político detrás de un caudillo
populista, ya en circulación bajo el sello HarperCollins México.
blog orlando tambosi
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