Por trás das cifras mortais de uma enfermidade há hisjtórias que precisam ser ouvidas. O pontual registro de um doutor judeu do século XVII ilumina a passagem da peste bubônica no norte da Itália. Abraham Catalano, via Letras Libres:
Los
brotes de peste bubónica que asolaron a Europa durante el siglo XVII
dejaron varios recuentos célebres, entre ellos el diario de Samuel Pepys
y las novelas de Daniel Defoe y de Alessandro Manzoni. Poco conocida es
la crónica de Abraham Catalano, uno de los sobrevivientes de la peste
en el gueto judío de Padua. En 1631 cerca de la tercera parte de la
población de esta ciudad italiana murió a causa de la peste, entre ellos
más de la mitad de los habitantes del gueto judío. El diario de
Catalano, llamado Olam Hafukh –El mundo de cabeza–, es un homenaje a su
esposa e hijos fallecidos y un testimonio del dolor y de la fortaleza
del pueblo judío. Los siguientes son algunos fragmentos del manuscrito
que se tradujeron del hebreo al inglés y del inglés al español.
...
He
sido testigo del dolor que la terrible peste provocó en la ciudad de
Padua y en sus perplejos habitantes en el año de 1631. En esta obra,
testimonio de mi recuerdo y mi aflicción (yo, siendo Abraham Catalano),
amargamente me dirijo a las futuras generaciones, a los niños no
nacidos, para que conozcan en detalle los hechos tal como sucedieron.
Desde
el inicio del brote en Venecia, en 1629, los habitantes de Padua
consideramos diversas regulaciones para protegernos y proteger a la
ciudad. Entre ellas, que ninguno de los judíos o de los sacerdotes
cristianos tenía permitido ir y venir por la ciudad porque podrían
portar la plaga, los primeros por sus actividades comerciales y los
segundos por sus hábitos peripatéticos.
Cuando
la peste llegó a Verona, en 1630, decidimos rogar a Dios por nuestros
hermanos. Un ciudadano líder en nuestra comunidad, Solomon Marini, que
Dios tenga piedad de él, encontró entre sus libros una oración larga
apropiada para la situación. Esta había sido compuesta hace muchos años
en Pisa, ciudad de hombres sabios. Al inicio de la plaga empezamos a
rezarla de manera regular junto con Pitum Haketoret.
Los
judíos que nos reunimos el segundo día de Tamuz de 1630 elegimos a
cuatro de nuestros mejores hombres de la comunidad para supervisar la
salud pública del gueto. El primer oficial en ser elegido fue Aaron
Zerah Katz con doce votos a favor y seis en contra. El segundo fui yo,
el autor, con dieciséis votos a favor y cinco en contra. El tercero fue
Moses Grassito con quince votos a favor y nueve en contra. Y el último
fue Azriel Katz con quince votos a favor y cuatro en contra.
*
La
plaga llegó a Padua en uno de los días de Sucot en el año 1631. Los
cuatro de nosotros inmediatamente prohibimos a nuestra comunidad la
compra sin permiso de cualquier objeto a cualquier gentil. También
prohibimos comprarles mercancía a los soldados, así se tratara de
austriacos o de guardias papales, o en una posada o en cualquier
hospital. Los hilos y la lana solo se podían comprar si se contaba con
el permiso de todos nosotros. Contratamos a un oficial de salubridad
para llevar un registro diario del número de enfermos en la ciudad, el
número de muertos y la causa de su muerte para que así pudiéramos
conocer el curso de la plaga y tomar precauciones al autorizar la compra
de productos en cualquier casa donde hubiera algún muerto o enfermo.
Acordamos, más adelante, que nos abasteceríamos de todo tipo de
alimentos, aceite y vino para satisfacer las necesidades de todos los
habitantes del gueto por el tiempo que durara el azote de la peste.
Las
autoridades venecianas mandaron al gueto a un provveditore llamado
Ioanni Fiesani para que supervisara las actividades de control de la
plaga. Cuando recién llegó parecía que favorecía a los judíos y los
consejeros contamos con su respaldo. Él estipuló que todos los judíos
debían obedecernos y que si alguno se oponía sería condenado a muerte.
Sin embargo, con el transcurso del tiempo se convirtió en un hombre
diferente y no fuimos capaces de entender qué le pasó. Por ejemplo, en
un inicio solía otorgar permiso a ciertos judíos para salir de la ciudad
y hacer sus labores, pero después se negó a tolerar esto. Algunos
judíos salieron de la ciudad a escondidas con un certificado de buena
salud en sus manos. En aquel entonces quienes emitían estas “pruebas de
salud” las entregaban a judíos y gentiles por igual.
Mientras
la furia de la peste y la confusión de la ciudad de Padua iban en
aumento, los judíos tenían la esperanza puesta en Dios pues ningún
habitante del gueto había enfermado o muerto. Por ello fuimos objeto de
la envidia de los demás ciudadanos. Tuvimos miedo de que nos acusaran
falsamente de ocultar las muertes. A pesar de que los oficiales de
salubridad estaban al tanto de que los señalamientos eran infundados nos
ordenaron realizar un censo para que supieran cuántos habitábamos el
gueto. Esto no nos agradó, pero la instrucción fue tan firme que tomamos
una suma de dinero para dividir entre los pobres y para entregar a cada
individuo. En total contamos 721 personas.
Después
de esto el provveditore decretó que los judíos no podíamos comprar o
vender nada. Intentamos desechar esa orden diciendo: “No ha habido
ninguna señal de la plaga en el gueto. ¿Entonces por qué nos prohibirían
el comercio?” El provveditore respondió a nuestras súplicas y nos
permitió vender nuestras mercancías. Más adelante prohibimos la compra
de cualquier objeto y para estar en completo control de la situación
decidimos sortear diariamente a cinco personas mayores de veinticinco
años y casadas para armar guardias. Dos de ellos harían guardia de la
mañana a la noche en las dos puertas del gueto frente a la comunidad
vecina de Sant’Urbano, y los otros tres en cada una de las entradas al
gueto.
A
los pocos días, la esposa del portero gentil del gueto se infectó y
mostró signos de hinchazón en la ingle, por lo que su familia se aisló.
Su hija también enfermó, pero no quedó claro cómo se contagió, después
de veinte días el doctor juzgó que el portero no se había infectado y
que podía dar por terminada su cuarentena. Sin embargo, nosotros nos
negamos a que abriera la puerta de su casa que daba al gueto, así que
en- traba y salía por otra puerta. Le dijimos: “Por favor, ¿usted y su
familia podrían abstenerse de entrar al gueto por un par de días? Los
trataremos bien.” Pero su hijo entró al gueto para jugar con otros niños
como solía hacer y su padre no se dio por enterado. Muchos creen que
ese fue el origen del mal que acechó al gueto. En los siguientes días el
portero enfermó.
*
Conforme
la plaga incrementó su ferocidad, todo el gueto estaba perplejo. Cuando
alguien caía en cama o se sabía que estaba infectado, sus parientes y
seres queridos huían y se alejaban de él porque estaban afligidos por el
pánico. La persona enferma, abandonada y encerrada, permanecía
mortificada porque se daba cuenta que había llegado su hora. Malditos
los ojos que han visto estas cosas.
Empezamos
a construir un lazareto como nos ordenó el provveditore: “Encuentren un
lugar para sus enfermos fuera de la ciudad. Si no lo hacen entonces nos
llevaremos a los judíos enfermos al nuestro.” Meditamos el asunto con
detalle ya que si escogíamos un lugar fuera de la ciudad el costo sería
enorme y aquellos que fueran llevados hasta ahí morirían de hambre. Nos
acercamos al gobernador y con una actitud humana nos dejó elegir un
lugar dentro de la ciudad para nuestro lazareto.
Pedimos
las casas cerca de la puerta de Ponte Corvo, que se destinaban a los
soldados en tiempos de guerra, pero la gente que vivía rumbo a la
puerta, entre ellos algunos ciudadanos destacados, se quejaron con el
provveditore y nos amedrentaron y amenazaron para que no las ocupáramos.
En su lugar nos dieron las casas cerca de la puerta Savonarola que
también se otorgaban a soldados, nadie se opuso porque varios
sepultureros cristianos vivían cerca. En total el lazareto nos costó
seiscientas nueve liras. Estaba dividido en dos partes: una para la
gente sana que salía de casas contaminadas y otra para los infectados.
Mi
cuñado Simon Heilprin y yo rentamos una casa con habitaciones amplias,
jardines y huertos en el barrio de la puerta Savonarola. Le pagamos al
señor Carlo Capo de Vacca la suma de trescientos ducados para retirar
los muebles y le pedimos permiso al provveditore para ir ahí –nunca
antes había permitido a algún judío rentar un lugar fuera del gueto–. El
martes 21 de Tamuz, después de que mi mujer lavó su cuerpo en vinagre y
agua y cambió su vestimenta, fuimos a la nueva casa. Para que los
enterradores no tuvieran que llevar nuestras pertenencias compramos un
burro y se las pusimos como carga. Un agente de salubridad estuvo atento
todo el tiempo para evitar que la gente se nos acercara. No tomamos
ningún objeto de la casa que nos provocara dudas –ni siquiera el cordón
de un zapato–. Dividimos la casa en dos, una parte para mi cuñado y su
familia y la otra para mí. Cada sección tenía una puerta exterior. Cada
uno de nosotros también apartó un cuarto especial para el cuidado y
aislamiento de los enfermos. En mi parte le destiné un cuarto a mi
esposa y otro a la sirvienta cristiana que traje con nosotros; en la
parte de mi cuñado había un cuarto especial para su esposa y para su
cuñada, quienes cuidaron a algunos huérfanos. Pero toda esta preparación
no nos sirvió de nada.
La
carreta del sepulturero pasaba con frecuencia cuando llevaba a los
muertos a enterrar. Ya que tenía que dar una vuelta larga hacia el
cementerio fuera del muro, solía desviarse más de su ruta para recoger a
los muertos del lazareto y enterrarlos a todos juntos. También llevaba a
diario al lazareto a aquellos afligidos por la peste y a muchos
familiares que tenían enfermos en casa y no contaban con hogares
acondicionados. Cuando escuchaba la campana de la carreta solía observar
a familias que lloraban y a desanimados enfermos conducidos como ovejas
al matadero. Me conmovía hasta la piedad y en varias ocasiones
experimenté un completo temor cuando vi la carreta cargada con los
féretros de personas conocidas.
El
diez de Tamuz, la mujer de Solomon Turkito dio a luz mientras estaba
enferma y no hubo nadie que se atreviera a estar con ella. Salió hacia
el pozo completamente desnuda, gritando como demente y murió. No se
halló mujer que amamantara al niño, así que, lamentablemente, se le
envió al lazareto donde le llevaron a una cabra para que mamara de sus
ubres. Vivió quince días.
Después
Sarah, mi esposa, la devota y modesta esposa de mi juventud, la novia
que amé profundamente, enfermó. Fue la hija de Nathan Judah Heilprin de
Citadella. Mi corazón murió dentro de mí.
En
el undécimo día, dos más murieron en el lazareto y diez en el gueto,
entre ellos David de León, que había sido incluido en el grupo de
consejeros. En el duodécimo día, tres más murieron en el gueto y dos en
el lazareto y en el decimotercero, ocho en el gueto y seis en el
lazareto; en el decimocuarto tres murieron en el gueto y uno en el
lazareto. Mi esposa devota murió también en la nueva casa después veinte
años juntos.
Muchas
de las personas del gueto que se enfermaron y aliviaron se quejaron de
que seguían en el lazareto después de su recuperación. Así que rentamos
una casa en el barrio de Savonarola como un segundo lazareto para los
sanos y, una vez que les proporcionamos camas limpias, dejamos que
hicieran su cuarentena ahí. En el día veintiocho de Av una persona murió
en el lazareto y en el segundo de Elul una persona murió en el gueto.
En el tercero, cuarto, quinto y sexto día nadie murió. Y fue hasta
entonces que el provveditore finalmente dio permiso para abrir las
puertas del gueto. Lo había recorrido a caballo, como solía hacer, y vio
salir al doctor de la casa de Gad bar Michael, quien había estado
enfermo. Interrogó a fondo al médico, pero tuvo piedad de nosotros y
permitió que las puertas se abrieran. En el séptimo día de Elul, dos más
murieron en el gueto, uno en el octavo día y uno más en el lazareto el
decimotercer día. Luego, la plaga ya había pasado.
Cuatrocientas
veintiún personas murieron a causa de la peste. Los que se enfermaron y
se recuperaron sumaron doscientas trece personas. Quienes se salvaron
de contagiarse fueron 75, entre ellos yo, gracias a Dios.
La
experiencia reveló que los niños de tierna edad eran los menos
susceptibles a la peste y, seguidos de estos, los hombres y mujeres
jóvenes. Los adultos viejos y las mujeres embarazadas no eran tan
resistentes porque casi todos ellos murieron. Incluso aquellos que se
infectaron y se recuperaron padecieron fiebres tercianas y cuartanas por
largos periodos y no hubo una sola casa en el gueto sin un muerto o un
enfermo; hubo solo dos viudas en cuyas casas nadie enfermó. Una era
Esther, viuda de Kalman Katz, el sefardí, que tenía dos hijos, y la otra
fue Tziviah, viuda de Chaim ben Shushan y sus cuatro hijos. Fue
milagroso porque estaban rodeados de casas contaminadas.
Doscientos
catorce hombres y doscientos siete mujeres murieron, entre los muertos
hubo treinta y ocho parejas. Treinta mujeres y veinte hombres
enviudaron. Quince casas quedaron completamente deshabitadas.
*
Cuando
la plaga finalmente cedió fuimos convocados por el provveditore y el
príncipe, quien nos dijo: “Elijan un lugar donde puedan desinfectar sus
bienes. Si no cumplen, todo lo que poseen será quemado y ningún gentil
podrá poner un pie en sus dominios hasta que hayan desinfectado su
propiedad.”
El
proceso de desinfección tardó en total tres meses y cinco días
–nuestros objetos nos fueron devueltos todavía mojados y algunos
enmohecidos, sobre todo los edredones–. Después de que todo fue
desinfectado procedimos a purificar las casas. Yo fumigué cada casa
contaminada con brea y azufre y después de limpiar las habitaciones las
ventanas permanecieron abiertas por varios días. Las autoridades nos
respondieron: “Si en el transcurso de los siguientes días no hay un
nuevo rebrote en sus dominios, se les concederá permiso para reabrir las
puertas y permitir a los cristianos entrar y salir.” Los nobles
declararon que todo el gueto debería permanecer en cuarentena. Los
convalecientes que se encontraban fuera del gueto volvieron a casa en el
día quinto de Tishréi en 1632.
Los
ocho días de la cuarentena pasaron y el pueblo tuvo permitido salir de
sus casas. Los gentiles pudieron volver a entrar y salir del gueto y
todas las puertas fueron abiertas como en el pasado.
Esta es la crónica de la peste y su desenlace.
BLOG ORLANDO TAMBOSI
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