Artigo de Mário Vargas Llosa, sobre o separatismo da Catalunha, publicado no Instituto Independiente:
¿Habrá hoy referéndum en Cataluña?
Espero ardientemente que, en un acto de sensatez, la Generalitat lo
haya desconvocado, pero, de otro lado, sé de sobra los altos niveles de
testarudez e irrealidad que conlleva todo nacionalismo, de manera que no
es imposible que, pese a todo —y este “todo” es muchísimo—, los
dirigentes del Govern catalán se empeñen en incitar a sus partidarios a
desobedecer la ley y votar. Si ocurre así, el llamado referéndum será
una caricatura de consulta, írrita a la legalidad, sin censo de
votantes, ni urnas autorizadas, ni compromisarios, ni padrones
electorales, con un porcentaje mínimo de participantes y sólo
independentistas, es decir, el monólogo patético de una minoría ciega y
sorda a la racionalidad, pues, según las encuestas, por lo menos dos
tercios de los catalanes admiten que el referéndum carece de validez
legal. Sólo servirá para alimentar el victimismo, ingrediente esencial
de toda ideología nacionalista, y acusar al Gobierno español de haber
violentado la democracia impidiendo al pueblo catalán ejercer su derecho
a decidir su destino mediante la más pacífica y civilizada manera
democrática, que es votar.
Escribo este artículo
muy lejos de España, en sus antípodas, y desconozco los últimos
episodios de este problema que ha tenido en vilo a todo el país en las
últimas semanas. Pero tal vez la distancia sea buena para preguntarse
con serenidad qué ha llevado a Cataluña, una de las regiones más cultas y
cosmopolitas de España, a que prenda en su seno, de manera tan
extendida, esa anticuada, provinciana y aberrante ideología que es el
nacionalismo. ¿Cómo es posible que millares de jóvenes universitarios y
escolares de una sociedad moderna, que forma parte del más generoso e
idealista proyecto democrático de nuestro tiempo, la construcción de
Europa, concebida precisamente como una ciudadela contra los
nacionalismos que han bañado de sangre y de cadáveres la historia,
tengan ahora como ilusión política querer encastillarse en una sociedad
cerrada y obsoleta, que retrocedería y empobrecería brutalmente a
Cataluña, pues saldría del euro y de la Unión Europea y tendría un largo
y difícil trámite para retornar a ellos?
La respuesta no puede
ser la que esgrimen los nacionalistas, que ello se debe a que “España
roba a Cataluña”, pues, precisamente, desde la caída de la dictadura de
Franco y la transición hacia la democracia esta región ha obtenido
progresivamente la mayor atribución de competencias económicas,
culturales y políticas de toda su historia. Podría no ser suficiente,
desde luego, y quizás haya habido de parte de los gobiernos centrales
negligencia en atender los reclamos de Cataluña; pero esto, que tiene
una salida perfectamente negociada dentro de la legalidad, no puede
justificar la pretensión de cortar de manera unilateral quinientos años
de historia común y romper con el resto de una comunidad que está
presente e imbricada de mil maneras en la sociedad y la historia
catalanas.
Nada puede estar más
reñido con el provincianismo racista y anacrónico del nacionalismo que
la gran tradición cultural bilingüe de Cataluña, con sus artistas,
músicos, arquitectos, poetas, novelistas, cantantes, que estuvieron casi
siempre a la vanguardia, experimentando nuevas formas y técnicas,
abriéndose al resto del mundo, asimilando lo nuevo con fruición y
propagándolo por el resto de España. ¿Cómo encajan un Gaudí, un Dalí o
un Tàpies con un Puigdemont y un Junqueras? ¿Y un Pla o Foix o Marsé o
Serrat o Cercas con Carme Forcadell o Ada Colau? Hay un abismo tal entre
lo que unos y otros representan que cuesta imaginar alguna línea de
continuidad cultural o ideológica que los una.
La explicación está
seguramente en una labor de adoctrinamiento sistemático, que comenzando
en las escuelas y proyectándose a todo el conjunto de Cataluña a través
de los grandes medios de comunicación, orquestado y financiado desde el
Govern catalán desde los años de Jordi Pujol y sus seguidores, fue
calando en las nuevas generaciones hasta impregnarlas con la ficción
perniciosa que significa todo nacionalismo. Un adoctrinamiento que no
fue casi contrarrestado por la incuria o la ingenua creencia de parte
del Gobierno y la élite política e intelectual del resto de España de
que aquella fabricación mentirosa no prendería, que la sociedad catalana
sabría resistirla, que el problema se iría resolviendo solo. No ha sido
así y esa incuria irresponsable está hoy detrás de un monstruo que ha
crecido y llevado a buena parte de Cataluña a una deriva secesionista
que, aunque cuando no triunfe —y yo creo firmemente que no triunfará—,
puede precipitar a España en una crisis traumática, que, entre otras
consecuencias nefastas, podría paralizar el proceso de recuperación
económica que tantos sacrificios ha costado ya a los españoles.
Un sector minoritario
de la extrema izquierda ha hecho causa común con el independentismo
catalán y otro, más numerosos y más sensato, exige diálogo. No hay duda
de que esto último parece indispensable. El problema, sin embargo, es
que para que un diálogo sea posible y fructífero, tiene que haber algún
denominador común entre los dialogantes. Lo hubo en el pasado y fue
lamentable que, entonces, las negociaciones no tuvieran lugar. Pero,
ahora, aunque no imposible, es mucho más difícil dialogar con quienes no
aceptan otra opción que “la secesión sí o sí” y tienen en su
intransigencia el respaldo de un sector considerable de la población
catalana.
Hay que tender
puentes primero, reconstruir los que se han roto. Y ésta es una labor
esencialmente cultural. Convencer a los menos fanatizados y
recalcitrantes que el nacionalismo —todo nacionalismo— siempre fue una
epidemia catastrófica para los pueblos que sólo produjo violencia,
incomunicación, exclusión y racismo, y que, sobre todo en esta época de
globalización universal que está deshaciendo poco a poco las fronteras,
es suicida querer resistirse a este proceso enormemente beneficioso para
toda la humanidad. Y explicar que España necesita a Cataluña tanto como
Cataluña necesita a España para integrarse mejor en la gran aventura de
Europa y perseverar —perfeccionándola sin tregua— en esta democracia
que ha traído a este país unas condiciones de vida que son las más
libres y prósperas de toda su historia. La independencia de Cataluña
sería trágica para España y sobre todo para Cataluña, que habría caído
en manos de una ideología retrógrada y bárbara y de unos demagogos que
la conducirían a su ruina. Todo lo que hay de justo en las demandas
soberanistas se puede alcanzar dentro de la unidad, mediante
negociaciones, sin fracturar la legalidad que en este último medio siglo
ha ido haciendo de España un país libre y democrático. No olvidemos
que, durante la Transición, el mundo entero miraba a España como un
ejemplo a seguir, por haber transitado tan pronto y de manera tan cauta y
pacífica hacia la democracia, con la actitud tolerante y solidaria de
todos los partidos políticos y el beneplácito de la inmensa mayoría de
la nación. No es tarde para retomar aquel punto de partida solidario del
que se derivaron tantos bienes para el conjunto de los españoles,
empezando por el más importante, que es la libertad. Por todos los
medios racionales posibles, hay que persuadir a los catalanes de que el
nacionalismo es uno de los peores enemigos que tiene la libertad y que
este período aciago debe quedar atrás, como una pesadilla que se
desvanece al despertar.
BLOG ORLANDO TAMBOSI
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