O filósofo nacionalista proporciona ao presidente russo Vladimir Putin a plataforma doutrinária paraa o soberanismo imperial atualmente imperante nas relações de Moscou com os vizinhos. Antonio Florza para o El País:
El 4 de febrero, con el cierre de un acuerdo de gran trascendencia, el encuentro entre Vladímir Putin y Xi Jinping marcó el comienzo de un nuevo orden internacional. La divulgación de la buena nueva corrió inmediatamente a cargo del filósofo nacionalista ruso Alexander Dugin,
que anunció al día siguiente el hundimiento del “liberalismo global y
de la hegemonía occidental”, vencidos por el bloque emergente del “gran
espacio chino y del proyecto euroasiático”, en la actual “guerra de
civilizaciones”.
La
apariencia del acuerdo entre Putin y Xi es pluralista, ya que invoca el
principio de “multipolaridad”, la diversidad de focos de poder a escala
mundial frente al “unipolarismo” de la hegemonía norteamericana, pero
en realidad la alianza chino-rusa configura un nuevo centro de poder
mundial, surgido precisamente para enfrentarse al caduco hegemon,
Estados Unidos. Encarna una nueva bipolaridad, tanto por el apoyo mutuo a
las respectivas orientaciones expansionistas (Taiwán, implícitamente
Ucrania) como por diseñar una alianza estratégica entre la Unión
Económica Euroasiática, propugnada por Putin, y la iniciativa de la
Nueva Ruta de la Seda, proyectada a escala global, de Xi. Del enlace de
las dos autocracias saldría nada menos, dicen Putin y Xi, que el
establecimiento de la democracia, eso sí, con los rasgos propios de cada
nación.
Aparentemente,
el fundamento de la estrategia de Putin sería el arsenal ideológico que
culmina con el interminable giro sobre sí mismo de la obra de Alexander
Dugin. En el límite, ambos convergen: Putin se alimenta de Dugin y
luego este dota de argumento a las propuestas de Putin.
El
concepto central para Dugin es hoy el de mundo multipolar, encargado de
enfrentarse con “la hegemonía espiritual de Occidente”, desechando la
democracia, el liberalismo, el parlamentarismo, los derechos humanos, el
individualismo. Pero no todo Estado puede, desde su soberanía, afrontar
el reto. Llega el truco: serán necesarias coaliciones de Estados y,
respecto del país aislado, “un polo debe estar situado en otro lugar”.
Los centros estratégicos desde los cuales construir el mundo multipolar
son las civilizaciones, situadas entre ellas en diálogo o conflicto
(guerra).
La
consideración de la OTAN como antirrusa nos trae a lo concreto.
Asentada sobre su identidad, Rusia es portadora de una civilización,
capaz de ejercer su soberanía y de proyectarse sobre Eurasia (de ahí la
atracción de Putin sobre Salvini y Le Pen, soberanistas europeos).
Cierra el círculo la superioridad moral sobre Occidente, fruto de sus
tradiciones religiosas.
La
construcción doctrinal de Alexander Dugin proporciona la envoltura a
Putin. En su libro pionero, Rusia. El misterio de Eurasia, deudor de Lev
Gumilev y teñido de una mística turánica próxima al turco Erdogan —el
turanismo nació en Turquía—, diseña el marco geopolítico de la grandeza
de la Santa Rusia, hábil cortina del actual imperialismo. Y signo de la
“asiaticidad” que esgrimió Stalin contra el europeísmo de Lenin. Más
tarde trazará la visión histórica, partiendo de la Rusia de Kiev (útil
para el presente), hasta la expansión de los zares, impregnada de los
valores tradicionales de ese “pueblo ruso, pueblo ortodoxo”, que tras la
contradictoria fase comunista, puede consumarse con Putin. Lo esperaba
desde 1990, con acentos de Carl Schmitt: la élite espiritual, tras
acabar con la Bestia Roja, rehará al país “al borde del abismo”. En ese
momento, la influencia central será el neofascista Julius Evola, al que
luego sustituirá la reacción mejor amueblada del filósofo francés Alain de Benoist. Siempre extrema derecha y nacionalismo radical, soberanismo. Hasta acabar en Heidegger.
Dos
hombres próximos a Gorbachov acuñaron las bases de Dugin. El reformista
Ambarzumov introdujo el concepto de “el extranjero próximo”, el entorno
independiente al disolverse la URSS, sobre el cual Rusia debería
conservar la tutela. Más que ideas, en Transnistria para Moldavia y en
Abjacia para Georgia. Y sobre todo el expremier Yevgueni Primakov, cuya
estatua se erige hoy frente al Ministerio de Asuntos Exteriores en
Moscú, creador del concepto de “multipolaridad”. Serviría de antídoto
frente a la unipolaridad, el monopolio de poder americano a escala
mundial. Lo esgrimirá Putin en su discurso de ruptura de 2007,
pronunciado en la Conferencia de Seguridad de Múnich, apoyándose
entonces en la emergencia económica de países exteriores a Estados
Unidos. Ahora, sobre esa plataforma, elabora su proyecto de poder.
Tales ideas, reunidas en un patchwork por Dugin, son la vestimenta de un ideario de trazos más simples. Vladímir Putin, oficial de la KGB en Alemania,
ve el fin de la URSS como una catástrofe, y dedicará su vida política,
desde su acceso al poder en 2000, a repararlo. Con prudencia y
determinación. Primero, reconquista Chechenia, sin retar al enemigo que
es siempre el binomio USA-OTAN. Desde el discurso-manifiesto de 2007,
aun proclamando que solo la ONU puede autorizar el uso de la fuerza
entre Estados, emprende acciones de recuperación territorial, en
Georgia, primero, luego la costa de Ucrania. Exhibe su oposición, no
solo al poder, sino a los valores occidentales, y cada vez más se centra
en la grandeza histórica de Rusia. La revisión del estalinismo, posible
desde 1991, con la apertura parcial de los archivos, será anulada paso a
paso, hasta que sea prohibida la emblemática Asociación Memorial, que
desde su fundación por Andréi Sájarov en 1989 se había entregado a ello.
No
se trata de restaurar formalmente la URSS, sino de constituir a Rusia
como centro político, cultural y militar de los países desgajados. Con
miras a su agregación. Las intervenciones militares en Bielorrusia y
Kazajistán prueban su utilidad para los tiranos locales. Por eso es
Lukashenko quien nos informa sobre el objetivo actual de Putin: la Unión
de Estados, con Bielorrusia y Ucrania, integrando sus instituciones en
las rusas. Sabemos que para Putin la condición rusa de Ucrania es
irrenunciable. En un círculo sucesivo de tutela, los países del Tratado
de Seguridad Colectiva (CSTO), encabezados por Kazajistán y Armenia,
domesticada esta tras experimentar en la guerra de Nagorno Karabaj el
coste del europeísmo de su presiente, al perder la protección rusa.
Putin lo explicó con la fábula del oso imperante en la taiga siberiana,
quien nunca permitirá que otro entre en su territorio.
El
repliegue sobre los supuestos valores tradicionales, en fin, no es nada
nuevo en la historia rusa. El fogonazo de un reformismo de raíz
ilustrada fue lógicamente sofocado, no solo por los zares, sino por una
aristocracia asentada sobre el trabajo de los siervos. Al crítico
ilustrado Radishchev le sucedió con éxito el historiador Karamzín,
inspirador de una visión de Rusia donde la desgracia del pueblo se ve
compensada por su grandeza espiritual. Antieuropeísmo, que llegará desde
Rusia y Europa, de Danilevski a Solyenitsin al afirmar que ningún ruso
debiera confiar en Occidente. En las óperas del populista Mussorgski, el
arcaísmo de los “viejos creyentes” —presentes en Dugin— es ensalzado
frente a los malvados jesuitas latinos. El nuevo fogonazo de 1990 fue
sofocado por el desplome económico. Vuelta al pasado. Una encuesta
fiable de 1994 daba un 80% favorable a la resurrección de la URSS, al
orgullo de ser ruso y al regreso a valores y tradiciones propias. Frente
al parlamentarismo, un 63% prefería un poder fuerte, personalizado. Lo
tienen.
BLOG ORLANDO TAMBOSI
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