Não é necessário ser uma autoridade em política ou história para reconhecer que Foucault sempre falou como um visionário ou adolescente tardio. Artigo de Rafael Narbona para a Revista de Libros:
«Hay
que ser un héroe para no seguir la moralidad de tu tiempo», escribió
Michel Foucault. ¿Se trata de una reflexión autobiográfica o una
declaración filosófica? Foucault fue una de las primeras víctimas
ilustres del SIDA. Falleció en 1984 en París, con cincuenta y ocho años.
Desde entonces, se le ha acusado de perverso, pedófilo, sadomasoquista.
Sinceramente, su vida privada no me interesa y no seré yo quien emita
un juicio condenatorio. Cada uno es muy libre de organizar su vida
sexual como le parezca, siempre y cuando no lesione derechos ajenos. Los
juicios moralistas son insoportablemente miserables. Si, además, se
realizan sobre un difunto, incurren en la obscenidad. Foucault me parece
un embaucador, pero no por sus pasiones íntimas, sino por sus ideas,
tan equivocadas y dañinas como las de Sartre, un sofista con un
indudable genio para la polémica y la argumentación. El autor de Las
palabras y las cosas también era un hábil urdidor de hipótesis. ¿En qué
consistía su pensamiento?
Foucault
escribió sobre sexualidad, psiquiatría, sociología, instituciones
penitenciarias, literatura, medicina. Desde su punto de vista, el saber
no es simple erudición, sino una mirada penetrante que destruye mitos y
prejuicios, invitando al ser humano a recuperar la inocencia de la
niñez, cuando la conciencia -«una vidriera superficial»- aún no se ha
convertido en la cárcel del pensamiento. Foucault sostenía que hay una
profundidad oculta donde discurren las motivaciones reales de nuestra
vida psíquica. Esa convicción le empujó a escribir tres obras sobre la
aparición de la psiquiatría en el mundo occidental: Enfermedad mental y
psicología, Historia de la locura en la edad clásica y Nacimiento de la
clínica. El loco ha ocupado el lugar del leproso. En el siglo XVIII,
aparecen los primeros manicomios, cuya función es esencialmente
represiva. No se busca curar, sino apartar, segregar, excluir. No es
casual que en esas mismas fechas surjan las primeras escuelas
obligatorias y las prisiones mejoren sus métodos de vigilancia mediante
el panóptico, una estructura arquitectónica ideada por el filósofo
utilitarista Jeremy Bentham. Gracias al panóptico, es posible vigilar a
todos los reclusos desde una torre central, sin que ellos puedan
advertirlo: «Las cárceles, los hospitales y las escuelas presentan
similitudes porque sirven para la intención primera de la civilización:
la coacción». La tarima del maestro y la torre de vigilancia provocan
una poderosa intimidación, actuando como un gigantesco ojo que capta y
escruta cualquier movimiento. La sensación es tan abrumadora que se
interioriza y automatiza la sumisión, reprimiendo cualquier gesto o idea
que cuestione el orden establecido. En el caso del enfermo mental, la
coacción es más compleja, pues su mente es particularmente rebelde. Por
eso, se recurre a supuestas terapias con un alto grado de violencia
física y psíquica. Además, se asocia la locura al crimen, el libertinaje
y la inmoralidad. El objetivo último no es tan solo alienar al enfermo
mental de la sociedad, sino recluir en manicomios a rebeldes,
extravagantes e inadaptados. Las reflexiones de Foucault servirán de
apoyo a la antipsiquiatría, proporcionando argumentos psicológicos,
filosóficos e históricos para cuestionar la psiquiatría tradicional.
Para
Foucault, el manicomio y la enseñanza reglada no existirían sin un
discurso dominante. El poder necesita controlar las ideas, monopolizar
el saber, imponer su visión del ser humano y la realidad. El poder real
no se ejerce sólo desde las instituciones. El filósofo francés hablar de
«microfísica del poder» para explicar que el poder configura aspectos
básicos de nuestra vida cotidiana, indicándonos cómo debemos vivir
nuestra sexualidad, qué podemos comer o cuál es la forma correcta de
vestirse. A partir del siglo XVIII, se invoca la Razón para radicalizar
el sacramento católico de la confesión, convirtiendo la minuciosa
expiación de los pecados en una experiencia terrorífica. Al igual que el
panóptico, el confesionario somete al individuo violando su intimidad.
«En Occidente –escribe Foucault- el hombre se ha convertido en una
bestia de confesión». Se bendice el sexo reproductivo, pero se persigue
implacablemente a «la mujer histérica, el niño masturbador y el adulto
perverso». El deseo sexual de las mujeres se interpreta como un
desarreglo neurótico. La exploración del propio cuerpo se prohíbe de
forma tajante, especialmente durante la pubertad. Las fantasías sexuales
se consideran aberrantes, pues incumplen la expectativa de procrear.
En
Las palabras y las cosas, Foucault sustituye el concepto de época por
el de episteme. Cada etapa histórica se desarrolla de acuerdo con un
paradigma o modelo. El pensador francés divide la historia de la
humanidad en tres epistemes: renacentista, clásica, moderna. Cada una
representa una ruptura con la mentalidad anterior. Nuestra época se
caracteriza –entre otras cosas- por la medicalización del
comportamiento humano. La medicina no cura, sino que vigila, clasifica y
castiga. Al igual que el maestro o el policía, el médico ejerce una
estrecha vigilancia sobre el individuo, reprimiendo cualquier conducta
que se desvíe de la norma. Los manicomios no son centros de salud
mental, sino espacios de reclusión con diferentes tipos de castigo:
electrochoque, camisas de fuerza, internamiento indefinido, un arsenal
farmacológico que colapsa la mente y el cuerpo. Michel Foucault llama
«bipolítica» a la alianza entre la medicina y el poder: «El control de
la sociedad sobre los individuos no solo se efectúa mediante la
conciencia, sino también en el cuerpo y con el cuerpo. El cuerpo es una
entidad biopolítica, la medicina es una estrategia política». La
sobremedicación y la psiquiatriazación del comportamiento son mecanismos
para desactivar cualquier forma de resistencia o rebeldía.
¿Es
cierto que la psiquiatría no busca curar, sino apartar, segregar,
excluir, y que la medicina se ha aliado con el poder político para
controlarnos y narcotizarnos, anulando nuestro espíritu crítico mediante
la sobremedicación? Casi da vergüenza responder a esta pregunta, pues
no parece una tesis filosófica, sino una hipótesis extravagante gestada
en un blog sobre conspiraciones y tramas ocultas. Las enfermedades
mentales son reales y, gracias a los psicofármacos, el pronóstico de
patologías como la esquizofrenia y la psicosis maníaco-depresiva ha
mejorado sensiblemente. En cuanto a la alianza entre los médicos y el
poder político, quizás hubo algo de eso en la Alemania nazi, pero
actualmente nadie puede tomarse esta acusación en serio. No parece menos
insensato afirmar que la cárcel, la escuela y los hospitales desempeñan
una función similar, «normalizando» a los ciudadanos mediante la
coacción. Es un argumento con la misma consistencia que la teoría de que
la covid-19 es un invento de Bill Gates para dominar el mundo. Tampoco
creo que se haya declarado la guerra a la mujer histérica, el niño
masturbador y el adulto perverso. Salvo en el caso de la última figura,
los prejuicios se diluyeron hace mucho tiempo. Es cierto que pervive el
machismo, pero las mujeres cada vez gozan de más influencia,
desempeñando las más altas responsabilidades en la política, la
economía, la ciencia, el derecho, la medicina, la educación, el
periodismo y las actividades creativas, como la literatura, el arte o el
cine. En cuanto al adulto perverso, puede consumar todas sus fantasías,
excepto cuando atentan contra los derechos de los demás, especialmente
si son menores. Si queremos encontrar sistemas políticos que ejercen una
coacción que no discrimina entre público y privado, el cuerpo y la
mente tendremos que hacerlo en regímenes enemistados con la democracia
occidental, como la Corea del Norte de Kim Jong-un, donde se han
prohibido los comentarios sarcásticos sobre el gobierno, el alcohol los
días de diario, las decadentes películas extranjeras, los jeans, la
publicidad comercial (no la ideológica, que salpica muros, carteles y
escaparates), internet, los piercings.
En
Occidente, el ser humano ya no es un animal confesante, sino un animal
autocomplaciente. Se ha perdido la costumbre de hacer examen de
conciencia. La búsqueda del placer inmediato ha inhibido los escrúpulos.
El sentido de culpabilidad, necesario para superar los errores, se ha
esfumado, pues se estima que conspira contra la libertad. Se olvida que
no experimentar remordimientos no constituye una victoria moral, sino un
retroceso hacia la irresponsabilidad infantil, donde el otro solo es un
estorbo. Para Foucault, las normas de la sociedad burguesa nacen de un
error: creer que la verdad existe. La verdad es una invención, no un
valor objetivo e independiente, y siempre está al servicio del poder
dominante. El filósofo francés pasa por alto una objeción elemental. Si
no hay verdad, si solo se suceden las interpretaciones y las expresiones
de poder, ¿cómo demostrar la validez de cualquier argumento? Foucault
habla como un profeta, siguiendo la estela de Nietzsche, no como un
pensador o un científico.
Es
indiscutible que los locos siguen sufriendo un injusto estigma social,
pero describir sus delirios como una visión alternativa constituye una
frivolidad. Solo el que conoce la enfermedad mental por los libros puede
atreverse a sostener algo así. Los delirios no son interpretaciones,
sino distorsiones de la realidad que desarticulan al individuo,
colapsando su libertad y destruyendo su proyecto vital. Para Foucault,
el cuerdo es el verdadero alienado, pues ha interiorizado la represión
imperante. Afortunadamente han surgido disidentes, mentes de gran
clarividencia, como las de Sade, Nietzsche y Artaud. Sus transgresiones
son gestos de rebeldía. ¿Se refiere Foucault al gabinete de Sade, donde
los cuerpos son humillados, degradados y martirizados? Cagar en la boca
de una doncella, una de las grandes pasiones del divino marqués,
¿constituye un gesto liberador? Foucault responsabiliza a la burguesía
de todos los males y presume que solo hay un camino para instaurar una
sociedad nueva: «la supresión radical del aparato judicial, de todo lo
que pueda reintroducir el aparato penal». Hay que erradicar los
tribunales y los procesos judiciales. Foucault no explica cómo se
protegería entonces la vida, la propiedad o la libertad. ¿Cree que un
cambio político puede extirpar definitivamente los impulsos
antisociales? ¿Piensa en el advenimiento de un paraíso donde no habrá
crímenes, robos, violaciones ni abusos, porque imperarán nuevos valores?
No hace falta ser una autoridad en política o historia para señalar que
Foucault habla como un visionario o un adolescente.
Cuando
enfermó de SIDA, el filósofo francés ingresó discretamente en el
Hospital de la Pitié-Salpêtrière, que había sido un psiquiátrico. Allí,
lejos de «normalizarlo» mediante la coacción, le atendieron con respeto y
humanidad. Como señala Roger Scruton en Pensadores de la nueva
izquierda, le asaltó la realidad y «maduró». El embaucador, el mago que
seducía con las palabras, fue desenmascarado por la enfermedad, que le
obligó a reconocer que pese a sus imperfecciones, «la única cosa que
tenemos precisamente es la normalidad», tal como señala Scruton. El
médico, el juez, el maestro, no son nuestros verdugos, sino los que nos
cuidan, nos protegen y nos enseñan.
BLOG ORLANDO TAMBOSI
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