Nietzsche não chegou a conhecer as duas guerras mundiais. Talvez isso o teria feito compreender que a injustiça não é a essência da vida, mas um mal objetivo que pode destrui-la. Rafael Narbona para El Cultural:
El optimismo es una palabra desacreditada, pero necesaria. A veces, cambia de nombre y se presenta bajo la máscara de lo que Nietzsche
llamó "el pesimismo de los fuertes", según el cual hay que amar la vida
y no restarle valor porque soporte la amenaza del dolor y la muerte.
¿Convendría hablar de esperanza en vez de optimismo? La esperanza es un
concepto de mayor densidad, pero está asociada a la escatología, a la
expectativa de un estado que trasciende el mundo físico, una posibilidad
que hoy suscita escepticismo e incredulidad. La noción de verdad ya no
está vinculada a una revelación acontecida en la historia y plasmada en
un libro.
Los
textos canónicos de las distintas tradiciones religiosas ya no se
consideran sagrados, sino relatos con un valor simbólico. El eclipse de
lo sobrenatural parece un hecho irreversible, al menos en Occidente. Por
lo tanto, la esperanza ya no puede basarse en mensajes enviados desde
el cielo, sino que ha de extraer sus argumentos de la tierra. No es una
tarea sencilla, pues la tierra proclama que todo es efímero y frágil. El
devenir acaba reduciendo a polvo todo lo existente. El tiempo es un río
incesante que ahoga a todo el que flota en sus aguas. El pesimismo de
los fuertes no se deja intimidar por ese panorama. Aunque todo viaje
hacia la nada, la vida en sí misma es algo prodigioso, un don que se
debe amar con coraje, sin deplorar sus aristas.
Ernst
Bloch rescató el concepto de esperanza del ámbito de las religiones,
afirmando que la estructura ontológica de la vida presupone siempre la
espera. El ser humano no es algo acabado e inerte: "Vive en tensión
hacia el futuro". En su interior, late un impulso que le empuja hacia la
realización de lo que se halla en un estado de mera posibilidad. No es
una tendencia exclusivamente humana, sino una pulsión cósmica, un
principio ontológico que amplía el horizonte del ser en lugar de
restringirlo. Bloch seculariza el concepto de esperanza, preservando su
dimensión utópica.
Contemplar
el porvenir con esperanza o, si se prefiere, con optimismo, no es un
gesto de inconsciencia, sino el justo reconocimiento del potencial
creativo del cosmos y el hombre. Lo que está por delante nunca es una
tierra baldía, sino un campo fértil que traerá nuevos frutos. No hay que
acobardarse porque las paletadas del enterrador sean las últimas notas
de nuestra existencia. Solo debemos preocuparnos de haber añadido cosas
valiosas a la corriente de la vida. Bloch es un ejemplo del pesimismo de
los fuertes, una actitud que aprecia una dimensión positiva y
fructífera incluso en la muerte.
En el siglo XVII, Spinoza se atrajo el odio de la sinagoga
y de las iglesias cristianas al identificar a Dios con la Naturaleza,
negando la inmortalidad personal. Lo que más irritó de su filosofía no
fue su impugnación de lo trascendente, sino su exaltación de la alegría
desde una perspectiva exclusivamente terrenal. Spinoza afirma que el
sabio no piensa en la muerte. Su mente no pierde un instante con ella,
pues su objetivo es cultivar la alegría, fuente de toda perfección.
¿Qué
entiende Spinoza por alegría? Todo lo que nos mueve a obrar, la
satisfacción de culminar una tarea, la realización de nuestros
proyectos, la actualización de las potencias que albergamos.
Entristecerse porque vamos a morir es una necedad, pues la finitud es
una ley de Naturaleza y esta no hace nada en vano. Solo debe apenarnos
caer en la impotencia, no ser capaces de desarrollar nuestras ideas y
anhelos, no participar activamente en el despliegue de la vida.
Podríamos
decir que Spinoza participa del pesimismo de los fuertes, pues concibe
la existencia como un conjunto de posibilidades infinitas. Obrar
alegremente significa gestionar de forma racional las opciones que están
a nuestro alcance. El sabio lucha por su autonomía, intentando ser
causa de sus actos y no un simple padecer que se deja configurar por
fuerzas externas a su voluntad. El optimismo es un ideal de
emancipación, no una confianza irreflexiva en el azar. Spinoza es una
isla en la historia de la filosofía, una anomalía, pues asume la finitud
sin amargura.
De
hecho, entiende que es una necesidad. Por el contrario, la mayoría de
los filósofos se rebelan contra ella y maldicen poseer una conciencia
racional que les revela su caducidad como individuos. Patalean como
niños contrariados, alegando que algo que no dura ni siquiera es vida.
Solo es una sombra, una ficción, un sueño o quizás la obra de un
demonio. Es lo que opina Schopenhauer,
que a los diecisiete años descubre la vejez, el dolor, la enfermedad y
la muerte, y concluye que "el mundo no podía ser obra de un Ser que todo
lo ama, sino más bien la de un demonio, que había traído a la
existencia a las criaturas para deleitarse con su sufrimiento".
Schopenhauer alardeaba de haber identificado el noúmeno, ese fondo inteligible que Platón situó más allá de los sentidos
y que Kant describió como inaccesible a la razón. Su tesis es que el
noúmeno no es una dimensión espiritual o un límite epistemológico, sino
esa fuerza oscura de la que procede la vida y a la que podemos designar
con el nombre de Voluntad. La Voluntad es un ciego afán de vivir que se
objetiva en la Naturaleza mediante apariencias sucesivas y efímeras.
Carece de finalidad o propósito. Es una compulsión irracional que se
aprecia en todos los seres vivos y que explica la lucha incesante por
sobrevivir y reproducirse.
No
es una lucha incruenta, sino una pugna terrible caracterizada por el
sufrimiento, el conflicto y la insatisfacción. Solo hay una forma de
soportar esta tensión: abolir el deseo, cultivar la ataraxia o
impasibilidad, abrazar el ascetismo, abstenerse del sexo y la
reproducción. Podríamos decir que Schopenhauer incurre en el pesimismo
de los débiles. Sin embargo, ese desánimo no se traduce en indiferencia
hacia el dolor ajeno. Por el contrario, aboga por la compasión y el
respeto a la vida. En un cosmos transido de sufrimiento, la piedad es la
única alternativa ética y racional.
Nietzsche
reconoció en Schopenhauer a un maestro, pero consideró un gravísimo
error responder a la dureza de la existencia con imperturbabilidad y
compasión. Esas dos actitudes le parecieron una herencia del platonismo y
el cristianismo, que denigran el mundo real para exaltar un hipotético
trasmundo. Sacrificar el placer y renunciar a la ambición, compadecerse
de los débiles y practicar el ascetismo, no constituye una virtud, sino
una actitud decadente. El cristianismo y el budismo nacen del odio a la
vida, cuya crudeza interpretan como algo malvado.
En
cambio, Nietzsche opina que no hay nada deleznable en el ser. Hay que
acatar la ley de la Voluntad, obedecer a su impulso ascendente. Todo lo
que es bueno para la vida es absolutamente bueno. ¿Y qué es bueno para
la vida? Todo lo que incrementa el poder, la fuerza, la salud. ¿Y qué es
malo, entonces? Lo débil y enfermizo, lo frágil y decadente, lo plebeyo
y bajo. La moral del hombre superior ordena vivir cada instante como si
fuera a repetirse eternamente, sin lamentar nada de lo acaecido. No hay
que tener miedo a ser injusto. La vida es injusta. La Voluntad siempre
es Voluntad de Poder. Frente al pesimismo decadente de los que protestan
por el mal físico y moral, el pesimismo de los fuertes celebra el
dolor, la injusticia, la guerra. Vivir es pelear sin tregua, avasallar o
ser avasallado, esclavizar o ser esclavizado.
Postular
trasmundos para aplacar la insatisfacción que nos produce el mundo
real, con sus duras leyes y sus terribles depredaciones, es quizás el
pecado más imperdonable. Nietzsche asegura que el optimismo es
superficial y aparece en los períodos de decadencia. Lo descubrimos en Sócrates
y Eurípides, embriagados de razón y convencidos de que todo puede ser
comprendido y esclarecido. El pesimismo de los fuertes se sitúa más allá
del bien y el mal. No intenta comprender. Solo le preocupa la salud, el
poder, la plenitud. Ama la vida y sabe que es absurdo juzgarla desde el
punto de vista de la moral cristiana.
Todos
los que intentan asociar el bien y la justicia a la vida albergan una
profunda hostilidad hacia ella. "La vida es algo esencialmente amoral",
escribe Nietzsche en un breve ensayo que compuso como introducción a la
tercera edición de El nacimiento de la tragedia. Los que no reconocen
este hecho primordial esconden una "voluntad de ocaso". Su negación del
carácter trágico y amoral de la vida nace del resentimiento. En su
interior, bulle "un instinto secreto de aniquilación, un principio de
ruina, de empequeñecimiento, de calumnia". La ataraxia de Schopenhauer
es resignación, complicidad con el fracaso, connivencia con lo débil y
enfermizo.
¿Cómo
soportar entonces la dureza de la vida, la vejez, la enfermedad, la
muerte, esas calamidades que afligieron tanto a Schopenhauer y a otros
filósofos? Transformándolas en materia artística. El mundo solo se
justifica como fenómeno estético. La redención del dolor se alcanza
mediante una síntesis entre lo nocturno y lo solar, lo informe y lo
delimitado, el caos y la armonía. Dicho de otro modo: fundiendo lo
apolíneo y lo dionisíaco, tal como hicieron los grandes trágicos
griegos. El equilibrio siempre emerge de lo orgiástico y terrible. No
será posible en una sociedad democrática, donde se ha invertido la moral
natural, convirtiendo la debilidad en virtud. Nietzsche aboga por la
restauración de los valores de Grecia y Roma, civilizaciones que identificaban la virtud con la salud, la fuerza y la crueldad.
¿Qué
lecciones podemos extraer del pesimismo de los fuertes? Que la vida es
un bien objetivo, que estar en el mundo significa disfrutar de infinitas
posibilidades, que la finitud no es una desgracia, sino una fuente de
renovación, que la libertad es la meta de una existencia verdaderamente
racional, que somos copartícipes del impulso creador del cosmos.
Morimos, sí. Nuestra individualidad se extingue sin remedio, pero de
alguna forma perduramos, pues formamos parte de lo que Spinoza llama
Dios o la Naturaleza, un binomio indistinguible.
No
somos puntos aislados, meras discontinuidades, sino aspectos de una
totalidad que se renueva sin cesar y que sería de otro modo sin nuestra
irrupción en el tiempo y el espacio. Debemos amar incondicionalmente la
vida, pues nos aporta placer, belleza, sabiduría. Decir no a la vida,
solo conduce al nihilismo, como demuestra la recomendación de
Schopenhauer para no multiplicar el dolor. El arte nos ayuda a
transformar y redimir las imperfecciones de la vida. La tragedia de
Prometeo es sobrecogedora, pero sobre el escenario se convierte en un
canto a la libertad.
El
pesimismo de los fuertes de Nietzsche se vuelve estéril cuando elogia
la crueldad y la injusticia como expresiones del poder y la creatividad
de la vida. En La genealogía de la moral, exalta a esas razas nobles,
aristocráticas que experimentan la necesidad de "retornar" a "la
inocencia de los animales de rapiña", dejando tras de sí un rastro de
"asesinatos, incendios, violaciones y torturas", con la satisfacción de
saber que sus estragos servirán de materia a los poetas para elaborar
sus cantos. Nietzsche no llegó a conocer las dos guerras mundiales ni el
temor de un holocausto nuclear. Quizás eso le habría hecho comprender
que la injusticia no es la esencia de la vida, sino un mal objetivo que
puede destruirla.
El
pesimismo de los fuertes excluye cualquier esperanza sobrenatural.
Nietzsche admiraba a Heráclito, pero no reparó en uno de sus aforismos
más proféticos: "Quien no espera lo inesperado, no lo encontrará". Lo
imposible parece incompatible con la razón, pero es necesario, como ya
advirtió Kant. El pesimismo de los fuertes también debería abrirse a lo
inesperado, aceptando que el ser puede expandirse más allá de lo que
somos capaces de imaginar.
BLOG ORLANDO TAMBOSI

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