As visões opostas - e às vezes complementares - de Kelsen e Schmitt resumem as tensões que sofremos na modernidade desde a Revolução Francesa. Andreu Jaume para a Crônica Global:
“La
identidad constitucional (y no la identidad en la Constitución) debería
ser una de las cuestiones que más preocupara a los pensadores
contemporáneos, no sólo en lo referente a la construcción del espacio
político europeo, sino a la innovación de mecanismos para defender la democracia como método y filosofía de vida en común del tiempo convulso que nos ha tocado vivir”.
Es
esta una de las conclusiones a las que llegan Josu de Miguel Bárcena y
Javier Tajadura Tejada en su libro Kelsen versus Schmitt. Política y
derecho en la crisis del constitucionalismo, un ensayo deslumbrante, muy
bien escrito --su prosa precisa y bien articulada no tiene nada que ver
con la tradicional aridez de los trabajos jurídicos-- y capaz de
relacionar la obra de dos clásicos del derecho público con la cultura de
su tiempo.
Este
año se celebra el centenario de la Constitución de Weimar y es por ello
un buen momento para volver la mirada al periodo de entreguerras y
tratar de aprovechar las lecciones de entonces para afrontar los
tremendos desafíos de la Europa
del siglo XXI. En este sentido, es muy oportuna la propuesta de Bárcena
y Tajadura Tejada de analizar con detalle el legado de Kelsen y Schmitt
y vincularlo con algunos extremos de nuestra actual problemática
política.
Hans
Kelsen (1881-1973) fue un jurista austríaco judío, profesor en la
Universidad de Viena, a quien en 1919 el canciller Karl Renner le
encargó la redacción de una Constitución que se terminaría en 1920 y que
configuraba un Estado de organización federal y una República
parlamentaria. En 1921, Kelsen fue nombrado además magistrado del nuevo
Tribunal Constitucional. Tanto el texto constitucional de Kelsen como su
idea de un tribunal negativo que debía velar por el cumplimiento de la
Constitución han sido luego modelos para la creación de prácticamente
todos los Estados de Derecho surgidos tras la segunda guerra mundial en
Europa.
Para
Kelsen, la unidad de la pluralidad de individuos que forman un Estado
la constituye, más allá de la raza, la religión, el idioma o la historia
(recuérdese lo que era Austria en aquella época) sólo una cosa: el
orden jurídico. Kelsen participó en aquellos años en todos los debates
que se vivieron no sólo en Austria sino también en la convulsa República
de Weimar. Al mismo tiempo que crecía su prestigio, aumentaba también
el número de sus enemigos.
Como
juez constitucional, rechazó el principio católico de imposibilidad de
disolución del matrimonio y empezó por ello a ser víctima de ataques y
difamaciones. Finalmente, en 1930 fue depuesto como magistrado del
Constitucional y decidió irse, para escándalo de buena parte de la
sociedad vienesa, a Colonia, donde se ocupó de la Cátedra de Derecho
Internacional hasta que fue expulsado por los nazis en 1933.
Vivió
luego en Ginebra y finalmente se instaló en Berkeley, donde acabó
siendo Catedrático de Derecho Internacional, sin dejar nunca de escribir
y defender su teoría del Estado. Emociona comprobar cómo alguien
persuadido de sus ideas y al mismo tiempo discriminado, perseguido y
desterrado por ellas, perseveraba allá donde podía tratando de divulgar
su proyecto de un orden jurídico que garantizara la igualdad de derechos
y libertades. Fue también el caso de su discípulo Hersch Lauterpacht,
que participó en los procesos de Núremberg contra los nazis, convencido
de la necesidad de crear un derecho penal internacional que estuviera
por encima de la razón de Estado, una filosofía muy cercana a la que
había inspirado a su maestro la idea de los tribunales constitucionales.
Por
su parte, Carl Schmitt (1888-1985) pertenece a la órbita de
intelectuales conservadores –pudo ser el modelo de Naphta en La montaña
mágica de Thomas Mann– que acabaron al servicio del nazismo,
como fue también el caso de Heidegger o el de su amigo Ernst Jünger.
Jurista y polemista brillante, fue en muchas cuestiones el oponente de
Kelsen, ya que se mostró siempre muy crítico con el parlamentarismo y
con el concepto de Tribunal Constitucional.
Schmitt
participó de manera activa y decisiva en los vaivenes de la República
de Weimar y en 1933 ingresó en el Partido Nacionalsocialista, lo que le
permitió ser catedrático de derecho en la Universidad de Berlín hasta
1945, cuando fue apartado de la docencia, detenido e interrogado en
Núremberg. Durante el periodo nazi había sufrido las purgas y las
intrigas de los jerarcas, suspicaces ante su conversión al
nacionalsocialismo, aunque fue protegido hasta el final por Göring. A
partir de 1950, vivió retirado en su Plettenberg natal, disfrutando de
un prestigio clandestino.
Las
visiones opuestas y a veces complementarias de Kelsen y Schmitt resumen
las tensiones que venimos sufriendo en la modernidad al menos desde la
Revolución Francesa, cuando se liquidó el orden teocéntrico en el que
habían vivido secularmente nuestras sociedades y se desató la revolución
que todavía retumba en nuestro presente. Si Kelsen se preocupó por
estudiar y fundamentar la norma, con especial preocupación por la
protección del individuo, Schmitt se dedicó sobre todo a explorar el
problema de la excepción, con especial atención a lo abstracto.
Kelsen
es un neokantiano convencido de que los hombres pueden organizarse,
reconocerse derechos y crear instituciones laicas que velen por sus
libertades, mientras que Schmitt –al igual que Heidegger en filosofía–
trata de superar a Kant –al sujeto– y volver a concepciones absolutas,
en su caso del Ser político, representado por el Soberano que es “quien
decide sobre el estado de excepción”, una figura secularizada a partir
de conceptos divinos --y en parte modelada sobre la idea de
infalibilidad papal-- y que puede identificarse con el monarca o con das
Volk, el pueblo.
De
esa conjunción siniestra surgió la adhesión espiritual y jurídica a
Hitler, que se concretó en el Decreto del incendio del Reichstag y en la
Ley Habilitante de 1933, en virtud de los cuales Alemania se convirtió
en una dictadura al quedar suspendida la Constitución de Weimar. Es
sorprendente por ello cómo algunas ideas de Schmitt han acabado
nutriendo algunos postulados populistas y de extrema izquierda, como el
decisionismo que pretende desafiar al parlamento o la democracia
aclamativa que intenta sustituir a la democracia representativa. En
este sentido, Bárcena y Tajadura Tejada apuntan lo siguiente:
“En
el caso español, además, un producto del marketing del populismo
territorial (el “derecho a decidir”) suele ser calificado como
decisionista teniendo en cuenta los parámetros conceptuales de Schmitt.
Como foto fija para definir un estilo de acción política –también
aplicable al Brexit– puede funcionar, pues parece poner el foco en la
decisión refrendaria de un sujeto soberano y no en la deliberación
parlamentaria. Sin embargo, si se contextualiza en las ideas de Schmitt,
que buscaba reforzar jurídicamente el Estado para resistir la
revolución, la comparación parece perder enteros.
Quizá
con la siguiente afirmación, un tanto arriesgada y contingente, las
cosas se entiendan mejor: comparando la decisión del Presidente Nicolás
Maduro de convocar la asamblea constituyente originaria de acuerdo al
artículo 347 de la Constitución de Venezuela, con el golpe al Estado de
Derecho perpetrado por el independentismo catalán en diferentes momentos
de los meses de septiembre y octubre de 2017, diríamos que es probable
que Schmitt hoy se sentiría más cómodamente instalado en Caracas que en
Barcelona”.
Y
en este otro párrafo, los autores resumen brillantemente uno de los
extremos de la discusión filosófica europea que tuvo lugar en el siglo
XX y que tendría en el otro lado no sólo a Kelsen, sino también a Simone
Weil, Hannah Arendt o a Karl Jaspers:
“La
decisión implica para Schmitt, como la lucha para Jünger y la
resolución en Heidegger, la idea de un tiempo histórico que se reduce a
cero y el hombre puede recuperar la responsabilidad de sus actos. Desde
esta lógica existencialista, los valores son considerados una tiranía,
en la medida en que tratarían de disciplinar moralmente no solo a la
sociedad, sino el transcurso de la historia como productora de
acontecimientos: el decisor puede y debe ser interpretado como un ‘yo
productor del mundo’.”
Impresiona
constatar hasta qué punto ese debate vuelve a ser el nuestro, en un
mundo en el que de nuevo la democracia representativa se enfrenta al
populismo pero con unas transformaciones sociales y tecnológicas que
hacen imposible aventurar cuál puede ser el resultado. A pesar de sus
imperdonables errores políticos, es verdad que el pensamiento de Schmitt
–como el de Heidegger en filosofía– sigue siendo útil y formula
interrogantes que Kelsen no supo resolver y a los que hay que seguir
estando atentos.
En
cualquier caso, la lección que se desprende de este imprescindible
ensayo de Josu de Miguel Bárcena y de Javier Tajadura Tajada estriba
sobre todo en la necesidad asumir con responsabilidad la herencia del
siglo XX, dando a conocer, más allá de los límites de la Academia, la
obra de los principales pensadores que estuvieron en el centro de la
vorágine. En una entrada de su diario que se recoge en el libro, Robert
Musil apuntaba, en la época en que Kelsen tuvo que dejar Viena y emigrar
a Colonia, que “es preciso crear en Austria una asociación contra la
expansión de la estupidez”. Hoy en día esa asociación debería crearse ya
a nivel planetario, en primer lugar para defender y repensar los
fundamentos de nuestra pólis.
BLOG ORLANDO TAMBOSI
Nenhum comentário:
Postar um comentário