O escritor e ensaísta chileno Mauricio Rojas analisa a mais recente obra do cdlebrado Michael Sandel, que é um ataque frontal à ideia de meritocracia (via Instituto Cato):
La
idea del mérito, del esfuerzo que potencia nuestras capacidades, como
fundamento de una sociedad justa constituye la piedra angular del
discurso político imperante en las sociedades abiertas y democráticas.
Su opuesto es el privilegio, la ventaja no ganada sino heredada, la cuna
como determinante clave de nuestro destino, la cancha dispareja que
brinda generosas posibilidades a los afortunados en la lotería del
nacimiento y frustra las de tantos otros. En consecuencia, la tarea
política central ha sido definida como la construcción de una sociedad
que promueva la igualdad de oportunidades, es decir, condiciones que les
permitan a todos realizar los talentos que cada uno trajo al mundo. Ese
es el ideal meritocrático contra el que Michael Sandel, prolífico autor
y académico de la Universidad de Harvard, descarga una cerrada crítica
en una obra de gran impacto: La tiranía del mérito (2020). A su juicio,
la meritocracia no solo promueve desigualdades intolerables, sino
también actitudes que atentan contra el bien común y la cohesión social.
Su resultado sería “una mezcla tóxica de soberbia y resentimiento”,
como aquella que según Sandel habría creado las condiciones para la
revuelta populista que llevó a Donald Trump al poder el año 2016. Se
trata, en suma, de un desafío mayor a la idea central del amplio
consenso político que por largo tiempo ha imperado en las democracias
avanzadas.
La tiranía del mérito
El
libro de Michael Sandel es la más destacada de una larga serie de obras
antimeritocráticas recientes, con títulos tan llamativos como Contra la
meritocracia de Jo Littler (2018), La trampa de la meritocracia de
Daniel Markovits (2019) o El culto de la inteligencia de Fredrik deBoer
(2020). Su fuente de inspiración en una obra publicada ya en 1958, El
auge de la meritocracia (The Rise of the Meritocracy) del sociólogo y
emprendedor social británico Michael Young. En ella se critica, bajo la
forma de una sátira futurista, el ideal meritocrático y se pronostica,
para el año 2034, una gran revuelta populista que remecería los
cimientos del orden basado en el mérito.
La
premisa del libro de Sandel es que la revuelta contra el mérito
profetizada por Young ya tuvo lugar, con casi dos décadas de
anterioridad a la fecha anunciada: “Esa revuelta llegó en 2016,
dieciocho años antes de lo previsto, cuando Gran Bretaña votó a favor
del Brexit y Estados Unidos eligió a Donald Trump” (p. 155; cito de la
edición de Debate pero he corregido la traducción comparando con The
Tyranny of Merit, Allan Lane 2020).
Esta
rebelión populista sería la consecuencia última de un desarrollo
iniciado en los años 80 del siglo pasado, cuando la “globalización
neoliberal” impulsada por el mercado desencadena una ola inédita de
desigualdades: “la elección de Donald Trump en 2016 fue una airada
condena a décadas de desigualdad en aumento y a una versión de la
globalización que beneficia a quienes están en la cima pero deja a los
ciudadanos comunes sumidos en un sentimiento de impotencia” (p. 27).
La
consecuencia de este proceso no es solo económica, sino que, además, ha
resquebrajado tanto las identidades como las lealtades nacionales. En
vez de sentir que viajaban en la misma embarcación con el resto de la
población de sus respectivos países, los ganadores de la globalización
han desarrollado una identidad cosmopolita y abandonado a su destino a
sus compatriotas, que han visto deteriorarse sus condiciones relativas
de vida bajo el impacto de la desindustrialización, las
deslocalizaciones, la competencia de los productos importados y un gran
flujo migratorio. Ello ha generado una doble presión, tanto externa como
interna, sobre las clases medias tradicionales de las sociedades
desarrolladas, privilegiando a los sectores más talentosos, educados y
globalmente competitivos de la fuerza laboral y castigando al resto.
Políticamente,
tanto derechas como izquierdas habrían validado esta lógica
meritocrática del mercado que premia a los más talentosos, poniendo
énfasis en la igualdad de oportunidades a fin de que todos puedan
realizar sus habilidades y en la creación de mejores condiciones para
ser globalmente competitivos. La respuesta a la desigualdad creciente no
ha sido un cuestionamiento de la desigualdad en sí misma, sino una
apuesta por la movilidad social o “la retórica del ascenso social”, como
Sandel la llama. Esa sería la fe imperante en nuestros tiempos:
“Conforme
a esa fe, los partidos tradicionales y sus políticos han respondido a
la creciente desigualdad invocando la necesidad de aplicar una mayor
igualdad de oportunidades: recapacitando a los trabajadores cuyos
empleos han desaparecido debido a la globalización y la tecnología;
mejorando el acceso a la educación superior y eliminando las barreras
raciales, étnicas y de género. Esta retórica de las oportunidades la
resume el conocido lema según el cual quienes trabajan duro y cumplen
las normas deben poder ascender 'tan lejos como sus talentos los
lleven'” (pp. 34-35).
El
problema, según Sandel, es que nada de esto altera el hecho esencial
que debe ser cuestionado si es que de verdad se quiere contrarrestar la
creciente desigualdad basada en el mérito: la lógica del mercado para
asignarle valor y, por ende, retribuir las diversas prestaciones
humanas. Pero el autor plantea que la amenaza meritocrática va mucho más
allá del tema distributivo y afecta, tal como Michael Young lo subrayó
repetidamente en su obra de 1958, la autoestima de las personas,
fomentando la soberbia egoísta de unos y la autohumillación resentida de
otros:
“El
énfasis incesante en la creación de una meritocracia imparcial, en la
que las posiciones sociales reflejen el esfuerzo y el talento, tiene un
efecto corrosivo sobre el modo en que interpretamos nuestro éxito (o la
ausencia de este). La idea de que el sistema premia el talento y el
trabajo anima a los ganadores a considerar que su éxito ha sido obra
suya, un indicador de su virtud, y a mirar con displicencia a quienes no
han sido tan afortunados como ellos. La soberbia meritocrática refleja
la tendencia de los ganadores a henchirse con su propio éxito, olvidando
lo mucho que en su camino les han ayudado la suerte y la buena fortuna.
Se trata de la convicción engreída de quienes llegan a la cima de que
ellos se merecen su destino y de que quienes están abajo también se lo
merecen” (p. 37).
Es
por esto que, a su juicio, “la convicción meritocrática de que las
personas merecen la riqueza con la que el mercado premia sus talentos
hace de la solidaridad un proyecto imposible” (p. 292), fomentando y
justificando moralmente el egoísmo sin límites de las élites
meritocráticas.
Sin
embargo, el impacto psicológico sería aún más nocivo para los
perdedores, ya que “combina el resentimiento hacia los ganadores con una
inquietante duda sobre sí mismos: tal vez los ricos sean ricos porque
ellos son más meritorios que los pobres; quizá los perdedores sean,
después de todo, cómplices de su propio infortunio” (p. 38). Esta mezcla
de resentimiento y humillación, de la displicencia y el egoísmo de las
élites con una autoestima herida de las clases subalternas, conformaría,
a juicio de Sandel, “el corazón de la reacción populista y la victoria
de Trump” (p. 39).
Las
soluciones que Sandel propone al desafío meritocrático son, en lo
fundamental, dos. La primera es instaurar un sistema de sorteo, una
lotería, para decidir, entre los postulantes que estén cualificados para
ello, quienes ingresarán a las universidades de élite. De esa manera se
podría, al menos, “desinflar” o morigerar la soberbia del mérito,
recordándoles a los exitosos el factor suerte que se oculta tras el
mérito: la gran lotería del nacimiento y de los genes.
La
segunda solución es mucho más radical y consiste en relanzar la
propuesta igualitaria del “Movimiento Populista” que Michael Young
reseñó en su novela, la que persigue el reconocimiento de la igual
dignidad de todo trabajo que realice un aporte al bien común. Se trata
de crear “una agenda política centrada en la dignidad del trabajo y en
la necesidad de cuestionar los resultados del mercado para afirmar
aquella”, nos dice Sandel (p. 275). De esa manera, se podrían revertir
“cuatro décadas de fe en el mercado y de soberbia meritocrática”,
creando una “justicia contributiva”, es decir, aquella que brinda “una
oportunidad de ganarse el reconocimiento social y la estima que
acompañan el hecho de producir lo que otros necesitan y valoran” (p.
265).
Para
hacer realidad esta agenda sería necesario, según Sandel, suscitar un
debate público sobre lo que debe considerarse “una contribución valiosa
al bien común”, así como “sobre qué roles económicos son dignos de honra
y reconocimiento” (p. 284), a fin de establecer una política
redistributiva basada en fuertes impuestos “al consumo, la riqueza y las
transacciones financieras” (p. 218) que sea capaz de corregir los
resultados del mercado, alineándolos con el verdadero valor de los
aportes que cada uno hace al bienestar de todos. Se trata de “una agenda
política con la que se reconozca la dignidad del trabajo”, que “debería
utilizar el sistema fiscal para reconfigurar la economía de la estima,
desalentando la especulación y mostrando respeto por el trabajo
productivo” (pp. 280-281). Así, se podría restablecer el sentido de
comunidad erosionado por la “globalización neoliberal” y “recomponer los
vínculos sociales que la era del mérito rompió” (p. 285).
Estas
son las ideas centrales de una obra que, más allá de ser bastante
repetitiva, nos ofrece interesantes pasajes sobre los temas que Sandel,
como filósofo político, realmente domina.
Populismo y meritocracia
Como
hemos visto, el eje dramatúrgico de La tiranía del mérito y lo que le
da su actualidad política es la supuesta conexión entre los agravios del
orden meritocrático y la revuelta populista encabezada por Donald
Trump. Según esta tesis, la victoria del candidato republicano en 2016
se debería a su capacidad de captar y articular hábilmente el
resentimiento antimeritocrático de los perdedores de la globalización.
Sin embargo, un análisis más cuidadoso del fenómeno Trump nos muestra
algo bastante distinto a lo que Sandel plantea: ni su discurso fue
antimeritocrático ni sus votantes se rebelaron contra “la tiranía del
mérito”.
Poca
duda cabe acerca del cariz antielitista y crítico de lo que Sandel
denomina “globalización neoliberal” del mensaje de Donald Trump. Tampoco
se puede dudar de la rabia acumulada que lo encumbró a la presidencia
de los Estados Unidos. Sin embargo, derivar de ello un rechazo a la idea
del mérito como fundamento de un orden social justo, es decir, basado
en el talento y el esfuerzo de las personas, carece de todo sustento. Lo
que Trump reiteradamente planteó es justamente lo contrario, a saber,
que la globalización, tal como se ha desarrollado con la complicidad de
las élites políticas y económicas, ha creado condiciones injustas para
los trabajadores estadounidenses, privándolos inmerecidamente de sus
fuentes de trabajo y exponiéndolos a la competencia desleal de los
productos importados y de una inmigración descontrolada. “The system is
rigged”, “el sistema está manipulado”, repetía Trump insistentemente
durante su campaña de 2016 y acusaba a “Washington” (la élite política) y
“Wall Street” (la élite económica) de ser los causantes de esta
manipulación dirigida contra la gente de esfuerzo de su país. En suma,
no sería la falta de mérito lo que habría condenado a tantos
trabajadores estadounidenses a su triste destino, sino una cancha
dispareja que tramposamente los habría puesto en desventaja frente a sus
competidores.
En
uno de los discursos centrales de la campaña del año 2016 (Monessen,
Pensilvania, 28.6.2016), Trump hablaba, como de costumbre, del sistema
manipulado y de la traición de las élites contra los trabajadores
estadounidenses, razón por la cual:
“Estados Unidos cambió su política de promover el desarrollo de Estados Unidos por la de promover el desarrollo de otras naciones. Permitimos que las naciones extranjeras subsidien sus exportaciones, devalúen sus divisas, violen los acuerdos y nos engañen de todas las maneras imaginables. Trillones de nuestros dólares y millones de nuestros trabajos se fueron al extranjero de esta manera (…) Esto no es un desastre natural. Es un desastre causado por la política. Es la consecuencia de un liderazgo que adora el globalismo por sobre el americanismo”.
El
mensaje de Trump denunciaba la “ideología globalista” y hacía un
llamado “patriótico” a reconocer y defender la excelencia del trabajador
estadounidense, ofreciéndole condiciones justas para hacerse valer.
Como dijo el 13 de agosto de 2019, dirigiéndose a trabajadores de una
nueva planta de la Shell en Pensilvania:
“Nadie en el mundo lo hace mejor que nosotros, nadie. Nadie lo hace mejor. No hay nadie en el mundo que lo hace. Y estamos desplegando ese poder de nuevo, de una manera nunca vista antes diría yo. Y lo estamos haciendo bien, y estamos luchando contra una serie de países que durante muchos, muchos años, se han aprovechado de nosotros” (Trump 2019).
Lo
decisivo en este contexto es que este mensaje estaba en plena sintonía
con la opinión promeritocrática tan ampliamente predominante en Estados
Unidos. El mismo Sandel nos brinda detalles al respecto:
“Los estadounidenses muestran, más que otros, una mayor adhesión a la creencia de que el trabajo duro trae el éxito y que el destino de las personas está en sus manos. De acuerdo a sondeos globales de opinión pública, la mayoría de los estadounidenses (77 por ciento) cree que la gente puede alcanzar el éxito si trabaja duro; de los alemanes solo la mitad piensa así. En Francia y Japón, son mayoría quienes consideran que trabajar duro no es una garantía del éxito (…) Los estadounidenses profesan una mayor fe en el dominio de las personas sobre su propia vida que los ciudadanos de casi todos los demás países” (pp. 97-98).
Además,
esta opinión tan leal con la esencia meritocrática del “sueño
americano” ha mostrado una notable estabilidad en el tiempo,
desmintiendo la existencia de una creciente frustración a partir de los
años 80 con un ideal que sería cada vez más inalcanzable. Pero aún más
interesante y llamativa es la opinión de quienes según la argumentación
de Sandel deberían haber desarrollado el mayor nivel de rechazo frente
al ideal meritocrático, a saber, los votantes de Donald Trump. En vez de
ello, los estudios realizados al respecto muestran que justamente esos
votantes no solo no rechazan, sino que son los partidarios más
fervientes del ideal meritocrático. Esto es lo que se lee en La tiranía
del mérito sobre ello:
“Tras las elecciones de 2016, se realizó una encuesta tanto entre los partidarios de Trump como entre sus adversarios a los que se les preguntó si estaban en acuerdo o en desacuerdo con diversos enunciados sobre cuan bien los Estados Unidos se adecuaban a principios meritocráticos como los siguientes: «En general, la sociedad estadounidense es equitativa y justa»; «Los individuos son personalmente responsables por la posición que ocupan en la sociedad»; «Hay oportunidades de progreso económico para todo aquel que se preocupe de buscarlas»; «La sociedad ha alcanzado un punto en el que los estadounidenses blancos y los de las minorías raciales o étnicas tienen las mismas oportunidades de triunfar» (…) Con independencia de la clase social, los partidarios de Trump se mostraron más claramente de acuerdo con cada uno de estos enunciados que quienes no lo apoyaron” (pp. 95-96).
En
suma, si algo puede decirse acerca del movimiento que llevó a Donald
Trump a la Casa Blanca es que se trató de una revuelta promeritocrática,
que exigía un respeto pleno al principio del mérito como fundamento de
una sociedad justa. Poco o nada tenía ello que ver con la rebelión
antimeritocrática de la saga distópica de Young que, según el relato de
Sandel, se habría hecho realidad con la elección de Trump como
presidente de los Estados Unidos.
Mérito, meritocracia y mercado
Un
punto esencial de la argumentación de Sandel es que el mérito, basado
en el uso de nuestros diversos talentos, poco o nada tiene de meritorio y
por ello no puede justificar moralmente la distribución altamente
desigual de las recompensas que reciben, en base a un esfuerzo similar,
los distintos aportes productivos. Lo que consideramos mérito se
basaría, en el fondo, en la suerte:
“¿Por qué suponer que nuestros talentos deberían determinar nuestro destino y que nos merecemos las recompensas que se derivan de ello? Existen dos motivos para cuestionar este supuesto. En primer lugar, yo no he hecho nada para tener un talento innato u otro, sino que esto ha sido una cuestión de buena suerte y, por lo tanto, no soy merecedor de los beneficios (o las cargas) que derivan de la fortuna (…) En segundo lugar, el hecho de que viva en una sociedad que premia las aptitudes que casualmente tengo no es algo acerca de lo que pueda atribuirme mérito alguno. Esto es también una cuestión de suerte” (pp. 160-161).
Por
ello, nada justificaría las recompensas extraordinarias que han
reportado la voz privilegiada de un Pavarotti o una María Callas, la
genialidad emprendedora de un Steve Jobs o un Jeff Bezos, o la habilidad
futbolística de un Alexis o la financiera de un Warren Buffett. El que
hayan dedicado mucho esfuerzo a desarrollar sus talentos no debería
diferenciar sus recompensas de las de cualquier otra persona que pone un
empeño similar en las tareas que realiza.
Por
tanto, la meritocracia de la economía de mercado, basada en los
talentos de las personas, sería una meritocracia moralmente
indefendible. Su defecto, sin embargo, no estriba en el hecho de ser una
meritocracia, sino de ser una meritocracia tramposa, que transforma la
suerte en mérito.
El
supuesto en que se basa este tipo de razonamientos es que el mercado
funciona de acuerdo a una lógica meritocrática. Pero este supuesto no
hace sino reflejar una confusión fundamental acerca de los mecanismos de
mercado que hace ya unas seis décadas expuso con toda exactitud
Friedrich Hayek en el capítulo de Los fundamentos de la libertad
titulado “Igualdad, valor y mérito”.
El
mercado no emite, a través del precio o valor comercial que le asigna a
un bien o servicio determinado, juicios morales ni se pronuncia sobre
el mérito, cualquiera que sea su definición, de quienes los producen.
Solo expresa las preferencias de los consumidores y lo que estos están
dispuestos a pagar por esos bienes o servicios a partir de una cierta
relación existente entre la oferta y la demanda. La idea de una economía
de mercado que sea libre y, al mismo tiempo, se ajuste a los dictados
de un orden meritocrático se basa en un error conceptual, entre otras
cosas porque en una economía así se respetan las diversas preferencias o
valoraciones individuales y no existe un juez o autoridad suprema que
defina, cuantifique y compare lo que se considera mérito, fijando
precios y salarios de acuerdo con ello. Una sociedad que de verdad
pretendiese realizar algo semejante sería, tal como lo dijo Hayek en la
obra citada, “el opuesto exacto de una sociedad libre”.
Esto
lo demuestra, más allá de toda duda razonable, la experiencia de las
sociedades de economía planificada, que asignan precios y salarios de
acuerdo a las valoraciones y preferencias establecidas por quienes
detentan el poder político. Estas han sido, de hecho, las únicas
economías verdaderamente meritocráticas que han existido, es decir,
donde tanto los esfuerzos productivos como sus recompensas son asignados
de acuerdo al mérito o utilidad que se les otorga administrativamente
de acuerdo a los fines estipulados por las élites dirigentes. La
consecuencia de ello ha sido, en todo tiempo y lugar, el
desabastecimiento crónico de los bienes y servicios deseados por la
población pero que, a juicio de las autoridades planificadoras, no
tenían mucho mérito en comparación con sus propias preferencias. El
mercado negro y la especulación han sido, igual que ocurre con las
fijaciones de precios tan comunes en la historia latinoamericana, las
consecuencias inevitables de estos intentos de establecer un sistema
meritocrático por los únicos medios que lo hacen posible, a saber,
aquellos autoritarios.
Para
enfrentar este dilema, Sandel propone un solución que, francamente, no
resiste ni el más mínimo análisis serio. Su propuesta es definir “qué
roles económicos son dignos de honra y reconocimiento (…) por medio de
un debate público sobre qué es lo que debe considerarse una contribución
valiosa al bien común” (p. 284). Es fácil imaginar el desarrollo de un
debate semejante y el ranking del mérito que finalmente sería aprobado.
Además, el autor está plenamente consciente de la dificultad insuperable
de semejante empeño para producir un acuerdo que respete las
valoraciones y preferencias de todos. Tanto es así que ya antes nos
había advertido que “no sería realista esperar que un debate así vaya a
concluir en un acuerdo” ya que “el bien común es algo inevitablemente
debatible” (p. 274).
En
suma, lo que Sandel propone como alternativa a la supuesta “tiranía del
mérito” del mercado es, en realidad, una utopía estrictamente
meritocrática y, de llegar a aplicarse, genuinamente tiránica, aunque se
trate de la tiranía de la mayoría sobre las preferencias de las
minorías y los individuos.
Sin
embargo, es importante puntualizar que constatar la imposibilidad
conceptual de que una economía libre de mercado funcione de acuerdo a
una lógica meritocrática no pone en cuestión el valor que en sí mismo
tiene el mérito ni la importancia, tanto económica como moral, de
impulsar políticas públicas que incrementen la igualdad de oportunidades
y la movilidad social. Es evidente que, independientemente de las
recompensas exactas que el mercado otorgue, las posibilidades de tener
éxito en el mismo y de construir una sociedad más cohesionada se
potencian mediante una política que brinde las mejores condiciones para
poder desplegar los talentos de cada uno.
La
economía libre de mercado no es una panacea, pero nos ofrece la mejor
solución hasta ahora encontrada para combinar la libertad con la
eficiencia productiva. Pensando en ello, tal vez podríamos concluir,
parafraseando a Churchill, que la economía de mercado es el peor de los
sistemas económicos, exceptuando todos los demás que han sido probados
de tiempo en tiempo.
Meritocracia, democracia y autoritarismo
Esto
último nos lleva directamente a considerar los aspectos políticos de la
opción meritocrática. Según Sandel, estaríamos viviendo no solo bajo un
sistema económico meritocrático, sino igualmente bajo un sistema
político similar, que privilegia el saber tecnocrático de los expertos.
Esto habría “debilitado a las sociedades democráticas de diversas
maneras”, generando un debate político frustrante que consiste ya sea
“de discursos estrechos, gerenciales y tecnocráticos que no inspiran a
nadie” o de “combates a gritos en los que cada parte habla sin escuchar
realmente a la otra” (pp. 28-29).
A
juicio del autor, la forma meritocrática de gobierno tiene una larga
historia que va desde la China imperial, inspirada por las enseñanzas de
Confucio y conocida por su sistema de exámenes para entrar a formar
parte de la burocracia gobernante, hasta las propuestas de los
fundadores de la república estadounidense sobre el gobierno de una
“aristocracia natural”, pasando por los reyes filósofos de Platón y el
gobierno de los aristoi, es decir, de los mejores, de Aristóteles.
La
diferencia con la meritocracia reinante hoy sería que en las versiones
precedentes se acentuaba tanto la virtud como la excelencia
técnico-profesional como elementos constitutivos del mérito, mientras
que en la actualidad imperaría una mirada exclusivamente tecnocrática:
“Nuestra versión tecnocrática de la meritocracia corta el vínculo entre
mérito y juicio moral” y “en el terreno del gobierno, presupone que el
mérito significa un conocimiento experto tecnocrático” (p. 41).
Las
implicancias de este planteamiento, es decir, la necesidad de
restablecer el “juicio moral” acerca del bien común como base de la
selección del plantel técnico-administrativo del Estado, son vastas y
nos llevan de nuevo a alternativas más propias de los sistemas
autoritarios, donde los funcionarios deben probar, ante todo, que su
visión del mundo es la correcta, es decir, coincidente con los valores
de los detentadores del poder. Esta sería una burocracia ideológica, muy
distinta de aquella profesional de que hablaba Max Weber como elemento
esencial del Estado moderno o “racional”.
En
todo caso, lo más característico del sistema democrático es exactamente
lo inverso de lo que sugiere Sandel, es decir, el no ser un régimen
meritocrático o, para decirlo de otra manera, donde el único mérito de
los gobernantes que realmente cuenta es el haber sido elegidos por la
voluntad popular. En otras palabras, ni la democracia ni el mercado se
basan en criterios objetivos de mérito, sino en las preferencias
individuales, con total independencia de las motivaciones y lo correcto
de las apreciaciones de las personas sobre el mérito.
Esta
es, justamente, la crítica más importante que desde siempre se ha
esgrimido contra la democracia y que en la actualidad forma parte
esencial del arsenal antidemocrático del régimen chino y de sus
defensores. Obras como las del profesor de la Universidad de Fudan,
Zhang Weiwei (The China Wave, 2012), o del profesor de la Universidad
Tsinghua de Pekín, Daniel Bell (The China Model, 2015), expresan con
claridad este punto de vista. Para ellos, el régimen chino, inspirado
por ideales meritocráticos con raíces en la China imperial, sería una
alternativa superior a la democracia y el Partido Comunista funcionaría
como el gran filtro meritocrático para elegir a los más capaces que
pasarían a conformar la élite política de aquel inmenso país. Excelencia
profesional y experiencia administrativa, fuera de ser miembro del
Partido Comunista, serían los criterios esenciales en una selección en
la cual, como dice Daniel Bell refiriéndose a Barack Obama, los
presidentes estadounidenses no calificarían “ni para administrar un
pequeño condado en el sistema chino”.
En
resumen, la meritocracia sobre la que habla Sandel parece ser más un
espejismo forjado por los discursos políticos que la ensalzan que una
realidad. La economía de mercado y la democracia merecen, sin duda, ser
sometidas a una constante consideración crítica. Sin embargo, poner el
acento en su carácter supuestamente meritocrático no parece acertado ni
productivo. Tampoco lo parece el proponer formas de enfrentar sus
eventuales deficiencias que se mueven en el mundo de las utopías o, peor
aún, de las soluciones autoritarias.
Palabras finales sobre el populismo argumentativo
Como
hemos visto, Michael Sandel construye su relanzamiento de las ideas de
Michael Young asumiendo la existencia de un resentimiento que habría
impulsado, en el caso de Estados Unidos, la rebelión populista contra la
“tiranía del mérito” que supuestamente encabezó Donald Trump. Sin
embargo, la evidencia disponible, que el mismo Sandel cita, no avala ese
relato. Nada indica que realmente existiese un resentimiento semejante
ni que Trump hubiese articulado un discurso de ese tipo. Más bien todo
lo contrario. Al mismo tiempo, podemos constatar que tampoco la supuesta
existencia de un sistema económico y político realmente meritocrático
parece tener asidero. Ni la economía de mercado ni el régimen
democrático se rigen por una lógica meritocrática. La razón es simple,
un sistema genuinamente meritocrático, con independencia de cómo se
defina el mérito, es incompatible con la libertad económica y política
que funda tanto la economía abierta de mercado como la democracia. Por
esa misma razón, la crítica de Sandel a la organización económica y
política de las sociedades occidentales termina necesariamente
orientándose en una dirección autoritaria. Ahora bien, si eso es así,
¿cómo explicar entonces el éxito innegable que tanto su obra como otros
textos de la misma tendencia han tenido?
Pienso
que una parte importante de la explicación está en lo que podríamos
denominar populismo argumentativo. Se trata de un razonamiento
aparentemente sofisticado que simplifica tanto la explicación como la
solución de problemas complejos, señalando culpables y víctimas en una
narrativa cargada de condena moral. Esta forma argumentativa es, sin el
toque de sofisticación que puede darle un académico de Harvard, la misma
usada por Donald Trump, cuyos planteamientos tienen, en muchos
aspectos, un notable paralelismo con los de Sandel. Un ejemplo
significativo de ello es la desigualdad.
El
fenómeno de la desigualdad ha cobrado gran vigencia en aquellas
democracias avanzadas que en el curso de las últimas décadas han
experimentado un aumento importante de la misma. Se trata, con
particular fuerza, de los países de raigambre anglosajona, siendo el
caso de Estados Unidos uno de los más representativos. El relato de
Sandel al respecto culpa, como hemos visto, a la globalización
propulsada por el mercado o “neoliberal” por el incremento de la
desigualdad al promover una distribución de los beneficios que los
concentraría en manos de unas élites meritocráticas con altos niveles
educativos y sesgo cosmopolita. Esas élites no solo serían las ganadoras
del “globalismo”, como diría Trump, sino sus grandes promotoras al
ocupar los puestos de comando tanto del gobierno como de las grandes
empresas. Se trata, “de las élites meritocráticas con potentes
credenciales educativas que nos gobiernan” y cuya “política nos ha
llevado hasta aquí” (Sandel p. 147). Son, en suma, los culpables,
aquellos que han “manipulado el sistema”, para usar la expresión
favorita de Trump, en desmedro del ciudadano común.
El
problema de esta dramaturgia tan simple y atractiva, y por ello al
gusto de tantos, es que prescinde de la compleja interacción entre
diversos factores que explica la evolución de la desigualdad. Estos
factores van desde la demografía y la inmigración hasta las largas olas
de cambio tecnológico, pasando, entre otros, por la dotación comparativa
de capital humano, el grado de apertura y competencia comercial, la
regulación financiera y las reglas de funcionamiento del mercado de
trabajo. Es la interacción de estos factores lo que nos permite
comprender, por ejemplo, porque una misma causa, la globalización, tiene
efectos tan dispares en diversas economías avanzadas.
Más
aún, si estudiásemos más a fondo la realidad de lo que de acuerdo al
relato de Sandel sería el régimen meritocrático por excelencia, el de
Estados Unidos, veríamos que las élites meritocráticas, aquellas que
habrían “manipulado el sistema” a su favor, en vez de verse favorecidas
han ido perdiendo terreno en términos del rendimiento económico
comparativo de sus estudios superiores medido en términos de las
variaciones netas de la riqueza (“college wealth premium”; ver William
Emmons et al, ”Is College Still Worth It?”. Federal Reserve Bank of St.
Louis Review 101:4, 2019).
En
suma, contradiciendo el núcleo de la argumentación de Sandel, la
evidencia muestra que la meritocracia se ha hecho cada vez menos
rentable. Lo que no contradice la existencia de crecientes disparidades
de ingreso y riqueza en Estados Unidos ya que el motor de esta
desigualdad se ha concentrado, a diferencia de lo ocurrido en otras
épocas, en las ganancias de capital, con un impacto significativo sobre
la fortuna del 1 por ciento más rico de la población.
En
fin, el populismo argumentativo, sea sofisticado o brutal, puede ser
atractivo y muchos se dejan seducir por él, tal como por sus propuestas
para atacar los molinos de viento que los señores andantes del
descontento han construido con su florida imaginación. Unos venden
libros y otros, mucho más peligrosos, ganan votos, pero al final del día
todos perdemos por las andanzas de estos “terribles simplificadores”.
BLOG ORLANDO TAMBOSI
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