O economista e professor Thomas Sowell celebrou seu aniversário, em junho passado, publicando novo livro, Escolas autônomas e seus Inimigos (sem tradução no Brasil). Artigo de Alfonso Carbajo para a Revista de Libros:
Thomas
Sowell celebró su noventa cumpleaños el 30 de junio publicando un
libro, Charter Schools and their Enemies, que se suma a la treintena que
ha escrito en los últimos cincuenta años. Y a los miles de artículos,
aparecidos en diarios y en revistas generalistas y especializadas.
Durante un cuarto de siglo, de 1991 a 2016, escribió, a razón de una o
dos veces por semana, sobre temas políticos de actualidad, una columna
sindicada en más de doscientos medios. En los cuatro últimos años su
producción periodística ha disminuido considerablemente, pero, de cuando
en cuando, todavía nos regala con un artículo en el que demuestra la
vaciedad de alguna de las doctrinas bendecidas por la última moda del
momento.
Están,
además, sus libros, que revisa y actualiza constantemente. Basic
Economics: A Common Sense Guide to the Economy, reeditado cinco veces y
traducido a diez idiomas, se distingue de todas las obras de
introducción a la Economía aparecidas en este medio siglo en que no
contiene ni un gráfico ni una ecuación. En 2018, publicó Discrimination
and Disparities, una refutación empírica de las tesis de la brecha
salarial, de la discriminación laboral por razón de raza o de sexo y del
supuesto éxito de las políticas adoptadas para remediar esos «fallos de
mercado». La segunda edición apareció el año pasado.
Curiosamente,
el movimiento BLM, las tesis del racismo institucional y la propensión a
achacar todos los problemas de la comunidad negra norteamericana a la
herencia de la esclavitud han puesto de manifiesto que muchas obras de
Sowell siguen siendo tan relevantes hoy como el primer día. En
Intellectuals and Society (2010) y en Intellectuals and Race (2013),
Sowell demostró la influencia de intelectuales y activistas —tan seguros
en las recetas como equivocados en los diagnósticos— en la conformación
de las actitudes sociales ante problemas como la integración racial o
la educación.
A
principios del siglo XX los prescriptores de opinión asignaban a la
raza y a factores genéticos un papel determinante en el progreso social
de la gente, y creían que el hombre blanco poseía una inteligencia
superior a la del resto del género humano. Consiguientemente, debería
evitarse la contaminación de la raza blanca derivada de su mestizaje con
razas inferiores (africana, mongólica y eslava), ya que el empeño de
educar a éstas sería perder el tiempo. La eugenesia adquirió entonces
respetabilidad científica, y las sociedades eugenésicas —«para elevar la
calidad biológica de la raza humana mediante la reproducción de los
mejores»— proliferaron en Estados Unidos y Gran Bretaña. En USA contaron
con partidarios de la talla de Irving Fisher y Woodrow Wilson; en el
Reino Unido, conquistaron a los fabianos, a Laski y a Bertrand Russell, y
Keynes fue director de la Eugenics Society desde 1937 a 1939.
Si
a principios del siglo XX la doctrina dominante concebía al individuo
aislado, con su herencia genética a cuestas, como responsable único de
su destino, en la segunda mitad del siglo los árbitros de opinión
empezaron a inclinarse en la dirección opuesta hasta llegar al consenso
actual, según el cual el entorno es el elemento determinante de la
suerte de los individuos y de los grupos. El dogma dominante sostiene
que los más débiles— los grupos más desfavorecidos, en general— son
incapaces de prosperar por sus propios medios mientras no se produzcan
las transformaciones políticas que eliminen el racismo institucional y
la discriminación sistémica de los de abajo, considerados componentes
estructurales de nuestra sociedad represiva.
Sowell
sostiene que, entre el entorno y la dotación genética como
determinantes exclusivos de la conducta individual, e ignorado por estas
dos posiciones extremas, existe un elemento fundamental, la cultura,
entendida como el repertorio de creencias, valores, actitudes, usos y
habilidades heredados del pasado, con el que los miembros de un grupo
social construyen las herramientas para enfrentarse a los problemas de
la existencia. Esta cultura del grupo no está determinada necesariamente
por el entorno en el que se mueve en la actualidad; puede venir
determinada por el medio en que el grupo se desarrolló antes de emigrar a
su enclave actual, hecho frecuente en un mundo en que no escasean las
conquistas ni los movimientos de población.
Sowell
emprendió hace más de tres décadas un extenso programa de investigación
sobre el papel que la cultura de toda suerte de grupos humanos
desempeña en la capacidad de éstos para superar las dificultades de su
entorno. Esto le exigió estudiar las consecuencias de movimientos
demográficos a lo largo de la historia en el marco de la economía
global, no solo en los libros, sino viajando por los cinco continentes
para apreciar las características de los lugares de origen y de las
plazas de asentamiento de diferentes nacionalidades y etnias. Los
resultados de la investigación están expuestos en obras como Race and
Culture (1996), Migrations and Cultures: A World View (1996) y Conquests
and Cultures: An International History (1998).
Los
chinos emigrados al Sudeste asiático han prosperado económicamente,
llegando a controlar el comercio interior y exterior de países como
Indonesia y Malasia, a pesar de la discriminación política que sufren
por parte de las autoridades autóctonas. Lo mismo puede decirse de los
indios en toda el África oriental. Es significativo que las principales
fábricas de cerveza de Estados Unidos hayan sido fundadas por
inmigrantes alemanes que pronto dominaron también el sector de los
instrumentos musicales y el mundo editorial y periodístico.
El
papel diferencial de la cultura de cada grupo en la integración y el
progreso dentro de la comunidad de acogida se pone de manifiesto en la
experiencia histórica de la emigración británica a Estados Unidos, que
tiene las características de un experimento controlado. Hasta el siglo
XVIII partieron de la metrópoli tres corrientes migratorias bien
definidas: los puritanos, que se establecieron en Nueva Inglaterra, los
cuáqueros, concentrados en Pennsylvania y los procedentes de la región
de los lagos, la zona entre Inglaterra y Escocia, que se instalaron en
las colonias del Sur.
Los
puritanos eran religiosamente intolerantes, defensores de la familia,
austeros, trabajadores y enemigos del lujo y el consumo innecesario,
virtudes favorecedoras del ahorro y la acumulación. Pronto empezaron a
desarrollarse en Nueva Inglaterra la pesca, los astilleros, el comercio y
las manufacturas. Los cuáqueros, pacifistas, enemigos de la violencia,
seguros del valor de la sinceridad y el trabajo honrado, prosperaron
pronto en la agricultura y la industria. Los británicos que se
establecieron en las colonias sureñas provenían de la frontera entre
Inglaterra y Escocia, una zona de conflictos e inestabilidad permanente,
en la que la ausencia de normas penalizaba el ahorro y la inversión.
Este clima de inseguridad favoreció el desarrollo de una cultura que
premiaba la violencia, la explotación, el engaño, la promiscuidad, la
indolencia, el juego, la ignorancia, la bravuconería y la ostentación, y
con estas cualidades se fue configurando la cultura de la sociedad
sureña, cultura común de blancos y negros, como lo muestra Sowell en su
obra Black Rednecks and White Liberals (2005).
Algunos
hechos ilustran el peso relativo de la cultura y de la raza en las
posibilidades de ascenso social de los sureños originarios. En 1890 los
primeros ciudadanos negros que habían emigrado a los estados del Norte
tras la emancipación se habían aculturado tanto que estaban racialmente
integrados en todos los órdenes relevantes. En cambio, los blancos
sureños recién llegados a los estados yankees eran rechazados, a menudo
por arrendadores y empresarios, debido a «sus maneras hoscas y
comportamientos semisalvajes». Al entrar USA en la Gran Guerra, los
resultados obtenidos por los negros del Norte en las pruebas de
inteligencia administradas por el ejército fueron semejantes a los de
los blancos y mucho mejores que los obtenidos por los blancos del Sur.
Thomas Sowell en 1964.
Sowell
no niega la importancia de los prejuicios, la discriminación y la
intolerancia como obstáculos al avance social de los negros y otras
minorías étnicas o grupos marginados. Pero esos factores represivos son
en todo caso una condición necesaria, pero en modo alguno suficiente, de
la situación de privación que experimentan esos grupos.
Y
es que la discriminación y la hostilidad a los otros son, por
desgracia, actitudes tan frecuentes y generalizadas entre los humanos
que no pueden ser causa de resultados específicos. Pretenderlo sería
análogo a sostener que la causa del incendio de Notre Dame fue el
oxígeno. Ciertamente, sin oxígeno el incendio no se habría producido,
pero, pese a que este elemento es ubicuo, hay millones de monumentos
históricos por el mundo adelante ajenos todavía al proceso de
combustión.
Ningún
grupo étnico ha estado sujeto a un rechazo y discriminación tan
intensos en Estados Unidos como el formado por los inmigrantes judíos de
finales del siglo XIX, particularmente los procedentes de la Europa del
Este. Ahora están en la cima de las profesiones liberales, los
negocios, la cultura y la investigación, gracias a su espíritu de
trabajo y capacidad de adaptación.
Entre
los cientos de experiencias históricas que Sowell aporta, hay una,
cuantitativamente menor, que ilustra vívidamente el triunfo de la
cultura del grupo sobre las trabas sociales a las que se enfrenta. En
diciembre de 1941, tras el ataque a Pearl Harbor, el gobierno federal
internó en campos de concentración a los ciudadanos de origen japonés
—algunos de varias generaciones— hasta bien entrado 1946, al tiempo que
confiscó sus propiedades. El odio del americano medio al agresor
amarillo era entonces mortal, de tal suerte que aquellos infelices
japoamericanos no sólo tuvieron que sufrir la erosión de su patrimonio;
muchos, además, tuvieron que hacer frente al hundimiento de sus carreras
profesionales. Pero, gracias a su cultura de trabajo y disciplina, en
1960 la media de ingresos de la comunidad japonesa ya se situaba en el
tramo más alto de la distribución general de la renta.
En
los medios progresistas se sostiene que los problemas actuales de la
población negra son un legado del período de esclavitud y que solo se
pueden resolver por la acción política. Sowell rechaza este diagnóstico y
la receta correspondiente porque los datos demuestran que hasta 1960 la
tasa de paro general y el paro juvenil eran menores en la población
negra que en la blanca. Las familias negras eran más estables en 1890
—cuando el pasado esclavo era más reciente— que en la actualidad, en que
la mitad de los niños se crían con padres ausentes.
En
los 60 se inició la política de acciones afirmativas —medidas de
discriminación positiva— y salarios mínimos que, paradójicamente, han
producido efectos contrarios a los esperados. El salario mínimo condenó a
los jóvenes negros menos preparados, inicialmente al paro, y
progresivamente a la droga y la delincuencia. Las guerras de bandas
juveniles han convertido las escuelas de los barrios negros en
establecimientos de paso de una juventud que lo que realmente necesita
es estudiar seriamente para prosperar.
El
movimiento BLM, pese a sus nobles propósitos, no contribuye nada al
bienestar y el progreso de la comunidad negra de Estados Unidos; y no
solo por la violencia indiscriminada que practican, a costa de los
negros principalmente, los antifa y otros vándalos que se han infiltrado
en el movimiento. La misma gravedad a largo plazo tiene el énfasis en
la llamada «black culture», en el orgullo negro («black is beautiful»,
«proud to be black») y en otros símbolos externos de una identidad
soñada. Los inmigrantes judíos recién llegados de la Europa del Este,
que vivían amontonados al este de Manhattan en alojamientos insalubres,
tenían todo el derecho a sentirse orgullosos de un pasado glorioso.
Después de todo, la Biblia es una obra maestra de la literatura
universal. Pero su integración y prosperidad en la sociedad de acogida
fue fruto de su adaptación a la cultura relevante. Comprendieron que
tenían que aprender inglés, educarse y formarse en los usos y técnicas
de la sociedad en la que querían vivir. La Biblia en la sinagoga. Nunca
reclamaron la creación de programas especiales en las universidades
sobre el Talmud o los libros de los Profetas. Y ahí radica la clave de
su éxito material.
Todo
lo contrario de lo que propugnan los de BLM, que es la repetición de
los errores del pasado: ausencia de disciplina en los centros de
enseñanza primaria y secundaria de las comunidades negras; cuotas de
acceso preferente a los estudiantes negros en las universidades;
creación dentro de las universidades de nuevos departamentos de estudios
afroamericanos y expansión de los existentes. Estas propuestas podrán
halagar los egos de los líderes de la comunidad negra —y de muchos
blancos que podrán presumir de progresistas sin costarles nada—, pero
son una receta para condenar a los más débiles a la pobreza perpetua y a
la dependencia.
Sowell
también analizó las raíces intelectuales de estas políticas llamadas
«de progreso» y sus indeseadas consecuencias en A Conflict of Visions
(1987), The Vision of the Anointed: Self-Congratulation as a Basis for
Social Policy (1996) y The Quest for Cosmic Justice (2002).
Milton
Friedman dijo en una ocasión: «La palabra genio se usa con tanta
ligereza que soy de lo más reacio a usarla; pero si me viera obligado a
hacerlo, Thomas Sowell es la persona que se ajusta más a esa
definición». Thomas Sowell sigue trabajando en la Hoover Institution,
donde entró hace cuarenta años.
BLOG ORLANDO TAMBOSI
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