O
dramaturgo russo deixou um legado literário magistral, reflete Irène
Némirovsky em sua extraordinária e concisa biografia do autor. Alberto
Ojeda para El Cultural:
Chéjov
saborea una copa de Moët en la habitación de un balneario de la Selva
Negra. La botella la ha pedido el médico alemánque lo atiende y que
sabe que en pocos instantes dejará de respirar definitivamente. La
hemoptisis (el mismo desarreglo respiratorio que pasaportó a Molière)
habrá completado así su trabajo en los pulmones del autor de El jardín
de los cerezos, que lleva años angustiado por una tos sanguinolenta.
Olga,
su mujer, actriz de la compañía de Teatro de Arte de Stanislavski,
intenta aliviar los padecimientos poniendo hielo sobre su cuerpo. Chéjov
le hace desistir. “No se pone hielo sobre un corazón vacío”. Es muy
consciente del fin. En su pedestre alemán se lo confirma al doctor: “Ich
Sterbe” [Me muero]. Pero antes quiere sorber hasta el fondo el último
néctar de su corta existencia de 44 años. “Hacía mucho tiempo que no
bebía champán”. Terminada la espumosa bebida, se recuesta hacia el lado
izquierdo y su resuello se apaga. Ya para siempre. Estamos en el 15 de
julio de 1905.
Es
una escena que incluso su excelsa dramaturgia (La gaviota, Tío Vania,
Tres hermanas…) no es capaz de superar. Un asidero para aferrarse a él
en los días malos. ¿Qué mejor lección de autoayuda que Chéjov arreándose
ese lingotazo postrero? Un gesto aristocrático que de alguna manera fue
un desplante a todo el sufrimiento acumulado y del que da cuenta
magistralmente Irène Némirovsky
en La vida de Chéjov, recién publicada por Salamandra, tras un
encontronazo por los derechos de autor con Gatopardo en 2020 (esta
editorial tuvo que embridar en el almacén los ejemplares que ya había
impreso). Némirovsky sigue el patrón cronológico clásico en su
narración, armada con frases cortas, cuajada de detalles sugerentes y
reveladores, y salpimentada con fragmentos de la jugosa correspondencia
chejoviana.
Nos
traslada así, en primera instancia, a Taganrog, decadente ciudad del
sur de Rusia, encajonada entre el mar de Azov y la estepa. Polvo
ardiente en verano y barro el resto del año. No hay escapatoria para el
pequeño Antón Pávlovich, sometido a la tiránica autoridad de su padre,
un chupacirios redomado. Insultos y bofetones son el pan de cada día
para un muchacho noble y risueño, que pronto toma conciencia de que el
mundo no se acompasa a sus buenos sentimientos. Es obligado trabajar
durante largas jornadas en el colmado familiar. Un negocio que al cabo
del día deja apenas unos copecs en la caja. Aprende pues a convivir
desde muy jovencito con la pobreza, una pertinaz compañera de la que
solo se desembarazará por periodos puntuales. La tienda le quita horas
de estudio y de sueño. Bosteza y su cabeza, a cada rato, se desploma
sobre el mostrador.
Pero el encierro al menos le regala la contemplación del gran teatro del mundo. El paisanaje que la frecuenta le brinda un espectáculo cotidiano. “Los griegos, los judíos, los rusos, los popes y los comerciantes interpretaban una suerte de eterna comedia cuyo único espectador era él”, apunta Némirovsky, que nunca pudo ver publicada su biografía porque fue deportada en julio de 1942 desde Francia a Auschwitz , donde moriría un mes después.
Aquel
bagaje le dio a Chéjov una ventaja respecto a los literatos de salón,
que, por ejemplo, idealizaban a los campesinos sin haberse jamás codeado
con ellos. Chéjov, por su extracción humilde, sabía que esas
edulcoraciones de los mujiks delataban la ignorancia esnob de la casta
intelectual. Siglos de sometimiento al feudalismo los habían convertido
casi en bestias, que maltrataban a sus animales, a sus mujeres y a sus
hijos… La labor posterior como médico en zonas rurales, adentrándose en
casas que hedían a estiércol, apuntaló su conocimiento de la realidad
podrida de Rusia. Chéjov ya escribía desde muy pequeño. Armó un
periódico junto a sus hermanos, que, cuando marcharon a Moscú, rellenaba
él solo. Luego se reuniría con ellos en la capital.
La alternativa literaria
Mientras
Alexánder y Nikolai se despeñaban por culpa del alcohol y nefastos
casamientos, él intentaba salir a flote ejerciendo la escritura en plan
galeote. Era la única forma de reunir dinero suficiente para tirar de su
poco productiva familia. La suerte quiso ponerle en el camino de
Nikolái Alexándrovich Leikin, potente editor en busca de jóvenes
talentos que le acogió en su revista Chispazos, un escaparate con muchos
lectores. Ahí, en 1882, empieza a cimentar su carrera como narrador.
Leikin le deja claro lo que quiere: “Cuentos cortos y divertidos”.
Chéjov obedece y desparrama su talento en otras tantas publicaciones. Le
cuesta conciliar su formación como médico con los plazos de entrega,
pero es tenaz y cumplidor. Un crítico despiadado, convencido de que ese
autor en ciernes no da mucho de sí, lanza una funesta profecía: “Morirá
borracho en un pórtico”.
Él,
sin embargo, iba haciendo su camino. Y cada vez se mostraba más ajeno a
las maledicencias y a las expectativas. “Había en él una soberbia
libertad interior, algo inasible, escurridizo, contradictorio y vivo que
nadie consiguió someter jamás”, consigna Némirovsky, que nació dos años
antes de que él muriese y lo tenía por maestro indiscutible. En 1887
quiso desmarcarse del corsé de la comicidad con su obra Ivánov,
personaje inspirado en su hermano Alexánder pero que reflejaba algunos
vicios de la sociedad rusa de su época, lo cual ofendió al respetable.
¿De qué vicios hablaba? Uno referido expresamente por Chéjov merece la
pena destacarse a la luz de los acontecimientos actuales: “La
combatividad rusa tiene una cualidad específica: se transforma en
cansancio enseguida”, decía él y nosotros tomamos nota. En el estreno de
La gaviota vivió otro momento de esos de ‘tierra trágame’. Ambas obras
luego cosecharon grandes éxitos.
Vivencias
que acaso consolidaron su descreimiento (rasgo que le alejaba del
místico Tolstói) y su convicción de que la vida no tenía ningún sentido.
A una de sus amantes que le preguntaba por este escurridizo sentido, le
contestó, ya cansado de la cuestión: “¿Quieres saber qué es la vida? Es
como si me preguntaras qué es una zanahoria. Una zanahoria es una
zanahoria, y nada más”. Aun así, nos dejó su aleccionador trago al Moët y
consejos como este: “Disfrutad. Sed felices. No penséis en
enfermedades. Escribid a menudo a vuestros amigos. Cada hora es
preciosa. Cuidaos y alegraos, y procurad no padecer de indigestión ni de
mal humor”. De esto también tomamos nota, querido Antón.
BLOG ORLANDO TAMBOSI
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