Em artigo publicado pelo Instituto Cato,
a articulista Hana Fischer atribui o processo de corrupção na América
Latina às excessivas proteções de nível constitucional que possuem as
autoridades dos Poderes Executivo e Legislativo - o que praticamente
lhes garante a impunidade:
La corrupción es un flagelo que históricamente ha asolado a América Latina. A pesar de ello, el mundo ha quedado impresionado al conocerse su profundidad y extensión a raíz del “Lava Jato”.
No es sorprendente
que en las dictaduras ella sea brutal, porque como señala Lord Acton,
“el poder tiende a corromper y el poder absoluto corrompe
absolutamente”. Por eso, más oportuno es analizar por qué está extendida
en las democracias latinoamericanas.
A nuestro juicio, la
raíz del problema está en los arreglos institucionales que establecen
nuestras constituciones. Ellas son redactadas o reformadas a impulsos de
los políticos. Frecuentemente, lo que los impulsa a hacerlo es servir a
sus propios intereses corporativos y/o partidarios. En consecuencia, el
ciudadano no es el centro sobre el cual gravitan la mayoría de sus
artículos sino el “Estado”. El “Estado”, es un eufemismo para hacer
referencia a los políticos y burócratas. Como abstracción que es, se le
adosa arbitrariamente características que lo asemejan un dios. Por
ejemplo, “que no persigue el lucro sino el bien común”.
En las constituciones
latinoamericanas el sistema de controles y contrapesos —que no es lo
mismo que la separación de poderes sino otro instrumento para limitar el
poder— está organizado de tal modo que tiene mucho de farsa. Es decir,
por un lado se establecen órganos de contralor pero por el otro se les
quita toda real eficacia
A modo de muestra, vamos a describir cómo funciona el Tribunal de Cuentas en Uruguay:
En su página institucional,
se señala que “El Tribunal de Cuentas es la Entidad Fiscalizadora
Superior que, con autonomía técnica, orgánica y funcional y en
cumplimiento de la Constitución y las leyes de la República, ejerce el
contralor de la Hacienda Pública en beneficio directo de la Sociedad”.
O sea, un área
directamente relacionada con eventuales prácticas corruptas. Sin
embargo, la Constitución establece que las observaciones de este
Tribunal no son de carácter vinculantes. Es decir, de cumplimiento
obligatorio. El gasto que es “observado” por apartarse de las normas
establecidas, no produce ningún efecto real. Queda al arbitrio del
funcionario público acatar la observación o por el contrario, “reiterar”
la erogación.
Hay otra instancia de
supuesto “control” de los gastos observados. Lo realiza el Parlamento.
También aquí la estructura está concebida para que las corruptelas se
extiendan sin cortapisas porque si en 60 días no hay pronunciamiento
expreso de los parlamentarios. ¿A quién creen ustedes que la
Constitución establece que hay que darle la razón? ¿Al Tribunal de
Cuentas como indica el sentido común? ¡No!, al funcionario que incurrió
en la ilegalidad...
Eso significa que en
la práctica –con el beneplácito u omisión de los “representantes del
pueblo”– los funcionarios de las diferentes reparticiones estatales con
poder de decisión sobre presupuestos, gastan de manera dispendiosa los
dineros públicos. Realmente, gran estímulo para que las prácticas
corruptas se extiendan.
Posiblemente debido a
esa falencia en su labor de contralor, es que este Tribunal exprese (o
más bien reclame) como “visión”, ser “reconocido como un Organismo
eficaz en el contralor y mejoramiento de la gestión de la Hacienda
Pública”.
¿Se darán por
aludidos los políticos uruguayos? Porque en este asunto no hay
divergencias entre la derecha y la izquierda. Todos están muy conformes
con este estado de cosas.
A raíz del Lava Jato
que sacudió el panorama continental, algunos partidos políticos
decidieron “emitir una señal” a la ciudadanía, aprobando leyes de
“transparencia” en la financiación de las campañas electorales. Pero
cuidado, que “hecha la ley, hecha la trampa”.
Un ejemplo de cómo
maniobran los políticos latinoamericanos se remonta a 2008 en Uruguay,
cuando los legisladores aprobaron una ley sobre financiamiento de los
partidos políticos. La Corte Electoral fue designada para controlar,
pero no se le dotó de los recursos humanos ni monetarios para poder
realizarlo.
La Corte envió una
nota a la Comisión del Senado, advirtiendo que “le resultará imposible
cumplir a cabalidad con los cometidos asignados” en la nueva ley de
financiamiento de partidos, “si paralelamente no se le asignan recursos
técnicos, humanos y materiales a tal fin”. ¿Cuál fue el resultado de su
advertencia? La indiferencia total. Nuevamente constatamos que el
contralor, dentro de las naciones democráticas latinoamericanas, tiene
mucho de simulacro. La táctica de asfixiar económicamente a los órganos
de contralor así como al Poder Judicial, está íntimamente ligada a la
extensión de la corrupción y la impunidad.
Algo está mal
concebido en nuestros sistemas democráticos, cuando el Poder Legislativo
y el Ejecutivo controlan sus propios presupuestos pero el Judicial
—cuya independencia es vital para combatir la corrupción, especialmente
la de los “peces gordos” (como estamos presenciando en Brasil)— está en
manos de otros poderes públicos.
En Uruguay, el
trámite establecido constitucionalmente para la aprobación del
presupuesto del Poder Judicial, es que debe ser remitido al Ejecutivo
—quien puede modificarlo— y luego al Parlamento quien lo discutirá con
prescindencia de la opinión de la judicatura.
Un tratamiento
parecido sufre el presupuesto del Poder Judicial en Perú, que en primera
instancia depende del Ejecutivo y luego del Legislativo. O sea, que el
Poder Judicial peruano para funcionar correctamente, depende de la
“buena voluntad” de los otros poderes del gobierno. No parece el
mecanismo más idóneo para asegurar la independencia de los jueces y que
puedan actuar con solvencia e integridad frente a los poderosos.
El “paquete” de
impunidad se completa con otras medidas constitucionales que “protegen” a
las autoridades del accionar de la Justicia. Un informe del Centro de
Estudios Económicos de la Universidad de Münich, publicado en 2013,
señala que los políticos del Mercosur (Uruguay, Paraguay, Argentina y
Brasil) son los que tienen un mayor grado de protección contra la cárcel
y los procesos judiciales. El estudio se basó en el análisis de las
constituciones de 73 países democráticos del mundo. Los fueros que
poseen los legisladores, ministros y el Presidente de la República no
permiten iniciar un juicio penal sin el desafuero o juicio político
correspondiente según los casos.
Esta realidad llevó a
que Jorge Díaz —Fiscal de Corte de Uruguay— expresara que se deben
eliminar o limitar “los fueros parlamentarios y las inmunidades” que
protegen a los políticos mientras son legisladores. Aclaró, que el
privilegio jurídico que tiene los políticos sobre los “delitos de
opinión” debería mantenerse para protegerlos, pero que, “la sociedad
está reclamando a gritos que se castigue con mayor gravedad” los delitos
de corrupción, también protegidos por la inmunidad parlamentaria.
“Tenemos que eliminar las trabas que tiene la Justicia a la hora de
acusar y sancionar a los servidores públicos”.
Lo que los
latinoamericanos están reclamando, es que se “democratice” a la
democracia. O sea, que nuestras constituciones estén concebidas para
proteger al ciudadano y no a los gobernantes. Que desaparezcan los
“fueros” que blindan contra la acción de los tribunales. Que los órganos
de contralor estén dotados con herramientas efectivas para combatir la
corrupción.
El cambio de
paradigma democrático en Latinoamérica impulsado por el juez brasileño
Sergio Moro —liquidando la impunidad tradicional de los políticos— es lo
que tiene desconcertados a los gobernantes latinoamericanos. Asimismo,
lo que les preocupa. Por eso comentan entre ellos: “Nunca imaginamos que
se llegaría tan lejos".
Este artículo fue publicado originalmente en el Panam Post (EE.UU.) el 22 de abril de 2018.
BLOG ORLANDO TAMBOSI
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