quinta-feira, 26 de abril de 2018

Corrupção e democracia na América Latina


Em artigo publicado pelo Instituto Cato, a articulista Hana Fischer atribui o processo de corrupção na América Latina às excessivas proteções de nível constitucional que possuem as autoridades dos Poderes Executivo e Legislativo - o que praticamente lhes garante a impunidade:


La corrupción es un flagelo que históricamente ha asolado a América Latina. A pesar de ello, el mundo ha quedado impresionado al conocerse su profundidad y extensión a raíz del “Lava Jato”.

No es sorprendente que en las dictaduras ella sea brutal, porque como señala Lord Acton, “el poder tiende a corromper y el poder absoluto corrompe absolutamente”. Por eso, más oportuno es analizar por qué está extendida en las democracias latinoamericanas.

A nuestro juicio, la raíz del problema está en los arreglos institucionales que establecen nuestras constituciones. Ellas son redactadas o reformadas a impulsos de los políticos. Frecuentemente, lo que los impulsa a hacerlo es servir a sus propios intereses corporativos y/o partidarios. En consecuencia, el ciudadano no es el centro sobre el cual gravitan la mayoría de sus artículos sino el “Estado”. El “Estado”, es un eufemismo para hacer referencia a los políticos y burócratas. Como abstracción que es, se le adosa arbitrariamente características que lo asemejan un dios. Por ejemplo, “que no persigue el lucro sino el bien común”.

En las constituciones latinoamericanas el sistema de controles y contrapesos —que no es lo mismo que la separación de poderes sino otro instrumento para limitar el poder— está organizado de tal modo que tiene mucho de farsa. Es decir, por un lado se establecen órganos de contralor pero por el otro se les quita toda real eficacia

A modo de muestra, vamos a describir cómo funciona el Tribunal de Cuentas en Uruguay:

En su página institucional, se señala que “El Tribunal de Cuentas es la Entidad Fiscalizadora Superior que, con autonomía técnica, orgánica y funcional y en cumplimiento de la Constitución y las leyes de la República, ejerce el contralor de la Hacienda Pública en beneficio directo de la Sociedad”.

O sea, un área directamente relacionada con eventuales prácticas corruptas. Sin embargo, la Constitución establece que las observaciones de este Tribunal no son de carácter vinculantes. Es decir, de cumplimiento obligatorio. El gasto que es “observado” por apartarse de las normas establecidas, no produce ningún efecto real. Queda al arbitrio del funcionario público acatar la observación o por el contrario, “reiterar” la erogación.

Hay otra instancia de supuesto “control” de los gastos observados. Lo realiza el Parlamento. También aquí la estructura está concebida para que las corruptelas se extiendan sin cortapisas porque si en 60 días no hay pronunciamiento expreso de los parlamentarios. ¿A quién creen ustedes que la Constitución establece que hay que darle la razón? ¿Al Tribunal de Cuentas como indica el sentido común? ¡No!, al funcionario que incurrió en la ilegalidad...

Eso significa que en la práctica –con el beneplácito u omisión de los “representantes del pueblo”– los funcionarios de las diferentes reparticiones estatales con poder de decisión sobre presupuestos, gastan de manera dispendiosa los dineros públicos. Realmente, gran estímulo para que las prácticas corruptas se extiendan.

Posiblemente debido a esa falencia en su labor de contralor, es que este Tribunal exprese (o más bien reclame) como “visión”, ser “reconocido como un Organismo eficaz en el contralor y mejoramiento de la gestión de la Hacienda Pública”.

¿Se darán por aludidos los políticos uruguayos? Porque en este asunto no hay divergencias entre la derecha y la izquierda. Todos están muy conformes con este estado de cosas.

A raíz del Lava Jato que sacudió el panorama continental, algunos partidos políticos decidieron “emitir una señal” a la ciudadanía, aprobando leyes de “transparencia” en la financiación de las campañas electorales. Pero cuidado, que “hecha la ley, hecha la trampa”.

Un ejemplo de cómo maniobran los políticos latinoamericanos se remonta a 2008 en Uruguay, cuando los legisladores aprobaron una ley sobre financiamiento de los partidos políticos. La Corte Electoral fue designada para controlar, pero no se le dotó de los recursos humanos ni monetarios para poder realizarlo.

La Corte envió una nota a la Comisión del Senado, advirtiendo que “le resultará imposible cumplir a cabalidad con los cometidos asignados” en la nueva ley de financiamiento de partidos, “si paralelamente no se le asignan recursos técnicos, humanos y materiales a tal fin”. ¿Cuál fue el resultado de su advertencia? La indiferencia total. Nuevamente constatamos que el contralor, dentro de las naciones democráticas latinoamericanas, tiene mucho de simulacro. La táctica de asfixiar económicamente a los órganos de contralor así como al Poder Judicial, está íntimamente ligada a la extensión de la corrupción y la impunidad.

Algo está mal concebido en nuestros sistemas democráticos, cuando el Poder Legislativo y el Ejecutivo controlan sus propios presupuestos pero el Judicial —cuya independencia es vital para combatir la corrupción, especialmente la de los “peces gordos” (como estamos presenciando en Brasil)— está en manos de otros poderes públicos.

En Uruguay, el trámite establecido constitucionalmente para la aprobación del presupuesto del Poder Judicial, es que debe ser remitido al Ejecutivo —quien puede modificarlo— y luego al Parlamento quien lo discutirá con prescindencia de la opinión de la judicatura.

Un tratamiento parecido sufre el presupuesto del Poder Judicial en Perú, que en primera instancia depende del Ejecutivo y luego del Legislativo. O sea, que el Poder Judicial peruano para funcionar correctamente, depende de la “buena voluntad” de los otros poderes del gobierno. No parece el mecanismo más idóneo para asegurar la independencia de los jueces y que puedan actuar con solvencia e integridad frente a los poderosos.

El “paquete” de impunidad se completa con otras medidas constitucionales que “protegen” a las autoridades del accionar de la Justicia. Un informe del Centro de Estudios Económicos de la Universidad de Münich, publicado en 2013, señala que los políticos del Mercosur (Uruguay, Paraguay, Argentina y Brasil) son los que tienen un mayor grado de protección contra la cárcel y los procesos judiciales. El estudio se basó en el análisis de las constituciones de 73 países democráticos del mundo. Los fueros que poseen los legisladores, ministros y el Presidente de la República no permiten iniciar un juicio penal sin el desafuero o juicio político correspondiente según los casos.

Esta realidad llevó a que Jorge Díaz —Fiscal de Corte de Uruguay— expresara que se deben eliminar o limitar “los fueros parlamentarios y las inmunidades” que protegen a los políticos mientras son legisladores. Aclaró, que el privilegio jurídico que tiene los políticos sobre los “delitos de opinión” debería mantenerse para protegerlos, pero que, “la sociedad está reclamando a gritos que se castigue con mayor gravedad” los delitos de corrupción, también protegidos por la inmunidad parlamentaria. “Tenemos que eliminar las trabas que tiene la Justicia a la hora de acusar y sancionar a los servidores públicos”.

Lo que los latinoamericanos están reclamando, es que se “democratice” a la democracia. O sea, que nuestras constituciones estén concebidas para proteger al ciudadano y no a los gobernantes. Que desaparezcan los “fueros” que blindan contra la acción de los tribunales. Que los órganos de contralor estén dotados con herramientas efectivas para combatir la corrupción.

El cambio de paradigma democrático en Latinoamérica impulsado por el juez brasileño Sergio Moro —liquidando la impunidad tradicional de los políticos— es lo que tiene desconcertados a los gobernantes latinoamericanos. Asimismo, lo que les preocupa. Por eso comentan entre ellos: “Nunca imaginamos que se llegaría tan lejos".

Este artículo fue publicado originalmente en el Panam Post (EE.UU.) el 22 de abril de 2018.
BLOG ORLANDO TAMBOSI

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