O escritor e jornalista
liberal Carlos Alberto Montaner, que nasceu em Cuba, faz uma análise da
tirania de Fidel Castro e se pergunta: "haverá castrismo sem Castro"?
Artigo publicado no Instituto Cato:
Muerto Fidel Castro,
tibio todavía su cadáver, surgen varias preguntas urgentes. ¿Cómo fue
posible el castrismo? ¿Por qué Cuba se convirtió en la única dictadura
comunista de América Latina? ¿Cuál era la esencia de un régimen que ha
durado más de cinco décadas, convirtiéndose en la dictadura más larga de
la historia de América Latina? ¿Habrá un castrismo sin Castro?
Como resulta
inevitable, para entender este excéntrico fenómeno es preciso remitirse a
la historia de la república cubana. Fidel Castro ni cayó del cielo ni
ascendió desde el infierno. Fue el producto de ciertas ideas y actitudes
que existían en la Cuba de sus años formativos. Lo parió el país,
porque la tierra había sido previamente cultivada para dar esos o
parecidos frutos.
Nacido en 1926, a
principios del gobierno del general Gerardo Machado, quien enseguida
comenzó a mostrar su dureza y falta de respeto por los derechos humanos,
el niño Castro creció entre los rumores de violencia que seguramente
llegaban a su remota finca de Birán, en el oriente de Cuba. En 1933,
finalmente, y tras cruentos enfrentamientos entre diversos grupos
insurrectos, el dictador huyó del país.
¿Qué herencia
política más visible dejaba este episodio? No era, ciertamente, el amor
por la democracia y las libertades, sino el culto por la redentora
violencia revolucionaria. La idea predominante en el país era que la
justicia, la honradez y la prosperidad vendrían de la mano de unos
revolucionarios armados con pistolas e iluminados por la voluntad de
guiar al pueblo hacia un destino fulgurante.
A la espera del Mesías
Nadie, o muy poca
gente, pensaba entonces en la importancia de las instituciones o en el
Estado de Derecho para enderezar el país. Se esperaba la llegada de un
Mesías revolucionario. Se buscaba un líder salvador. Para algunos era
Grau, para otros, Chibás o hasta Batista. Esa —el mesianismo— era una
actitud muy generalizada en la sociedad cubana. Mala cosa para construir
una democracia respetable. Pero junto a ella había otras creencias que
comenzaron a abrirse paso rápidamente: el buen revolucionario no solía
tener el menor respeto por la propiedad privada.
En los años treinta,
en Cuba y en todas partes, se extendió la creencia de que la pobreza de
una parte sustancial de la sociedad se debía a los bienes que otros
poseían. Lo que uno tenía siempre se lo había quitado a otro. El
capitalismo era sustancialmente depredador. Eso no quiere decir que la
sociedad suscribía la cosmovisión marxista, mucho más compleja y
elaborada, sino que se había popularizado un juicio sumario contra la
economía de mercado y el "estado burgués". Ser revolucionario, pues,
consistía en distribuir la riqueza existente entre los desposeídos.
A la incriminación
general del capitalismo, en Cuba se añadía un componente internacional:
quien con mayor avidez y codicia representaba esas fuerzas explotadoras
era EE.UU., primer inversor extranjero en la isla. Desde los años veinte
se oye en Cuba, de manera creciente, el clamor contra el imperialismo
yanqui en el terreno económico. Para algunos cubanos —tal vez para
muchos— la tutela estadounidense era una forma humillante de injerencia.
Otros, en cambio, la veían como una especie de seguro contra los
impulsos autodestructivos de la clase dirigente.
Gánsters
El tercer ingrediente
que nutre la cultura política que le da vida a Castro es el gansterismo
político. Las organizaciones políticas surgidas al calor de la lucha
contra Machado desovaron diversos grupos armados que se hacían la guerra
en las calles, fundamentalmente, de La Habana. No fueron grandes
matanzas —el total de muertos a lo largo de dos décadas no alcanzó el
centenar—, pero imprimieron en la juventud, y muy especialmente en la
que se asomaba a la política, una perniciosa admiración por los
"muchachos del gatillo alegre", como los calificara un periodista de la
época que tradujo del inglés el apelativo de la banda de Al Capone.
Había pandillas
armadas en las universidades y en los sindicatos cubanos. Había
ministros y senadores que se rodeaban de pandilleros. Todos los partidos
políticos —incluidos los comunistas, naturalmente— tenían sus "hombres
de acción", es decir, unos cuadros destacados que siempre estaban
dispuestos a disparar o liarse a golpes contra adversarios de similar
inclinación por la violencia.
Pero lo terrible es
que todo esto sucedía en medio de una atmósfera de adulación y temor que
embargaba a casi toda la ciudadanía. Los nombres de los jefes
pandilleros se pronunciaban con respeto. Algunos de ellos aspiraban al
Parlamento y alcanzaban actas de representantes o senadores. Fidel
Castro, en su juventud, perteneció a una de esas pandillas y protagonizó
hechos de sangre como parte de su esfuerzo por construirse una buena
biografía. Un político, para triunfar en esa Cuba, antes que talento,
decencia e ideas, debía exhibir una masa testicular abundante.
Ahí están los cuatro
elementos clave de la atmósfera en que se cría y respira Fidel Castro:
el mesianismo revolucionario, siempre trufado por el desprecio al Estado
de Derecho; la condena del capitalismo como un sistema explotador
causante de graves iniquidades; el antiyanquismo, por esquilmar a los
trabajadores cubanos y por las ofensivas injerencias en los asuntos
internos de la isla; y el culto por la violencia política, que siempre
implica una estructura jerárquica basada en la intimidación del más
débil por el más fuerte y audaz.
A este substrato
general, Fidel Castro le agregó sus circunstancias particulares. Durante
su bachillerato, que coincidió con la Segunda Guerra Mundial, lo
educaron los jesuitas falangistas provenientes de la Guerra Civil
española. El mensaje que estos sacerdotes traían no era muy divergente
del de los revolucionarios cubanos: era antidemocrático, anticapitalista
y antiyanqui. Eran los tiempos en que la España de Franco reivindicaba
el resurgimiento de la Hispanidad como la respuesta latina y católica
contra el grosero mundo anglosajón y protestante.
Tampoco era un
mensaje que rechazara la violencia. Y todos estos valores y creencias se
instalaban en una personalidad que desde la adolescencia mostraba los rasgos autoritarios y egocéntricos
del tipo de psicopatología que los especialistas describen como
"narcisista". Fidel era un narcisista de libro de texto pero, además, se
sentía capaz de realizar las mayores hazañas y tenía la audacia para
intentarlas. Eso formaba parte de su grandiosa autopercepción.
No es este el lugar
de consignar la historia de la insurrección de Castro, mas debemos
resumirla en un párrafo: en 1952, a pocos meses de unas elecciones en
las que Fidel, por cierto, era candidato a congresista por un partido
socialdemócrata, Fulgencio Batista da un golpe militar y derroca al
presidente legítimo Carlos Prío Socarrás. A partir de ese momento, como
ocurriera contra Machado veinte años antes, diversos grupos recurren a
la violencia para tratar de desalojar del poder al dictador. Todos —y
entre ellos el que crea y lidera Fidel Castro, el Movimiento 26 de
Julio— prometen restaurar las libertades conculcadas y restablecer la
democracia.
Finalmente, la noche
del 31 de diciembre de 1958 Batista huye de Cuba y la oposición se
apodera de los resortes del poder. Ocho días más tarde, Fidel Castro
entra triunfalmente en La Habana al frente de sus guerrilleros barbudos.
Su liderazgo se ha impuesto por encima de los demás grupos insurrectos.
¿Qué se propone hacer
Castro? Públicamente, ha renegado del comunismo y prometido elecciones y
democracia, pero secretamente ha decidido "hacer la revolución". Su
radicalización ha sido progresiva desde el asalto al cuartel Moncada en
1953. En el exilio mexicano ha conocido al Che Guevara, quien viene del
fallido episodio izquierdista del guatemalteco Jacobo Arbenz.
Su revolución
¿Qué es para Castro
"hacer la revolución"? Sin duda, llevar hasta las últimas consecuencias
las premisas que flotaban en el ambiente en que construyó su visión de
la realidad política y social: si el capitalismo y la empresa privada
eran nocivos, había que sustituirlos por el Estado-empresario. Si los
norteamericanos eran unos explotadores que habían humillado a los
cubanos durante décadas, había que echarlos del país y salir a
combatirlos en todos los escenarios. Si la burguesía cubana era aliada
de los yanquis, ¿qué otro trato merecía que la privación de sus bienes,
la cárcel o el destierro? Si la política cubana había estado plagada por
las desvergüenzas y la corrupción, lo correcto era imponer una sola y
disciplinada voz: la de la revolución, es decir, la de él mismo
auxiliado por un partido único.
Ademanes fascistas
¿Cómo podía
calificarse Castro en el terreno ideológico? Era un revolucionario
radical, anticapitalista y antiyanqui, dotado de temperamento y de
ademanes fascistas. Sólo que por ese camino, en medio de la Guerra Fría,
se desembocaba en el comunismo y en el modelo soviético, porque
solamente la URSS podía insuflar forma y sentido en la banda armada,
desorganizada y caótica que había tomado el poder en Cuba, y servirle de
guardaespaldas al régimen frente a Washington.
La reacción de los
cubanos ante Castro fue de absoluto e ingenuo fervor. El Mesías
revolucionario había llegado a salvarlos. Y como la ciudadanía no sentía
demasiado respeto por las instituciones, ni entendía la esencia del
Estado de Derecho, porque vivía inmersa y anestesiada por la cultura
revolucionaria, no parecen haber sido muchos los cubanos que se
horrorizaron con los juicios sumarios tras los que se fusilaron a
cientos de militares acusados de asesinatos y torturas al servicio de
Batista.
También es posible
que en esos años la mayoría del país apoyara la incautación de la prensa
libre, la intervención de las escuelas privadas o la confiscación del
aparato productivo, atropellos a las libertadesacompañadas por la
arbitraria y muy populista reducción de los alquileres de las viviendas
en un 50 por ciento, medida inmediatamente aplaudida. Era el preludio
para luego confiscarlas.
Escasa resistencia
Igual sucedió con el
comercio importante y las grandes industrias. Todo sucedió
vertiginosamente entre los años 1959 y 1960; y, aunque hubo oposición
armada y alzamientos campesinos, la verdad es que la resistencia ante la
apisonadora revolucionaria no fue masiva ni espectacular. Vivir en una
cultura revolucionaria había debilitado los mecanismos defensivos de la
sociedad cubana.
El grueso de la
oposición más decidida prefirió huir que enfrentarse a Castro, aunque en
el exilio unos mil quinientos jóvenes, organizados por EE.UU., lanzaron
la fracasada invasión de Bahía de Cochinos. Prevalecía entonces la idea
de que Washington no podía permitir la entronización de un satélite de
Moscú a noventa millas de sus costas. Los marines pondrían orden en el
alterado manicomio de siempre. Y lo más prudente parecía ser contemplar
estos toros desde la barrera del exilio.
Pero, además de hacer
la revolución en el terreno económico y político de acuerdo con el
modelo leninista importado de Moscú, Fidel Castro le dio otro sentido
parcialmente distinto a su gobierno: desde el año 1959 se convirtió en
el paladín de la causa comunista en el planeta. Organizó, financió y
adiestró expediciones de insurrectos a medio planeta. Sentía la
necesidad imperiosa de reproducirse. Su verdadero leit motiv era ése y
no la transformación del país.
Su sueño consistía en
que en cada rincón del mundo un pequeño grupo de guerrilleros armados
desatara una revolución antiimperialista, antiyanqui, anticapitalista
que repitiera su triunfo político. Su narcisismo lo impulsaba a tratar
de influir en los destinos del planeta. No se resignaba a ser el
abrumado administrador de una pequeña isla cañera del Caribe empeñada en
cumplir con absurdos o quiméricos planes quinquenales. Castro quería
ser Bolívar, Napoleón, Alejandro Magno.
Angola y Etiopía
Para realizarse,
Castro necesitaba triunfar a escala planetaria, lo que le llevó a enviar
a decenas de miles de soldados cubanos a las guerras de Angola y
Etiopía durante más de 15 años, conflicto que supera en tiempo, y
probablemente en bajas en combate, a las dos guerras de independencia
que tuvo Cuba en el siglo XIX.
El comandante, en
suma, acaba de morir tras una larga enfermedad que lo apartó del
gobierno desde 2006, pero su régimen comenzó a agonizar mucho antes, en
el momento en que Gorbachov desató la perestroika, agravándose después,
en 1989, con la caída del muro de Berlín, antesala de la desaparición
del Bloque del Este, la disolución de la Unión Soviética y total
descrédito del marxismo como referencia teórica.
¿Cómo resistió Castro
este cataclismo? Al margen de la ayuda masiva otorgada por Hugo Chávez,
la revolución ha resistido por el mismo procedimiento que Corea del
Norte: no cediendo un milímetro de poder y no permitiendo la menor
disensión en las filas del poder. ¿Podrá Raúl Castro mantener el mismo
rumbo? Supongo que solo por cierto tiempo. El mesianismo no es transferible y la desmoralización ideológica de la clase dirigente es total.
Por otra parte, la
cultura política que Castro lega es totalmente diferente a la que él
recibió. Con Fidel Castro ha muerto más que un líder. La cultura
revolucionaria también ha llegado a su fin en Cuba. Esto le abre las
puertas a un futuro esperanzador para todos los cubanos.
BLOG ORLANDO TAMBOSI
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