Artigo de Álvaro Vargas Llosa, publicado pelo Instituto Independiente, aborda a condenação de Lula e o importante papel desempenhado pela Lava-Jato, afirmando que de "perseguido" Lula nada tem:
El Tribunal Regional
Federal de la 4ta. Región -corte de segunda instancia en Porto Alegre-
acaba de confirmar la culpabilidad de Lula da Silva, el ex presidente
brasileño, ampliando su pena de cárcel de nueve a 12 años. Aunque
todavía puede solicitar diferir la aplicación de la medida o pedir el
amparo del Supremo Tribunal Federal, la trayectoria que lleva su
proceso, uno de varios en marcha, apunta a que el político brasileño no
podrá ser candidato a las elecciones en octubre de este año. Porque,
como es sabido, la condena judicial en segunda instancia impide su
candidatura.
Quienes leen, a vuelo
de pájaro, los titulares de las noticias internacionales podrían tener
la impresión de que se está cometiendo con Lula una injusticia. Después
de todo, parece poca cosa que se lo acuse de haber recibido un
departamento a cambio de favores políticos para la constructora OAS sin
que haya documentos que prueben que él fue es el propietario directo o
indirecto de ese tríplex del litoral paulista. Parece poca cosa, digo,
en comparación con la gargantuesca corrupción de Lava Jato, ese masivo
intercambio de sobornos por contratos de obra pública que tuvo a
Petrobras como la cabeza de la araña durante los gobiernos de Lula y
Dilma Rousseff. Es importante que quienes tienen esa superficial lectura
de lo que sucede con Lula comprendan, independientemente de su
ideología o sus simpatías y antipatías, que el ex presidente es visto
por policías, fiscales y jueces que llevan investigando el caso desde
2014 como la pieza más importante del rompecabezas. Por eso, además de
la acusación de soborno relacionada con el departamento, los jueces
aceptaron en todo este tiempo procesarlo por cinco denuncias hechas por
los fiscales, a lo que hay que sumar otras dos acusaciones más
recientes. Pueden venir varias más y, en todo caso, que la del dichoso
tríplex sea la causa que está acaparando los titulares por tratarse del
proceso más avanzado no desmerece la gravedad de la responsabilidad, y
casi con toda seguridad culpabilidad, del ex mandatario en diversos
aspectos medulares del tinglado de corrupción. Es algo que el paso del
tiempo -a medida que los otros procesos avancen- irá dejando más claro.
En cierta forma los
jueces del Tribunal de Porto Alegre que acaban de ampliar la sentencia
que había dado el tribunal del famoso juez Sergio Moro en Curitiba ya lo
adelantaron esta semana al justificar su decisión. Uno de los tres
jueces, Joao Pedro Gebran Neto, por ejemplo, dijo que Lula fue “uno de
los artífices, si no el principal” del esquema de contratos corruptos de
Petrobras; otro de ellos, Leandro Paulsen, explicó que no se juzga a
Lula por ser un político o pensar de determinada manera sino por sus
delitos, añadiendo la reflexión perfectamente lógica de que el hecho de
haber sido Presidente es muy grave por la “desestabilización” de la
democracia brasileña. No hay mayor prueba de eso que el trauma que viven
los brasileños desde 2014, cuyos efectos son la pérdida de credibilidad
de todos los partidos (hay casi 30 representados en el Congreso) y el
clima de revuelta popular que de tanto en tanto amenaza con barrerlo
todo. Hubo incluso una destitución presidencial, no lo olvidemos.
Entendamos bien que
Lula, el hombre humilde de Pernambuco que inició su carrera sindical en
San Bernardo do Campo, en el estado de Sao Paulo y llegó a la
Presidencia de su país tras tres intentos frustrados, no está siendo
juzgado por su fascinante biografía, sus ideas, su trayectoria o su
gestión presidencial. Creer eso -o decirlo- es tener una falta de
respeto insultante por los brasileños pobres. Porque son ellos las
peores víctimas de la corrupción, de un sistema que, a cambio de
distribuir dinero a la población en tiempos de abundancia, se da a sí
mismo una licencia para convertir la creación de riqueza, el acceso al
poder y el ascenso social en un comercio excluyente y vil que hace
escarnio de la legalidad, la igualdad ante la ley, el estado de derecho,
la democracia y la neutralidad como principio del Estado. Causa
histórica, hay que añadir, de que Brasil siga siendo un país
subdesarrollado.
Que un ex tornero
formado en el sindicalismo y fundador del Partido de los Trabajadores
que desde el poder amplió los programas sociales heredados de su
antecesor haya sido el centro neurálgico de una vasta práctica de
corrupción no es una atenuante, como creen los que aún ven a Lula como
un Cristo, sino una agravante. Porque representa una traición contra el
medio social en el que se crió y formó: un medio que no estaría como
está si no hubiera sido porque los políticos y sus compinches, los
empresarios corruptos, los mantuvieron secularmente en esa condición al
impedir durante tanto tiempo el surgimiento de instituciones estatales y
privadas fuertes, y de una economía competitiva y moderna.
Lula y sus
partidarios, quienes lo tienen encabezando las encuestas con más de 30%
de cara a unas elecciones en las que casi con toda seguridad no podrá
participar, creen que repartir dinero a los pobres justifica cobrárselo a
los ricos a cambio de oportunidades de negocio. Así piensan, por
cierto, tantos populistas -de izquierda o derecha- en medio mundo. La
idea es que la corrupción adquiere derecho de ciudad y validez moral, y
por tanto deja de ser corrupción, si es disimulada bajo un sistema
distributivo asistencialista. Si ese sistema, como fue el caso entre
2003 y 2010, los años del gobierno de Lula, coincide con un periodo de
bonanza internacional relacionada con las materias primas y por tanto
con un ciclo virtuoso de inversión, crecimiento y empleo, la
justificación de la corrupción es todavía mayor. Así, el sentido de la
moral pública cambia por completo, de manera que lo único que importa
para ser juzgado en términos éticos no es ser probo o corrupto, sino
distribuir o no distribuir. El silogismo es sencillo: si yo reparto
dinero a los demás soy un hombre moral, y como Presidente saqué de la
pobreza a 30 millones repartiendo dinero, por tanto yo soy un hombre
moral.
En otros lugares y
tiempos, no era el asistencialismo lo que determinaba la moralidad
pública sino la ideología o la doctrina. Durante otro de los grandes
procesos contra la corrupción en la época contemporánea, conocido como
“Manos Limpias” y ocurrido en Italia, Bettino Craxi, el líder
socialista, y los jerarcas de la Democracia Cristiana justificaron sus
desfalcos y tropelías con el argumento de que habían favorecido a los
más necesitados o de que habían dado estabilidad democrática a su país
tras la Segunda Guerra Mundial (o, incluso, de que habían impedido el
comunismo de estirpe estalinista). La acción política entendida como
dispensa moral es una característica del corrupto.
Si Lula quiere
plantear la discusión en términos de gestión política, también sale mal
parado aunque muchos brasileños tengan un buen recuerdo. El sistema
populista y mercantilista, basado en un gigantesco gasto fiscal, en el
cual para hacer negocios dentro o fuera del país había que intercambiar
favores crematísticos por favores políticos (estos últimos incluían,
además de contratos con el Estado, el uso de BNDES, banco de desarrollo
gubernamental, para financiar a las empresas cercanas al poder),
demostró su falacia una vez que el contexto internacional cambió. A los
años de crecimiento y bonanza siguieron los del desastre económico que
empezó a vivirse en Brasil a finales de 2014 y que, a pesar de repunte
lento que tiene lugar desde hace varios meses, todavía lastran al país. A
diferencia de países latinoamericanos con sistemas más abiertos y menos
estatistas, que siguieron creciendo más lentamente tras el fin de la
bonanza de los “commodities”, Brasil se encogió dramáticamente,
devolviendo a un sector que había accedido a la clase media a una
condición de desamparo. A otros los dejó angustiosamente sobreendeudados
tras el festín consumista propiciado por los incentivos del gobierno.
Todo esto habría
bastado para colocar la gestión de Lula en su justa dimensión, que no es
la mítica que tiene para los muchos seguidores del Partido de los
Trabajadores y por millones de brasileños beneficiados por los programas
sociales. Pero, coincidiendo con ese retorno a la realidad, estalló el
caso Lava Jato, que al comienzo era un asunto menor relacionado con el
abastecimiento de algunas estaciones de lavado de autos pero que, tras
la detención de Paulo Roberto Costa, ex encargado de tratar con los
proveedores en Petrobras, pasó a convertirse en la sensación que ha sido
en estos últimos años. Brasil y el mundo descubrieron entonces que,
además de un sistema económicamente fracasado, el “lulapetismo” era
integralmente corrupto. Ya había indicios significativos, pues en el
primero de los dos gobiernos de Lula había estallado el caso del
“mensalao”, los pagos a congresistas para votar a favor del gobierno.
Pero sólo el avance de las investigaciones permitió apreciar la magnitud
de la inmoralidad que anidaba en el “lulapetismo” y abarcaba también a
otros partidos, empezando por el que hoy gobierna, Partido del
Movimiento Democrático Brasileño, durante años aliado del PT, y en menor
medida al opositor Partido de la Social Democracia Brasileña.
En esa cueva
oscurísima, una vela dio algo de luz: el sistema jurisdiccional. Brasil
pasó a ser, de la mano de Sergio Moro y otros magistrados (y fiscales),
la república de los jueces, que ocuparon un espacio institucional, moral
y público desproporcionado. Un espacio que en circunstancias normales
habría sido malsano (quizá imposible). En estas circunstancias, el que
así fuera probablemente ayudó a impedir que se viniera abajo la
democracia o que la ira popular dejase a la república tan malherida que
esa democracia ya no fuera capaz de funcionar de una forma mínimamente
razonable.
A punta de delaciones
premiadas (irónicamente, una reforma sancionada por Dilma), cárcel
preventiva para impedir fugas o manipulaciones de pruebas, y
filtraciones a la prensa, los jueces mantuvieron a salvo la democracia
-la república- y llevaron a Brasil al lugar convaleciente donde está
hoy, a pocos meses de las elecciones. La pregunta es si todo ese
esfuerzo de higiene pública -que ha llevado a decenas de empresarios y
políticos a prisión y mantiene a muchos más bajo investigación o
proceso- se desmoronará con la candidatura populista, a hombros de sus
seguidores, de Lula da Silva o si la justicia prevalecerá contra él y, a
partir de los comicios de octubre, se iniciará una siguiente etapa, más
normal, en la que será posible para los jueces volver a su sitio y a
las demás instituciones empezar a ocupar plenamente el suyo. Tiendo a
creer que lo segundo es hoy bastante más probable que lo primero y que
esa es una muy buena cosa para ese país.
BLOG ORLANDO TAMBOSI
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