Da ausência não se sai esquecendo o que se amou, mas voltando a amar, isto é, reiventando o que se ama sem esquecer o que sempre nos faltará. A crônica semanal do filósofo Fernando Savater para The Objective:
Desconfío
de esas generalizaciones que establecen en el comportamiento humano
modas que duran dos o tres meses. Algunas de esas modas están motivadas
por el ruido mediático que provoca en gente influenciable deseo de
parecerse a lo que toca ser o sentir según los suplementos culturales.
Un caso claro es la epidemia del cambio de sexo
entre niños y adolescentes, una pintoresca aberración debida al clima
creado machaconamente por medios de comunicación necesitados de temas
escandalosos, políticos empeñados en defender libertades inéditas en
lugar de proteger derechos fundamentales y médicos, jueces o incluso
padres deseosos de no quedar como reaccionarios ante el progresismo
prét-á-porter del que tanto oyen hablar. El último caso, en Orense, un
niño de OCHO años autorizado por el juez a cambiar de sexo porque sus
padres ya le consideran maduro para el trasvase: de la madurez de los
padres sólo tenemos suposiciones y de la del juez serias dudas. En fin,
no faltan otros ejemplos de modo que más vale seguir adelante…
Según
leo en diversos medios, no sólo españoles, otra epidemia grave que
padecemos (por lo visto la covid ha creado escuela) es la de gente
afectada de soledad. De soledad no querida, claro, es decir, soledad con
la que no saben qué hacer. No conozco personas que lleven a cabo una
labor creativa que se quejen de soledad. Más bien todo lo contrario, la
buscan con afán y a veces lamentan haberla perdido. Pero los que no
hacen más que «socializar» –palabra que, lo siento, me resulta
aborrecible– tienen a la soledad sobrevenida como el peor de los males.
Un socializante que se encuentra ocasionalmente solo es como un pez
fuera del agua… Francamente, este tipo de zozobra me suscita poca
compasión, quizá porque tenemos poca tolerancia ante las debilidades que
no padecemos. Sin embargo, hay dos casos en que las quejas por el sabor
amargo de la soledad me parecen bastante justificadas. Me refiero al
desamparo y a la ausencia. Diré unas pocas palabras sobre cada uno de
ellos.
Sentirse
desamparado es padecer el abandono de quienes por parentesco, lazos
afectivos, deber institucional o cualquier otra forma de obligación
deberían de ocuparse de nosotros y ayudarnos en nuestros problemas. El
desamparado siente que le han privado de algo que le era debido y cree
ser víctima de una injusticia, no sólo de una casualidad adversa. Por
eso el refugio de los desamparados fue durante mucho tiempo y aún hoy lo
es para bastantes la divinidad piadosa que a nadie olvida ni margina (o
algunos de sus intermediarios auxiliares, vírgenes, santos celestiales y
aspirantes terrenales a la santidad). Pero las demandas de los
desamparados han cambiado de tono: antes imploraban la piedad de los
entes sagrados, hoy exigen legalmente la protección de los entes
públicos o familiares que nos deben su apoyo y hasta su compañía. Cuando
era el manto de Dios o de la Virgen (incluso hay una Virgen de los
Desamparados) el cobijo que el más abandonado podía buscar, el amparo se
suplicaba; pero ahora que se espera de instituciones humanas es una
reivindicación. Se ha perdido algo de poesía pero se ha ganado un
derecho y hasta un motivo de lucha política…
La
otra soledad cuyo dolor comprendo, ay, demasiado bien es la ausencia.
Es la que produce efectos más devastadores no en cuanto a nuestras
carencias materiales, sino en nuestro espíritu (sí, lapídenme, soy de
los que creen en el espíritu incluso más que en el alma). La ausencia es
la soledad no por falta de algunos o de muchos, sino por falta de
alguien. Nos falta una persona y nos sobran todas las demás. Aun peor,
cuanta más gente -¡incluso solícita!- nos rodea y atiende, más anhelamos
la presencia que nos falta, la que no va a volver. Esta soledad, la
verdadera, la más profunda, no la entienden los superficiales.
«¡Anímate, hombre, mujer, ven a la reunión, lo pasaremos bien, conocerás
gente!». Y si respondes que eso es precisamente lo que temes y más te
fastidia, te mirarán con incomprensión. Porque la ausencia nace del amor
seriamente dolorido: no porque falte el amor sino porque falta lo
amado. Y de la ausencia no se sale -¡si es que se sale!- olvidando lo
que se amó, el remedio de los miserables, sino volviendo a amar, es
decir reinventando lo que se ama sin olvidar lo que siempre nos faltará.
La soledad del desamparo es una urgencia real, sobre todo de niños y ancianos,
de los pacientes de pobreza. Cualquier política social digna de ese
calificativo debe tratar de remediarla sin esperar a la compasión de las
divinidades. La soledad de la ausencia es el precio terrible del amor
en el mundo de la finitud: benditos quienes no tengan que pagarlo o lo
paguen y sobrevivan espiritualmente a ese tributo. En cuanto a los que
se sienten solos porque se aburren o no tienen seguidores en las redes
sociales pues… que se jodan.
BLOG ORLANDO TAMBOSI
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