Uma suposta nova Guerra Fria poderia servir para justificar o crescente controle social e exacerbar um populismo cada vez mais ressentido. Javier Benegas para The Objective:
La guerra en Ucrania
aparentemente ha servido para que lo que llamamos «mundo occidental» se
mire en el espejo. La gran mayoría de nosotros nos hemos sentido
concernidos de una u otra manera por lo que está sucediendo en ese país
que lucha desesperadamente por su independencia y libertad, pero tal vez
nos estemos arrogando un protagonismo que no nos corresponde.
Entiéndase lo que quiero decir. Ciertamente esta guerra tiene consecuencias para la inmensa mayoría de nosotros. Sancionar a Rusia económicamente supone costes que viajan en ambas direcciones. Además, renunciar al gas y al petróleo ruso,
y a otras importantes materias primas, acarrea graves problemas a los
países europeos y en general tensiona la inflación. Por si esto no fuera
suficiente, existe también un riesgo de que la guerra, aunque sea de
forma accidental, se extienda a otros países. Todos estos aspectos hacen
que estemos involucrados, queramos o no.
Sin
embargo, la retórica empleada por nuestros políticos, según la cual
esta es una guerra en la que todos estamos peleando por la libertad, es
falsa. Los únicos que combaten por ella son los ucranianos. De hecho,
los hemos dejado solos. Al principio, porque descontábamos que la
invasión rusa sería poco menos que un paseo militar. Después, cuando la
proverbial ineficiencia del ejército ruso se estrelló contra la
determinación de una Ucrania levantada en armas, recurrimos al argumento
de que cualquier intervención directa podría desencadenar la tercera
guerra mundial, un miedo que Putin ha alimentado
con astucia, sabedor de que una medida como la exclusión aérea haría
impracticable cualquier progresión sobre el terreno de su ejército.
Pero
más allá del riesgo de propagación de la guerra, existen razones de
peso para que la opción de la exclusión aérea sea poco realista,
especialmente si ha de depender únicamente de las capacidades de los
países europeos. Desplegar escuadrones (18 a 24 aviones cada escuadrón)
en las proximidades de Ucrania requiere de una coordinación y un
esfuerzo material extraordinario. Para hacerse una idea, el destacamento
español «Vilkas» en Lituania, compuesto por solo siete cazas
Eurofighter, necesita alrededor de 130 efectivos en tierra y una
cantidad de equipo y material considerable. Cerrar el espacio aéreo en
Ucrania y garantizar la intercepción de la fuerza aérea rusa en todo el
territorio necesitaría el despliegue de al menos seis escuadrones; y
asegurar la superioridad aérea, varios escuadrones más. Trasladar
centenares de aviones con su logística y personal técnico en tierra a
miles de kilómetros de sus bases es muy complicado para Europa si no
cuenta con la participación de EE.UU. Y la realidad es que este país no
quiere abrir un frente en el Este de Europa, por más que se empeñen los
amantes de las conspiraciones. EE.UU. prefiere una política de
contención y desgaste porque su verdadero frente está en el Pacífico.
Pero
estas consideraciones técnicas, que delego a los expertos, son solo la
punta del iceberg. Cuando digo que nuestra identificación con Ucrania es
engañosa, me refiero a que el valor que los ucranianos están
demostrando no tiene en Europa un auténtico reflejo anímico. Lo cierto
es que mirarse en el espejo de Ucrania solo sirve para una cosa:
descubrir la alarmante incapacidad de Europa para luchar.
Los
europeos hemos interiorizado que la guerra es sencillamente un
anacronismo que debemos evitar a cualquier precio. Este pacifismo a
ultranza no solo tiene que ver con los 76 años de paz y prosperidad
transcurridos desde la Segunda Guerra Mundial. Ya hay un cambio en la
generación de la Segunda Guerra Mundial respecto de la anterior de la
Gran Guerra. En la Primera Guerra Mundial, además del sentido del deber,
hay un genuino entusiasmo por combatir porque muchos lo perciben como
una oportunidad para demostrar su valía. Este entusiasmo desaparece en
el segundo gran conflicto, donde la guerra se asume como una fatalidad
que hay que afrontar con resignación.
Según
las crónicas, la Primera Guerra Mundial tuvo un componente musical, en
el sentido de que los soldados marchaban al frente animados por
canciones cuyas letras inflamaban los corazones. En la Segunda Guerra
Mundial este aspecto desaparece. Se marcha al frente sin nada que
cantar. El entusiasmo de 1914 da paso al estoico «aquí se viene a
morir». No obstante, todavía prevalece un hosco sentido del deber. Hoy,
sin embargo, ese sentido del deber también ha desaparecido. Y aunque es
cierto que la invasión de Ucrania hace que de nuevo la palabra
«libertad» brote con fuerza de muchas gargantas, la pregunta que hay que
formularse es cuántos de quienes la pronuncian estarían realmente
dispuestos a arriesgar su vida por ella. Y la respuesta es que, quien
más, quien menos, se da por sentado que otros la defenderán en nuestro
nombre.
Según
Milan Kundera, la guerra y la cultura son los dos polos de Europa, su
cielo y su infierno, su gloria y su vergüenza, pero no es posible
separarlos. Cuando se acaba uno se acaba el otro porque uno no puede
acabar sin el otro. Y que el hecho de que en Europa no haya guerras
desde hace tantos años tiene alguna misteriosa relación con que no
aparezca ningún Picasso. Tal vez esto explique por qué los europeos nos
hacemos selfies emocionales con una guerra en la que realmente no
participamos ni queremos hacerlo, pero de la que, paradójicamente, nos
sentimos protagonistas porque la interpretamos como una oportunidad para
recuperar impulso moral. Ciertamente, aunque el sacrificio de los
ucranianos sea intransferible, puede parecer que esta guerra proporciona
a Europa la oportunidad de reafirmar viejos valores, pero personalmente
no soy demasiado optimista. Temo que la invasión rusa, lejos de animar
algún tipo de transformación profunda en nuestro mundo, acabe sirviendo
para que los gobernantes tapen sus errores y acrecienten su dominio
sobre nuestras sociedades.
Evidentemente,
los Gobiernos europeos tendrán que rectificar determinadas políticas
por la fuerza de los hechos, como el insuficiente gasto en defensa, la
temeraria dependencia del gas ruso o la imposición de una transición
energética que ya antes de la invasión se estaba demostrando
contraproducente y desastrosa. Pero todas estas rectificaciones son
rectificaciones forzosas, y se están justificando por las
circunstancias, sin reconocer ningún error y mucho menos pedir perdón.
Más allá de estos cambios obligados no se observa un verdadero propósito
de enmienda. Al contrario, una supuesta nueva Guerra Fría podría servir
para justificar el creciente control social, cuya consecuencia adversa,
además de la profundización en la decadencia democrática, consiste en
exacerbar un populismo cada vez más resentido e inasequible a la razón.
BLOG ORLANDO TAMBOSI
Nenhum comentário:
Postar um comentário