Artigo de Josu de Miguel Bárcena, publicado por Crônica Global:
Nos
dice Starobinski, uno de los últimos grandes divulgadores europeos, que
“la gloria de Montesquieu quedó congelada demasiado pronto en el mármol
de los bustos y el metal de las medallas: sustancias pulidas, duras,
incorruptibles. La posterioridad lo ha visto injustamente de perfil,
sonriendo con todos los pliegues de su toga y su rostro, con una sonrisa
cincelada en el mineral. Pero ya no se perciben las irregularidades de
su fisonomía, porque ha tomado la distancia de un clásico amable”. Y si
es un clásico, puede añadirse, es porque en gran medida fue capaz de
vislumbrar el mundo en el que queremos vivir: un mundo con pretensiones de libertad irónica,
de repúblicas democráticas que aspiran a federarse para consolidar la
paz y donde los gobiernos tratan de mantener cuentas y deudas
equilibradas.
Montesquieu
fue un aristócrata con posibles de Burdeos, poseedor de viñedos,
heredero intelectual de Montaigne y miembro de uno de aquellos
parlamentos franceses que no solo servían para impartir justicia, sino
para controlar y boicotear --cuando convenía-- las medidas
modernizadoras de los monarcas que querían ejercer el despotismo
ilustrado. Aunque pocos lo sepan, la Revolución Francesa fue también un
acontecimiento guiado por abogados de provincias que no podían formar
parte de los parlamentos judiciales porque sus cargos se heredaban y se
vendían. Miembro de la academia de Burdeos, Montesquieu fue, en cierta
medida, el creador de una ciencia de la política comparada que trató de
buscar principios constitucionales comunes al devenir humano: los padres
fundadores de Estados Unidos tomaron buena nota.
Los
lectores españoles están de enhorabuena. La editorial Página Indómita
que conduce Roberto Ramos acaba de publicar el libro XI del Espíritu de
las leyes en el que se desarrolla su famosa teoría sobre la separación
de poderes. Un poco más de tiempo tiene Consideraciones sobre las causas
de la Grandeza y la Decadencia de los Romanos, editado por Tecnos en la
colección Clásicos del Pensamiento que dirige Eloy García. Este último
libro tiene, además, un excelente estudio introductorio de Judith
Shklar, autora liberal de origen hebreo y ruso que, de no haber
fallecido tan tempranamente, seguramente habría tomado el testigo --en cuanto prestancia y talla intelectual-- de Hannah Arendt.
Lo cierto es que la ampliación del catálogo libresco liberal en nuestro
país siempre es una buena noticia, dado el predominio de la teoría
crítica en gran parte de la clase universitaria.
Si
digo todo esto es porque se suele citar mucho y leer poco al Barón
bordelés. Cada tanto nos acordamos de su separación de poderes para
criticar con razón la actitud partidista que intenta politizar la
justicia. Lo cierto es que, en el Estado constitucional de la segunda
posguerra, la separación de poderes es más un ideal regulativo que una
plasmación práctica: el ejecutivo legisla, el legislador controla y los
jueces son mucho más que la mera “boca que pronuncia la ley”. A pesar de
ello, queda de aquella interpretación de la vieja Constitución mixta,
traída a las exigencias de la sociedad moderna, un principio secular del
que ningún poder puede desentenderse sin riesgo de caer en la tiranía:
las instituciones deben cumplir sus funciones dentro de los límites
constitucionales y siguiendo un espíritu que se concreta en una cultura
política compartida.
La
cultura política es un asunto de especial relevancia en casi todos los
libros de Montesquieu. El estudio de las Constituciones le permite
concluir que el más alto grado de legitimidad de las formas de gobierno
se produce en su origen. En el curso de la historia, el cambio se hace
por lo común según la mala pendiente porque excepción hecha de los
ingleses no podemos permanecer fieles a los principios, las leyes y el
espíritu enunciados en el comienzo constituyente. Por doquier, estos
días leemos y escuchamos que nuestras sociedades se encuentran en declive:
sin embargo, el pensador francés observaba, tras analizar las
consecuencias de las políticas imperiales y la extensión de la
ciudadanía en la Roma republicana, que ninguna decadencia es inevitable,
más cuando se vive en un entorno democrático de toma de decisiones
perfectibles y revisables.
Así
las cosas, Montesquieu parece una buena brújula para guiarnos a través
de nuestro aparente ocaso. Podemos elucubrar sobre las razones
superficiales o dejar para otra ocasión la prognosis de fondo de nuestra
decadencia. Me arriesgo a lanzar una hipótesis: en España hemos
abandonado el molde liberal. Algunos solo creen en el individualismo
económico, otros niegan cualquier virtualidad a la autonomía privada. Lo
importante de esta hipótesis es que, sin ese molde, común a toda
tradición política democrática, es imposible sostener el edificio
constitucional. Juzgar lo que ha ocurrido en nuestro país estos últimos
veinte años pasa por reconocer honestamente que hemos arrumbado el Estado de Derecho y banalizado la libertad,
los dos pilares de un liberalismo político que no corresponde postular a
tal o cual partido, sino al conjunto del arco parlamentario.
BLOG ORLANDO TAMBOSI
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