As epidemias marcaram a existência da humanidade. Em ensaio publicado por Letras Libres, Carmen Iglesias explora a relação dessas pandemias com a historiografia, a literatura, o clime, a linguagem e a ciência:
No
estamos ante la primera ni probablemente la última de las pandemias que
han sufrido las naciones europeas a lo largo de la historia. Las
pestes, las calamidades y las enfermedades de todo tipo han sido
recurrentes. ¿Qué podemos aprender de los comentarios y de las
reacciones de las sociedades que entonces las padecieron?
El
conocimiento de la historia siempre enseña, otra cosa es que los seres
humanos aprendamos de ella. Con frecuencia, la memoria subjetiva y su
relato más o menos ficcional sustituye a la historia, es decir,
sustituye a los hechos históricos, a la “verdad de los hechos” que decía
Hannah Arendt, y los rodea de marcos de significación manipulados o
falsos. La historia como una narrativa basada rigurosamente en los
hechos y acontecimientos históricos, desarrollada racional y
objetivamente y siempre abierta a nuevas investigaciones y
descubrimientos –por tanto, como ocurre en la ciencia y en todo
conocimiento riguroso, no definitiva– queda arrasada a veces por mitos y
creencias y emociones que suplantan toda realidad y contribuyen a la
mentira y falsedad de los hechos. Sin los marcos o narrativas de
significación en un contexto complejo, nada podemos entender los
humanos, pero ello no implica que no haya –de nuevo Arendt– una “verdad
factual y que pueden existir los hechos independientes de la opinión y
de la interpretación subjetiva” (Hannah Arendt, Verdad y mentira en la
política, Página Indómita, 2017).
Efectivamente,
las pestes, las enfermedades, las pandemias han sido hechos históricos,
registrados en varias partes y sin discusión de su existencia, pero sus
causas y sus consecuencias difieren según los niveles de conocimiento
de distintas épocas y de los marcos de significación que los analizan.
Precisamente, la historia oral y escrita de Occidente comienza con una
epidemia. El gran poema fundador de Homero, la Ilíada, ya advierte sobre
la catástrofe de la peste caída sobre los aqueos como castigo divino y
como venganza de Apolo por el secuestro de la hija de uno de sus
sacerdotes: “¿Qué dios pudo mezclaros en tan atroz contienda?// El hijo
de Latona y del Cronión que, airado,// Lanzó por los ejércitos una peste
tremenda…” (La Ilíada de Homero, traducción de Alfonso Reyes, FCE).
En
numerosos textos clásicos se repite este castigo de los dioses por
errores o maldades realizados por los humanos, como en Sófocles en su
Edipo rey, y otros grandes poemas y dramas épicos. Más tarde, será sobre
todo en Tucídides donde encontraremos por primera vez un relato
histórico riguroso, centrado en la Atenas de la guerra del Peloponeso
contra los persas y, especialmente, en la Atenas de Pericles en la
guerra contra Esparta y sus aliados; en esta se describe objetiva y
crudamente la peste que asoló a Atenas en el 430 a. C., fiel a los
hechos ocurridos y sin alusiones a castigos sobrenaturales ni a
intervenciones de dios alguno, ni a culpa alguna por los pecados de los
humanos (Historia de la guerra del Peloponeso, Aguilar, 1969, 47 y
48-54). Algo excepcional no solo en el mundo antiguo, sino prácticamente
hasta nuestros días. Volveremos sobre ello. Pero lo que sí recoge
magistralmente el historiador griego es la desesperación de médicos y
enfermos ante la devastación de una epidemia que provoca un horrendo
final y contra la que no se posee ni conocimiento ni remedios. “Lo más
terrible de la dolencia –nos cuenta Tucídides– era el decaimiento al
sentirse enfermos –entregados a la desesperación, se abandonaban ellos
mismos, sin poner remedio– y que, contagiándose unos al cuidar de otros,
morían como ovejas; esto causó la mayor mortandad […] todo remedio
humano resultaba inútil: oraciones en los templos, oráculos y otros
recursos, todo era en vano y acabaron por renunciar, vencidos por el
mal.”
Como
es sabido, la muerte de Pericles por la peste y la devastación de los
atenienses dio lugar a cambios sociopolíticos y geoestratégicos en el
mundo mediterráneo. Si bien no ocurrió así con su potente cultura, que
se expandió a partir de Alejandro y sus sucesores helenísticos y fue
recogida y reinterpretada por Roma y base de toda la cultura occidental
–la ciencia y la democracia son legados griegos–, junto con la decisiva
herencia judeocristiana; en la Biblia abundan las menciones sobre plagas
y pestes, generalmente enviadas por Yahvé ante la desobediencia o
pecados de los hombres. En la historia de Roma las epidemias fueron
constantes, pero locales respecto a la totalidad del Imperio, sin que se
produjera un fulminante final, si bien en determinadas regiones y
tiempos contribuyeron sin duda a la decadencia y empobrecimiento de las
zonas afectadas, y desde luego la gran pandemia denominada Antonina
(165-180 d. C.), en la que pereció el gran Marco Aurelio, llevada a Roma
por las legiones que volvían de las guerras en Asia Menor, diezmó una
tercera parte de la población romana.
Brotes
epidémicos diversos y pandemias catastróficas siguieron la estela
humana en todas las épocas. En el mundo europeo y euroasiático, fueron
recordadas especialmente la terrible peste bubónica en el Imperio
bizantino, bajo el emperador Justiniano (541-542 y 558), junto con
contagios múltiples de cólera, viruela y otras enfermedades extendidas
por toda Asia Menor. La Edad Media europea quedó marcada por la terrible
peste negra de 1348, un antes y un después, como veremos. La Edad
Moderna y el descubrimiento de América produjeron nuevos contagios y
nuevas enfermedades, sumadas a las tradicionales epidemias de viruela,
gripe, tifus, disentería, fiebre amarilla transmitida por el virus de un
mosquito, etc. La contemporaneidad no se libró ni del cólera morbo en
el siglo XIX, ni de la mal llamada “gripe española” de 1918, que causó
más muertes que la Primera Guerra Mundial. Virus y bacterias forman
parte inseparable de nuestras vidas –y no solo para mal–, como hoy
sabemos por el avance científico. Y nuevas enfermedades infecciosas han
continuado en el siglo XX y XXI hasta llegar a nuestra actualidad con la
covid-19.
Pero,
efectivamente, se ha ido aprendiendo a lo largo del dolor de siglos,
aunque los seres humanos repitan en mayor o menor medida unos mismos o
parecidos comportamientos y actitudes entre el egoísmo feroz en ciertos
casos y el altruismo y generosa solidaridad heroica de otros. La
historia nos enseña al tiempo en estas circunstancia críticas, una y
otra vez, el valor de nuestras vidas efímeras y la constante innovación e
invención del ser humano. Pero solo a partir del desarrollo de la
ciencia y la tecnología en la contemporaneidad hemos tenido instrumentos
reales para combatir los contagios y las muertes en alguna medida. Y
aun con ello, nunca estaremos a salvo, como estamos viviendo en una
actualidad que todavía asombra, por inesperada, al haber olvidado la
fuerza de la naturaleza y de lo viviente.
Desde
la huida ante la peste y el aislamiento o separación de los
contagiados, de la cuarentena de barcos y personas y la incineración de
los muertos contagiados, o de la confinación de ciudades y villas
enteras, que se han repetido una y otra vez en la historia humana, hasta
llegar hoy a la esperanza de las vacunas y cuidados médicos actuales
hay un salto gigante, pero en el fondo nos sigue la advertencia de la
inestable y dificultosa existencia y la necesidad de resiliencia,
fortaleza y respeto a la naturaleza y hábitat que nos rodea.
¿Cómo
afrontaron las sociedades de los siglos pasados los retos que les
presentaba una epidemia de esta magnitud, teniendo en cuenta que sus
medios eran mucho más limitados que los que hoy están a nuestro alcance?
La
descripción que nos hace Tucídides de la peste de Atenas y del
comportamiento de sus habitantes puede servir de guía en la historia de
las epidemias tanto locales como “universales” o pandémicas para el
mundo conocido antes del descubrimiento de América y, en general, para
las sociedades preindustriales hasta el siglo XIX. Como es sabido, el
crecimiento demográfico y la necesidad de subsistencia, o simplemente la
curiosidad y la ambición de conocimiento y exploración de lo
desconocido, han motivado el movimiento irrefrenable de pueblos enteros,
especialmente en Euroasia, desde el Este –donde emergieron las antiguas
civilizaciones– hacia el Oeste, dando lugar a guerras e intercambios
culturales y sociales y cruzamiento de enfermedades y etnias a lo largo
de los siglos. Estos continuados desplazamientos, generalmente
violentos, que por donde pasaban alteraban al tiempo los nichos
ecológicos de lo viviente, en especial los de los roedores silvestres
como ratas y marmotas y otros varios animales, eran los portadores que,
sin saberlo, expandían enfermedades cronificadas de unos territorios a
otros. Fenómenos históricos que, si por un lado han originado guerras y
conflictos violentos –furia y muerte–, por otro, en el asunto que
tratamos, han amalgamado e inmunizado en el caso de ciertas enfermedades
a pueblos y humanos de distintas procedencias. Precisamente, como
también es sabido, el aislamiento de las poblaciones americanas a la
llegada de españoles y europeos fue elemento decisivo para la mortalidad
de los habitantes indígenas por el contagio de enfermedades para las
que no tenían inmunidad alguna; mientras que, a la inversa, los
contagios de enfermedades nuevas a los que llegaban, aunque fueron
inevitables, no alcanzaron nunca la letalidad causada en los americanos
originarios. Más que en las propias guerras, el jinete apocalíptico de
la peste ha sido el fulminante heraldo de la propia muerte en su más
terrible forma de horror y sufrimiento. La mal llamada “gripe española”
de 1918 (surgida en Kansas, eeuu) causó
más muertos y quizás también más secuelas en los supervivientes que la
Primera Guerra Mundial (libros clásicos de William H. McNeill, Plagas y
pueblos, Siglo XXI, 2016 y de Jared Diamond, Armas, gérmenes y acero,
Debolsillo, 2016, entre otros).
Volviendo,
pues, a esa pionera descripción de Tucídides como el primer historiador
basado en hechos reales, de forma objetiva y buscando las causas reales
de los acontecimientos (aparte de su predecesor Heródoto, padre de la
historia, que relata maravillosamente hechos y mitos y leyendas unidas
en su gran obra), encontramos en su historia de la peste ateniense lo
que Jean Delumeau, historiador francés del siglo XX, en su
imprescindible obra El miedo en Occidente elaboraría como una auténtica
tipología de los comportamientos colectivos de los humanos en tiempos de
peste a lo largo de los siglos y en muy diferentes pueblos o naciones
infectadas. En todos ellos y en todas las épocas estudiadas, reaccionan
sus habitantes de formas similares en el terreno de las emociones y de
los miedos y terrores que acompañan las pandemias. Por lo menos hasta el
siglo XVIII, los medios a los que pueden recurrir enfermos y médicos
son en verdad muy limitados, aunque cambien algunos con el tiempo y se
vayan incorporando poco a poco normas de higiene y aislamiento y
cuarentenas que alivien los contagios masivos y fulminantes.
Pero lo primero que levanta una pandemia es el miedo y el terror ante una calamidad que no se sabe qué es ni de dónde procede, el pánico y la huida como recurso de los que podían permitírselo –algo imposible en la Atenas cercada, pero que fue conducta habitual en las epidemias de la historia–. Una reacción que se repite una y otra vez es la tendencia de las autoridades que en cada momento, si no han abandonado a todo correr el lugar infectado, intentan ocultar en lo posible la gravedad de la enfermedad en los primeros síntomas, para después tomar medidas contradictorias y en ocasiones dictatoriales e incluso criminales: en la peste de 1348 (a la que volveremos en varias ocasiones por ser paradigma de “un antes y un después” en Europa y en los lugares por los que hizo su macabro recorrido, con brotes recurrentes y ramalazos a lo largo de tres siglos), en algunos feudos y poblaciones, bastaba que se conociera un miembro infectado para encerrar a todos los que vivían con él en su propia casa, enfermos y sanos juntos, y tapiar la salida hasta que morían todos.
Ante
la impotencia y el horror de una muerte terrible y dolorosa, las
poblaciones no encontraban otra explicación que el castigo divino y la
búsqueda de chivos expiatorios causantes de la ira de los dioses o de un
dios vengador e inmisericorde. Mientras unos mantenían con plegarias y
ofrendas alguna esperanza de salvación, otros numerosos grupos humanos
caían en el desorden y el desenfreno. Tucídices cuenta cómo los hombres
se lanzaron al disfrute de los placeres (un carpe diem que encontramos
siempre en situaciones críticas) y a la avaricia y apropiación de los
bienes de otros. “Pues viendo que los ricos morían en un instante y las
riquezas eran igualmente transitorias, resolvieron deleitarse mientras
pudieran.” Observaron que la epidemia no atacaba por segunda vez
mortalmente a la misma persona y llenos de euforia, con un punto de
locura y pérdida de la realidad, esperaban salir ilesos de toda
enfermedad en el futuro. La peste introdujo también el desprecio a las
leyes y el desenfreno compulsivo en sus conductas.
Así
observamos que algunos de los ciclos emocionales humanos son
intemporales, aunque su plasmación sea diferente en cada momento
histórico, en función de contextos distintos. Lo más terrible de la
dolencia –nos sigue contando Tucídices– era el decaimiento y
desesperación y que seguían los contagios sin saber cómo y sin ninguna
medicina que pudiera aliviar el sufrimiento y deterioro del cuerpo y del
espíritu. En tal situación los atenienses se abandonaban a sí mismos y
aunque hubiera algunos que, a pesar del peligro de contagio, cuidaban a
familiares o amigos, otros morían abandonados “y no pocas familias
murieron por falta de asistencia” y hasta los otros “acababan por
cansarse del lamento de los moribundos”. Incluso, como hemos visto, los
médicos, tan expuestos por su profesión y dedicación y víctimas muchos
de la pandemia, se desesperaban viendo que todo era inútil, de la misma
manera que la gente del común abandonaba las plegarias y renunciaban a
todo.
En
la tipología de Delumeau, este ciclo de temor y pánico, de oraciones y
esperanza de salvación, de euforia engañosa y disfrute compulsivo del
presente y, finalmente, de decaimiento y abandono de sí mismos, llegando
en muchos casos a la desesperación, perturbación mental e incluso el
suicidio, afecta en todas las épocas a ciertos sectores de la población
que experimentan una situación tan al límite. Quizás más todavía en
estas sociedades preindustriales, en las que el conocimiento de la
existencia de virus y bacterias, y de su tratamiento, estaba todavía muy
lejos.
Pero
en los siglos contemporáneos, aunque el conocimiento científico sea uno
de los factores decisivos en la historia de la vida, vemos también que
no evita el miedo y su deriva irracional al pánico, se crean nuevas
supersticiones y dislates, y la difícil asunción de la fragilidad y a la
vez fortaleza de los seres humanos sigue siendo parte de los estallidos
emocionales y conductas contradictorias. La ciencia no produce certezas
absolutas, solo avanza a través del desarrollo de sus preguntas y el
método prueba-error. Como sabemos, no hay ganancias absolutas en la
historia o, si se prefiere, parafraseando un dicho de historiador: “el
éxito nunca es definitivo”, pero tampoco el fracaso lo es.
La evolución de las sociedades
No
cabe duda de que, tras una gran epidemia, como hemos visto en la de
Atenas del 430 a. C., o como las pandemias de la época de Justiniano
(siglos VI-VIII) –que arrasó el Imperio bizantino y contribuyó a su
debilitamiento final–, o la de China en el siglo XIX, o la lepra en
diferentes lugares y tiempo con toda su carga bíblica y terrorífica (hoy
enfermedad curable), o la viruela sobre todo en el siglo XVIII o el
cólera brotando intermitente en gran parte del mundo, o las epidemias de
tifus también ahora vencidas, etc., producen en gran medida un “antes y
después” en las sociedades que las sufren. Me voy a centrar básicamente
en la pandemia de la historia de Occidente que creo es paradigmática,
como ya comenté, de unas transformaciones sociales, económicas,
políticas, religiosas y mentales, en una época en sí transformadora y
esencial para entender Europa y Occidente: la peste negra de 1348,
alargada en sucesivos brotes recurrentes en el siglo XVI y especialmente
en el XVII, prosiguiendo un tanto en el XVIII y desaparecida en el XIX.
La identificación del ADN de la bacteria responsable, la yersina
pestis, no se descodificó por un equipo internacional de científicos
hasta el siglo XXI (año 2002), si bien desde 1894, en Hong Kong, se
reconoció la existencia del bacilo extremadamente mortífero.
La
peste bubónica que trajeron a Europa en octubre de 1347 los barcos
mercantes genoveses llegados a Mesina (Sicilia), procedentes de su
factoría del puerto de Caffa, en Crimea, con una carga de cadáveres y
marineros agonizantes, era absolutamente desconocida en Occidente. Desde
la gran pandemia de Justiniano, Europa no había sufrido nada similar.
La terrible nueva peste que traía la “muerte negra”, llena de horrores,
prácticamente se hizo crónica durante los cuatro siglos siguientes. En
la variada geografía europea, se había sufrido en los largos siglos de
la que denominamos Edad Media –como en todas las sociedades
preindustriales con una economía de subsistencia–, hambrunas, guerras,
epidemias producidas por la pobreza, la falta de higiene, la escasez
causada a veces por terribles sequías o inundaciones que acababan o
dañaban grandemente las cosechas, pero en conjunto hoy sabemos por el
avance de la investigación paleoclimatológica que, al menos entre los
siglos IX y XIII, en general Europa había disfrutado de lo que los
científicos de esta joven ciencia llaman Periodo Cálido Medieval. A
pesar de que, en una economía de subsistencia, cualquier alteración en
la cosecha anual puede producir escasez, hambrunas y debilitamiento por
tanto de las defensas biológicas humanas, no es hasta 1315 cuando
aparece “la gran hambruna” y es bien conocido el desarrollo comercial y
urbano de los siglos XII y XIII, desde ese llamado “primer Renacimiento”
del siglo XII hasta la creación de universidades y centros culturales,
la edificación de grandes catedrales y la riqueza paulatina cortesana y
de refinada civilización en varios sentidos. Dos siglos de edad de oro
para arquitectos, maestros de obra, carpinteros y demás gremios
relacionados con la construcción; también para el arte (Giotto). Sin una
base de buenas cosechas, en un clima relativamente estable, para todo
ese desarrollo en una sociedad europea relativamente bien ordenada
(Europa como “un mosaico de Estados feudales y señores en guerra, a
quienes solo unía la fe cristiana”, con el convencimiento religioso
general e individual de sentirse “en manos de Dios”); una cierta riqueza
de caza y pesca (especialmente la abundancia de bacalao, que los
nórdicos expandieron hacia el resto del continente europeo), sin todo
ello no hubiera sido posible el crecimiento demográfico, económico,
social y cultural de esos dos siglos.
Sin
embargo, ya desde finales del XIII, un frío intenso empieza a aparecer
en el Norte, en Groenlandia e Islandia, y comienza un cambio climático
que, aunque no sea determinante sino correlativo a otra serie de
fenómenos, y con efectos distintos según los lugares, contribuye a la
desestabilización de ese anterior equilibrio, siempre inestable por lo
demás. En la misma época tiene lugar el gran movimiento poblacional de
los mongoles, que atraviesan toda Euroasia y, como ocurre en cualquier
situación invasora, altera la ecología de los lugares que atraviesan,
generalmente con violencia, y contribuyen a la extensión del mal
pestífero desde lejanas regiones donde la peste era endémica, pero
relativamente sujeta a unos territorios determinados “con unas normas
consuetudinarias de conducta en los habitantes humanos que minimizaban
el riesgo de contagio”, a allá por donde pasan; “uno de tales focos
naturales estaba localizado probablemente en la zona fronteriza entre la
India, China y Birmania, al pie del Himalaya”, zonas por las que
pasaron los veloces invasores “jinetes mongoles”, en la segunda mitad
del siglo XIII, hacia “las amplias praderas del norte de Eurasia”,
rompiendo las “reglas y costumbres locales” y expandiendo por tanto la
infección pestífera cruzando todos los límites geográficos (como cuenta
McNeill).
Todo
ello confluye en lo que los científicos han caracterizado como la
pequeña Edad de Hielo, “casi cinco siglos largos de una historia europea
decisiva”, que llegará hasta la contemporaneidad del siglo XIX y la
Revolución industrial en 1850. “Si durante los cinco siglos anteriores
Europa gozó de un clima cálido estable, interrumpido en ocasiones
aisladas por algunos inviernos duros, veranos frescos y tormentas
memorables”, que no afectaron globalmente en su momento, la pequeña Edad
de Hielo se caracteriza por una inestabilidad que “forma parte de una
secuencia más amplia de cambios entre periodos fríos y cálidos de corta
duración que habían comenzado 1000 años antes”. “Las fuertes lluvias y
las grandes hambrunas de 1315-1316 marcaron el comienzo de una época de
varios siglos durante los cuales fue imposible pronosticar el tiempo en
Europa.” Hoy “aún no se comprende bien el sistema climático de nuestro
planeta, ni la interacción entre la atmósfera y los océanos, que incide
sobre el clima” (Brian Fagan, La pequeña Edad de Hielo. Cómo el clima
afectó a la historia de Europa. 1300-1850, Gedisa, 2008).
Un
importante fenómeno natural de esa interacción hoy conocida entre la
atmósfera y los océanos, uno de los más devastadores de la historia del
mundo, que ahora conocemos como la corriente de El Niño (de todo lo cual
no podían tener ni idea los humanos de aquellos siglos), con cambios
climáticos a corto plazo y anomalías climáticas –sequías, inundaciones,
temperaturas extremas– acompañados de huracanes, terremotos, y otras
catástrofes naturales, todo ello junto arrasaba globalmente los
continentes y sus poblaciones y, como se puede deducir, multiplicaba las
hambrunas, las enfermedades, los desplazamientos de humanos y animales y
la pobreza y el terror ante lo incomprensible. La peste negra cayó en
medio de esta naturaleza caótica. No se puede hablar de causalidad de
unos fenómenos y acontecimientos con otros, sino de unas correlaciones
que, por efecto acumulativo, llevaban a la destrucción de pueblos y
civilizaciones en la historia en determinados periodos. El de la pequeña
Edad de Hielo fue uno de los más feroces. Una buena investigación sobre
el efecto de esta situación en una zona concreta, como fue el Perú y en
parte de la monarquía hispánica concretamente en uno de los periodos
más críticos y duros de esa pequeña Edad de Hielo, en el siglo XVII, es
el estudio del historiador Fernando Iwasaki en su excelente libro
¡Aplaca, Señor, tu ira! Lo maravilloso y lo imaginario en Lima colonial
(FCE, 2018). Podemos imaginar muy bien que la conjunción de terremotos,
huracanes, avistamiento de cometas (una señal en el imaginario colectivo
de la época como aviso de la ira de Dios por los pecados de los
hombres), la terrible destrucción de Arequipa y las enfermedades
contagiosas y mortíferas podían hundir en el pánico y en la
irracionalidad a poblaciones enteras sin distinción apenas de estratos
sociales.
La
muerte negra en el siglo XIV parecía el anuncio inapelable del fin del
mundo, la llegada del apocalipsis. La gran mortandad o la pestilencia,
como se la denominó al principio, era algo nunca visto. La infección
llevaba a la muerte en una semana o menos de forma fulminante y
horrorosa. La total ignorancia de su causa y de la forma de contagio
aumentaba el terror y el pánico. Con independencia de sus orígenes y
transporte biológico que, desde el siglo XX, se pensó mayoritariamente
que era debido a un complicado mecanismo de transmisión a través de la
pulga de las ratas y actualmente se debate en la comunidad científica
respecto a dos dolencias diferentes o a cepas mutantes bactericidas, la
descripción de las formas de morir de los infectados en los testimonios
que podemos tener en crónicas y obras diversas, como el famoso Decamerón
de Boccaccio (1352), abarca al menos dos formas de morir, a cual más
espeluznante. Sin detenernos mucho en ellas, en una los enfermos
mostraban bubones negros del tamaño de un huevo en diferentes partes del
cuerpo, con derrames internos y externos de sangre y pus, con dolores
inimaginables y morían en más o menos cinco días. Otros tenían fiebre
continua, de carácter neumónico, que infectaba los pulmones e impedía
respirar y era tan virulenta, dolorosa y sangrienta como la anterior. En
ambos casos, los enfermos exudaban por todo el organismo y hedían de
tal manera que la descomposición corporal se presentaba desnuda antes de
morir. Al sufrimiento físico se unía esa malignidad misteriosa y casi
infernal. Desde nuestra época científica, puede deducirse que los
primeros contagiaban por el contacto y los segundos por la respiración.
En cualquier caso, ni los médicos ni las gentes del común podían
explicar el horror continuado de tanta letalidad y su rapidez expansiva.
La difusión de la plaga fue global para los tres continentes
medievales: Asia, Europa y África. Una “unificación microbiana” que
causó una fractura demográfica como pocas veces ha habido en la historia
humana; las rutas de las caravanas en unas redes comerciales muy
intensas en esa época medieval, el poderío en el mar de genoveses y
venecianos recorriendo casi todo el mundo entonces conocido, incluyendo
China, explican la extensión de la enfermedad.
En
Europa, se calcula que desapareció al menos un tercio de la población,
aunque algunos estudiosos lo aumentan hasta la mitad; lo cierto es que
de algunos lugares, tanto aldeas, señoríos feudales o pequeñas ciudades,
solo se conservó el nombre. La respuesta emocional y física a toda esta
catástrofe fue variada y conocida por lo que llevamos dicho: huidas,
egoísmo sin compasión ni afecto, pero también solidaridad y sacrificio
entre los humanos, búsqueda de chivos expiatorios, embotamiento y
desesperación. Desórdenes sociales y dureza de persecuciones, locura y
delirios. Merece la pena referirse brevemente a estas conductas y
actitudes.
Los
médicos de mediados del siglo XIV poco podían hacer. Entre ellos, hubo
de todo, los que huyeron espantados y los que aguantaron la embestida de
la peste. Lo mismo ocurrió con los sacerdotes y por supuesto con las
autoridades de cada lugar y clases altas que, a pesar de su mayor
protección y sus huidas deliberadas en muchos casos (Boccaccio), no se
libraron de ella; el carácter “igualitario” de esta pandemia lo vemos
bien reflejado en el arte de la época, desde el Camposanto de Pisa a
Brueghel. Los estudios específicos en varios lugares de Europa respecto a
monasterios y frailes reflejan la misma imagen, si bien hubo mayor
generosidad y cuidado de sus fieles en algunos casos en que pudieron
sobrevivir, pues la mortalidad en espacios confinados –como podían ser
monasterios o cárceles– podía ser letal para todos ellos en muy poco
tiempo. San Roque, que murió en 1327, cuidando a los enfermos y habiendo
renunciado a sus bienes anteriores, se convirtió en el protector de los
pobres y enfermos, con el añadido legendario del perro que finalmente
era el único ser viviente que, sin temor al contagio, ni asco por sus
úlceras purulentas, se acercaba al santo.
Para
los médicos que intentaban hacer lo que podían, el misterio del
contagio era “el más espantoso de los horrores”. Las anteriores
pandemias –Atenas, Justiniano– no habían dejado conocimientos concretos
útiles que se pudieran utilizar, más allá de la huida y alejamiento o
aislamiento de los infectados. La concepción cosmológica de la época,
además de depender de la divinidad totalmente, estaba apoyada
principalmente en el conocimiento de los astros, una sabiduría de la que
no se podía prescindir, así como en la teoría de los cuatro humores
(sanguíneo, flemático, colérico y melancólico) con la que se intentaba
encontrar medios concretos para aliviar el dolor y curar; en resumen,
fuera de las sangrías y purgas y unos remedios medicinales que estaban
entre lo empírico y lo mágico, poco más podían hacer. La Iglesia no
permitía la disección de los cadáveres, aunque la tradición anatómica de
Galeno, presente en los tratados árabes, circulaba en algunos grupos
que se interesaban por la anatomía y fisiología del ser humano de manera
privada. En la medida de lo posible, los médicos contribuyeron a
mantener ciertas medidas higiénicas, como el lavado de manos y la
cremación de ropas y enseres infectados, impulsaron algo que no era
ajeno en el siglo XIV pero que en medio de la peste se convertía en
prioritario como era la cuestión, sobre todo en las ciudades, de los
pozos negros y sumideros, fuente de infección de primer orden. Pero no
podían averiguar el vericueto del contagio, se hacía hincapié en el aire
emponzoñado, en emanaciones mortíferas que salían de las tierras
removidas por los terremotos que se producían, en los incendios y en los
terribles huracanes o “inmundas bocanadas de viento”. Los sabios
médicos de París, convocados por el rey de Francia en 1348 para que
dieran su dictamen, después de eruditas deliberaciones y reconociendo la
imposibilidad de encontrar “la causa oculta” de tanta mortandad,
declararon que se debía a la mala fortuna de un aire contaminado
coincidente con la triple conjunción de Saturno, Júpiter y Marte en
determinado cuadrante en una fecha determinante; astrología y astronomía
seguían unidas como un todo. Y ese dictamen se convirtió en la
interpretación oficial y se tradujo, al parecer, a varios idiomas.
Para
la gente del común, solo se podía explicar por la ira divina frente a
los pecados de los hombres: los judíos, las brujas, los magos, se
convirtieron en chivos expiatorios. El fanatismo y la irracionalidad se
desataron por toda la cristiandad. Los peligrosos flagelantes, una plaga
en sí mismos, aparecían por distintos lugares de Europa. Algún papa
como Clemente VI, que llegó a prohibir las procesiones al darse cuenta
de que eran gran foco de contagio, intentó con una bula en septiembre de
1348 detener la ola de antisemitismo en la que los cristianos culpaban a
los judíos de la pestilencia y del envenenamiento de los pozos y demás
fechorías, argumentando frente a la grey cristiana cómo la peste atacaba
a todos los pueblos, incluido el pueblo judío, e incluso a pueblos
lejanos donde no había judíos. Pero la semilla venía de mucho antes
(véase Julio Valdeón Baruque, El chivo expiatorio. Judíos, revueltas y
vida cotidiana en la Edad Media, Ámbito Ediciones, 2000).
En
el excelente y ya citado libro de Delumeau puede seguirse el camino
tortuoso de la satanización de un pueblo y de un género –el femenino– y,
en general, del otro, del “de fuera”, el que no pertenece a la “tribu”;
una pulsión de pertenencia al grupo que sigue presente en nuestra
contemporaneidad a través del nacionalismo excluyente. Es posible ahora,
con la abundancia de importantes investigaciones de historiadores
actuales, matizar algunos aspectos de la obra del historiador francés.
Mas la tesis principal de cómo el miedo y el terror conducen a la
violencia y a la irracionalidad y persecución en varios estratos de una
sociedad sigue siendo reconocible en nuestras propias vivencias
contemporáneas.
Walter
Benjamin nos enseñó a identificar la cruda realidad de que “todo avance
civilizatorio viene emparejado con la barbarie”. Aunque sabemos, como
se ha dicho, que la terrible peste no se va apagando hasta el siglo
XVIII, su primera explosión en el siglo XIV, desde ya una larga
perspectiva histórica, cambió la vida en Europa para siempre.
La
terrible fractura demográfica y la pesadilla inhumana de esa muerte
negra se tradujo en una desorganización económica y social en toda
Europa. El círculo maldito de carestías-peste-catástrofes naturales fue
el acompañamiento repetido durante los siglos siguientes hasta el XIX . A
raíz de la peste de 1348, la descomposición en Europa de la estructura
feudal fue imparable. La despoblación del campo por la elevada mortandad
y la huida de los campesinos y siervos de los señoríos a las ciudades
(ya lo hacían antes de la peste: “la ciudad hace libres”, pero ahora es
en masa) provocó un desequilibrio profundo en las tareas agrícolas, la
agitación social y las revueltas campesinas se repitieron cíclicamente,
el empobrecimiento fue general en un principio. Sin embargo, la escasez
de mano de obra obligó a subir los salarios y supuso la mejora de
algunos sectores del campesinado, al tiempo que surgía lo que algunos
historiadores han llamado un “proletariado agrícola”. La agricultura
cambia para siempre al tener que lograr la adaptación de los cultivos
con nuevas plantas que se pudieran aclimatar rápidamente tanto al calor
agobiante como al frío polar; la ganadería sustituye en muchos lugares a
la agricultura –la aparición de la oveja merina fue calificada por
algunos como “hija de la pestilencia”–. La necesidad de la lana expande
el mercado textil y va surgiendo una nueva organización que el
comerciante introduce con la industria manufacturera casera en el campo,
surgiendo la especialización y nuevos oficios. Los mercados se amplían,
el proceso de urbanización sigue extendiéndose imparable en los
siguientes siglos.
Todo
ello en medio de conflictos entre los reinos y grandes señores de
Europa. Solo recordar la famosa Guerra de los Cien Años que,
intermitentemente, se extendió entre 1339 a 1453, casi en las mismas
fechas del conocido Cisma de Occidente (1377 hasta el Concilio de
1414-1417). Poco a poco las monarquías nacionales y la influencia de las
crecientes ciudades van imponiéndose a los restos feudales.
Pero
quizás lo más llamativo es el cambio social y moral que se desarrolla a
partir de la gran pandemia y sus repeticiones cíclicas. Por su parte,
los médicos van ampliando la panoplia de prevenciones y cuidados,
incluso higiénicos, si bien el lavado de manos de ellos mismos después
de ejercitar su oficio en los partos tuvo que esperar hasta el siglo XIX
y no se adoptó de forma fácil (Sherwin B. Nuland, El enigma del Dr.
Semmelweis: Fiebres de parto y gérmenes mortales. Grandes
descubrimientos, Antoni Bosch Editor, 2005; Louis-Ferdinand Céline,
Semmelweis, Marbot, 2014), y aparecen nuevos estudios e investigaciones
sobre la alimentación sana (diríamos hoy), contra las sangrías, sobre
antídotos contra venenos y pestilencias; sobre la importancia de las
plantas y su carácter curativo –creencia ancestral por lo demás– que es
palpable en la creación de jardines botánicos en los siglos siguientes y
en el auge sostenido de la farmacopea (Historia, medicina y ciencia en
tiempo de epidemias, coordinado por Javier Puerto, Fundación de Ciencias
de la Salud, 2010). Uno de los tratados más importantes desde finales
del siglo XVI fue el publicado en 1569 por el español Francisco Franco:
Libro de las enfermedades contagiosas y de la preservación de ellas,
traducido y conocido en toda Europa (véase el Diccionario biográfico
electrónico. Real Academia de la Historia). Igualmente, las autoridades
responsables se cuidaron de la vigilancia en los puertos para evitar la
entrada de barcos infectados, la obligada cuarentena (que vino
determinada por los venecianos al comprobar que la incubación de la
peste duraba 37 días), la creación de nuevos hospitales por reyes y
particulares (la iniciativa privada generosa de distintos mecenas fue
fundamental), la utilización de lazaretos para leprosos, reformados o
construido de nuevo, que ahora servían para todas las enfermedades
contagiosas y tenían su propio cementerio, etc. La paulatina
concentración del poder y relativa unificación de medidas que desde la
Baja Edad Media venían produciéndose en los distintos territorios
europeos, alrededor de las monarquías en general, van acompañadas, como
vemos, por unos cambios colectivos de las propias sociedades y en sus
diferentes estratos que asumen la necesidad de normas y prácticas
sanitarias que afectan a todos y que exigen una dirección de lo que
será, ya mucho más tarde en nuestra contemporaneidad, la idea de una
salud pública en la que todos están implicados. Y más en catástrofes
pandémicas. Unas lentas transformaciones durante siglos, con numerosos
zigzags, pero con innovaciones de los individuos y de los Estados.
Todo
ello, acompañado de unos cambios en la forma de pensar y sentir, es
decir, de unas transformaciones de mentalidad, incluyendo las creencias y
prácticas religiosas y las ideas morales e intelectuales.
Así
pues, el impacto moral y cívico de aquella pestilencia que parecía
eterna cambió muchas cosas. La incapacidad de entender las causas de
tanto mal conducía a una vivencia dramática que caracteriza ya la época
gótica y las inmediatas siguientes, que introduce distintas formas de
sentir la religiosidad y la devoción, pero también la imagen de la vida y
fundamentalmente la de la muerte. Una muerte sin piedad ni dignidad. El
“Dios nos ha abandonado” debió resonar en la desesperanza de aquellos
seres humanos, al tiempo que la fuerza de la vida impulsaba a muchos al
carpe diem. El sufrimiento de tantos deja una estela de melancolía que,
en las páginas emocionantes de Johan Huizinga (El otoño de la Edad
Media, traducción del alemán por José Gaos) sobre el siglo xv, en pleno
Renacimiento, se traduce en un nuevo sentido del memento mori y en la
retirada del mundo y lectura de la “Imitación de Cristo”. La insistencia
en la muerte que, antes, solo pertenecía a círculos escogidos que
sabían leer los libros piadosos, ahora se extiende por la predicación al
pueblo por las órdenes mendicantes (que, por lo demás, como es sabido,
realizan una tarea extraordinaria de solidaridad y apoyo a los pobres y
enfermos) y por la profusión de imágenes, de grabados de madera o
grandes obras de arte como el gran mural ya mencionado del Camposanto de
Pisa. En este queda fijado ese igualitarismo de la muerte que se lleva
lo mismo a reyes, papas, nobles, bellas doncellas que a los campesinos, a
los pobres, a los mendigos. Las representaciones pictóricas del Juicio
Final comienzan a aparecer no solo con los esqueletos saliendo de sus
tumbas, sino como cuerpos en descomposición que causan horror y asco. El
tema de la caducidad de la vida y esa imagen de la muerte se prolonga
en el terrible siglo XVII, el “siglo maldito” con revoluciones,
catástrofes y peste, y en la riquísima cultura del Barroco. La parábola
de “los tres vivos y los tres muertos”, que recoge Huizinga, es de
dominio popular y las danzas de la muerte (Brueghel) recorren toda
Europa. Un sentido de lo macabro que, para muchos, se aleja del
cristianismo y de la propia Iglesia. El triunfo de la muerte es
paradójicamente un miedo a la vida que arrastra largo tiempo en
tratados, libros, literatura, poesía, pintura y escultura.
El
gran cine de nuestra época ha recreado, generalmente en tecnicolor en
todos los sentidos, aquellos tiempos pestíferos una y otra vez: John
Huston y su Paseo por el amor y la muerte en plena Guerra de los Cien
Años, Ingmar Bergman en la inolvidable El séptimo sello, Visconti con su
Muerte en Venecia, sobre la novela de Thomas Mann, Elia Kazan en su ya
clásica Pánico en las calles… La lista se alarga hasta nuestros días y
nuestras vivencias como la impresionante Dallas buyers club, del
director canadiense Jean-Marc Vallée, sobre el sida, y tantas otras. En
literatura Daniel Defoe con su relato sobre la peste de 1665 y Albert
Camus con la insuperable La peste son trending topic en esta pandemia
del siglo XXI, tan diferente a las anteriores y tan parecida en algunas
reacciones humanas a las demás.
Los historiadores del futuro
Es
demasiado pronto para pensar, no ya en los posibles análisis y relatos
que harán los futuros historiadores, sino en lo que pasará realmente en
el mundo después de la pandemia. La historia suele sorprender, las
innumerables variables de la interacción entre los seres humanos y el
factor de lo inesperado o azar que existe siempre hacen difícil predecir
el futuro. Podemos ver ciertas tendencias a las que me referiré
brevemente, pero lejos de cualquier intento de futurología; justo en
este segundo año de la covid-19, hay demasiados discursos, filosóficos y
sociológicos preferentemente, que nos anuncian mundos contradictorios y
apocalípticos o, todo lo contrario, la paz y la igualdad para siempre,
universal; unos y otros con un aire distópico inconfundible. Aunque
estas actitudes hayan surgido en distintas épocas críticas anteriores,
en la nuestra actual se agudiza por ese “presentismo” generalizado que
ignora la historia y las humanidades, entre otras razones. Hay que
recordar el penúltimo alud de “profecías” en los años setenta del siglo
XX, entre las cuales nunca figuraron inventos y sucesos como el
ordenador personal, el teléfono móvil o la caída del muro de Berlín.
Algo parecido ocurrió con el paso de siglo.
Desde
luego, lo primero que será evidente para el historiador es la gran
diferencia de esta pandemia global con cualquiera anterior, dado el
grado de desarrollo tecnológico, económico y social de nuestra época con
otras anteriores. La ventaja que tenemos en esta época por el
desarrollo de la ciencia y la tecnología es inconmensurable. Pero, como
hemos visto, es también resultado de innovaciones sociales paulatinas,
unas modestas y otras fulgurantes, que fueron cambiando Europa y se
proyectaron en todo el mundo.
En
el plano sanitario, la más llamativa diferencia es la existencia de las
vacunas (desde aquel primer descubrimiento por Jenner contra la viruela
a finales del XVIII) y la rapidez con que se han logrado ahora contra
el virus, por más que todavía habrá que ver su eficacia a largo plazo y
sobre todo que puedan llegar a todas partes del mundo, algo en precario
en este momento. Además del desarrollo de la medicina y cirugía en todos
los campos y de los medicamentos farmacéuticos. Y, como señalaba el
doctor Luis Rojas-Marcos, refiriéndose al largo trayecto que ha
recorrido la humanidad desde los tiempos antiguos, desde 1348 e incluso
desde 1918 hasta el presente, “la higiene salvó más vidas que ninguna
medicina” (entrevista en ABC 10-2-2010). Ello nos lleva a esa importante
transformación social y política, e individual en la ciudadanía, de que
los seres humanos estamos ligados en el mismo planeta y hay cosas que
nos afectan a todos. En lo que estamos tratando, esa idea de salud
pública que empieza a materializarse a partir del siglo XIX y se
extiende en el XX después de la Segunda Guerra Mundial y llega a este
siglo XXI con la urgencia de que afecta a toda la comunidad y que se
regula por normas de higiene y de asepsia y protocolos respaldados por
el Estado y autoridades, con el empuje de la sociedad. Si ya los
venecianos habían creado un consejo especial con estos fines, es la
contemporaneidad la que está ahora involucrada. Por lo que respecta a
España, es también a partir del siglo XIX, desde 1811 cuando ya se
intenta por la Junta Suprema de Sanidad crear una legislación y una Ley
de Sanidad que verá la luz décadas más tarde, especialmente planteada a
partir del Trienio Liberal (véase El poder y la peste en 2020, de
Santiago Muñoz Machado, publicado en 2021, un pequeño gran libro donde
el recorrido histórico por un lado y el análisis de los avatares de la
pandemia que estamos sufriendo, por otro, es altamente recomendable).
Así
pues, el historiador del futuro podrá comprobar que sí se va
aprendiendo, no solo por los avances de la medicina, de la ciencia y de
la técnica, sino también por las innovaciones sociales y comunitarias,
por la percepción asumida de que todos estamos en el mismo barco y la
solidaridad y responsabilidad es de todos y de cada uno. Históricamente,
con medios científicos limitados, los individuos observan, buscan la
manera de cortar la transmisión (cuarentenas, aislamiento, etc.), se
adoptan normas de higiene (Rojas-Marcos); no todo viene del laboratorio
(recordemos el libro ya citado de Céline, que también era médico, sobre
el lavado de manos después de los partos por Semmelweis, expulsado de la
profesión y muerto en la miseria), sino que la innovación y un sistema
de inspección social de unas estructuras comunitarias deben funcionar
para que se pueda salvar la vida de todos. Algo que no estamos seguros
de que haya funcionado como debía en la covid-19.
Quizás
el historiador del futuro comprenderá la sorpresa que gran número de
humanos sintieron al llegar esta pandemia en el siglo XXI cuando desde
el siglo XX consideraban en general, al menos en los países
desarrollados, que eran invulnerables y dueños del mundo, y se asombre a
su vez de la brecha creada entre el mundo natural y el mundo
industrializado y tecnológico.
Y
también el historiador del futuro se encontrará con un amplio abanico
de conductas en los seres humanos que le recordará esas reacciones
emocionales ante el miedo, la incertidumbre, la pérdida de confianza,
incluso el pánico, que llevan a la irracionalidad y a creencias rígidas
como la negación o la interpretación conspiranoica del hecho de la
pandemia o el terraplanismo; o el rechazo a priori por motivos
religiosos o prejuicios de las vacunas y, más grave si cabe, la búsqueda
asimismo de chivos expiatorios; redes llenas de odio, actos vandálicos,
bulos y prejuicios. Una lejana y compleja herencia en nuestra cultura,
junto con la insistencia en el apocalipsis y la distopía, de carácter
judeocristiano en buena parte que, de alguna manera, recupera desde la
laicidad la idea de los dioses vengadores, irritados contra los pecados
de los hombres. Afirmaciones como hemos llegado a leer de que estamos
“en peligro de extinción” o que “cada época tiene la pandemia que se
merece” remiten al “castigo de Dios”, que ahora pasa por el “castigo de
la Naturaleza” (solo nos falta la “mala conjunción astral” del siglo
XIV). Y afirma un sentimiento de culpabilidad que confunde la
responsabilidad de cada uno con una “culpa” de todos. Como señaló Hannah
Arendt, “si todo el mundo es culpable nadie lo es”, pero aclaraba que
la culpa es específica y no general, tiene nombres y apellidos (Hannah
Arendt, Responsabilidad y juicio, Paidós, 2003). Por lo demás, la
actitud de líderes y autoridades negando la existencia de un virus letal
o despreocupándose de la población, o desbordados por la ignorancia y
la presión ciudadana y dando normas y noticias contradictorias, puede
reconocerse en otras experiencias pandémicas.
Y
también las reacciones altruistas, generosas, de los seres humanos; su
capacidad de innovación y la resiliencia de generaciones. Como alguien
señaló no hace mucho: la peste no impidió el Renacimiento, la viruela
del siglo XVIII no acabó con la Ilustración, la gripe de 1918 no impidió
la democracia liberal; el coronavirus no detendrá la innovación
tecnológica o la globalización, las ganas de vivir y el deseo de abrir
nuevas fronteras. Ello no significa ninguna fe ingenua y optimista en el
progreso y en el futuro, sino la aceptación de los avatares de la
historia, la corrección de los errores humanos que llevan a la
destrucción, una cierta sabiduría estoica para conocer lo que depende de
nosotros y lo que no, y actuar en consecuencia. En resumen, la fuerza
de la vida.
Pandemias y clima
Como
en el ejemplo de la gran pandemia de 1348 respecto a la pequeña Edad de
Hielo, efectivamente existe esa interrelación, pero no se debe
simplificar como “causa-efecto”, sino como una correlación que implica
una relación recíproca, una dependencia entre “variables aleatorias”.
Dicho esto, la humanidad desde su origen ha dependido siempre del clima y
sus variaciones –lentas a veces, catastróficas otras–, que han obligado
a los humanos –y también a animales y plantas– a saber cómo adaptarse a
ellas para sobrevivir. Cuando las personas y los pueblos afectados no
lo han logrado, sencillamente han desaparecido.
La
actual paleoclimatología –el estudio del clima en la historia– dio un
paso gigantesco desde los años ochenta del siglo XX y, en un
entrecruzamiento científico genial entre la investigación de esta joven
ciencia y los estudios de una astronomía puntera y de alta tecnología,
ha sido capaz, a través de fuentes históricas varias y la lectura
estructurada de los anillos de crecimiento de los árboles, de
proporcionar un conocimiento detallado y fundamental de la evolución y
cambios climáticos de nuestro planeta Tierra. De la secuencia de tales
anillos de los árboles analizados, vamos recibiendo una valiosísima
información: desde la de algunos antiguos pueblos desaparecidos, en
ciertos casos de forma fulminante por el último “empujón” de la
corriente de El Niño en forma salvaje (los mayas clásicos en el siglo
vi, la total desaparición en ese mismo siglo vi de la milenaria
civilización de los moches del Perú andino o la del Egipto Antiguo mucho
antes), hasta esas complicadas interacciones entre la atmósfera y los
océanos, que inciden en el clima y que, como ya se mencionó, aún no se
llega a comprender bien la complejidad del sistema climático.
Sabemos
que la pequeña Edad de Hielo, 1300-1850 (“pequeña” para diferenciarla
de las glaciaciones primigenias y de la gran Edad del Hielo) , “en un
zigzag interminable de cambios climáticos cortos” cada aproximadamente
veinticinco años, se extendió durante varios siglos decisivos en la
historia occidental: cinco siglos “durante los cuales Europa salió del
feudalismo medieval y pasó por el Renacimiento, la era de los
descubrimientos, la Ilustración, la Revolución Francesa, la Revolución
Industrial y, en definitiva, por los procesos históricos que fueron
construyendo la Europa moderna”. Gran hazaña si no olvidamos que la
humanidad ha sobrevivido a “quizás ocho o nueve glaciaciones en los
últimos 730.000 años” y que, al final de esa gran Edad de Hielo, se
inició “el proceso irregular del calentamiento global” al que se
adaptaron con “prácticas nuevas” aquellos antepasados y fundaron las
“primeras civilizaciones preindustriales del mundo en Egipto,
Mesopotamia y América. El precio del cambio climático súbito, que se
traducía en hambre, enfermedades y dolor, solía ser alto” (Brian Fagan,
La corriente de El Niño y el destino de las civilizaciones, Gedisa,
2010).
A
partir de 1850 estamos en un nuevo Periodo Cálido, de calentamiento
global. Como nos demuestra la paleoclimatología, la humanidad ha pasado
varias veces por estos cambios climáticos “a largo plazo”, que llevan en
sí imprevisibles cambios de duración más corta y contribuyen a producir
catástrofes naturales y desorganización social extrema. El que unos
pueblos, una civilización subsista a ellos depende de la capacidad de
los humanos para adaptarse y cambiar a su vez. Como dice Fagan, “la
cuestión clave es la sustentabilidad”. En definitiva, un inestable
equilibrio a mantener entre el crecimiento demográfico, las técnicas y
modos de supervivencia y tener la suficiente movilidad para expandirse y
buscar nuevos territorios y asentamientos si ello es posible. Un final
trágico, incluso fulminante, de una civilización no sucede por una única
catástrofe, es el efecto acumulado de múltiples sucesos y errores u
omisiones, falta de liderazgo y de cambios por parte de los seres
humanos. Un ejemplo que impresiona es el relato que Fagan nos hace del
pueblo de los “indios pueblo ancestrales” en Nuevo México que, a
diferencia de los mayas clásicos o de los moches peruanos, fueron
capaces de abandonar sus ciudades y tierras y transformar su forma de
vida antes de que las catástrofes y la paralela debilitación física y
moral de sus habitantes les aniquilaran y llegara la batida definitiva,
el último “empujón” de El Niño imprevisto y feroz. Los indios pueblo
ancestrales, acomodados en el “cañón Chaco” de Nuevo México desde
aproximadamente el año 1000, decidieron dispersarse para sobrevivir ante
unas condiciones ambientales insostenibles, y así lo hicieron entre el
siglo XI y XIII de nuestra era: el poseer una compleja y flexible idea
del mundo y de sí mismos, en donde el movimiento continuo formaba parte
para ellos del movimiento de las nubes, de los ríos, de la naturaleza,
les permitió no solo sobrevivir sino prosperar y llegar hasta nuestros
días.
“Hasta
el nacimiento de la ciencia occidental y la Revolución Industrial,
todas las sociedades humanas dieron por descontado que el cambio
climático súbito era voluntad de los dioses.” Ahora conocemos la
complejidad de un universo y de un planeta del que somos responsables
también la propia humanidad. La urgente necesidad de ocuparnos y
preocuparnos por el efecto de acumulación exponencial justo desde la
Revolución industrial, debido al gran desarrollo en todos los sentidos
de nuestro mundo contemporáneo, es algo que nos afecta a todos y cada
uno de los seres humanos. Si en todas las épocas que hemos repasado hay
siempre en cada una algo nuevo, algún cambio e innovación humana, en la
actual, por primera vez, la intervención humana ha contribuido, con esa
fuerza poderosa de la interrelación de ciencia, tecnología e
industrialización, en los vectores influyentes del clima.
Paradójicamente, el éxito de nuestra especie –demográficamente, más de
7.000 millones de humanos– puede estar rompiendo el equilibrio inestable
natural de forma crítica e induciendo y participando en un cambio
climático que hay que evitar por nuestra parte que pueda llegar a un
punto de no retorno. No por casualidad diversos científicos han
bautizado nuestra época como la del Antropoceno, y los estudios sobre
los animales y plantas, el peligro de una zoonosis creciente que afecta a
la interrelación natural entre humanos-animales-insectos, debido a
cambios en el clima y temperatura, con la pérdida de una diversidad
natural y la posibilidad de transmisiones patógenas más complicadas,
desvelan la relativa fragilidad de nuestro entorno. Resulta por tanto
prioritario en el mundo global del siglo XXI que la humanidad recapacite
sobre los peligrosos límites a que hemos llegado y que no es del caso
extenderse aquí. Como señala Brian Fagan, todavía hay opciones para que
el golpe final nunca llegue, tenemos medios para ello. “Los seres
humanos nos hemos adaptado sutilmente al ambiente del planeta durante
los últimos diez mil años, pero hemos pagado un alto precio […] tenemos
que escuchar los pasos de la historia y aprender de ellos.”
Nuevo vocabulario
La
lengua y los giros de los hablantes cambian y evolucionan
continuamente, pero es evidente que el impacto de esta pandemia dejará
una serie de voces incorporadas casi definitivamente; especialmente en
el ámbito científico y médico, muchas de ellas perdurarán y también en
el lenguaje de la gente del común quedarán algunas incrustadas en la
pesadilla pandémica sufrida. Ya en el DRA, como buen “notario de uso”,
como se define la Real Academia Española, se van incorporando algunas de
ellas (de acuerdo con las academias hispanoamericanas), pasadas del
ámbito especializado al habla popular y dotadas en muchos casos de unas
nuevas significaciones. Por ejemplo, las propias definiciones y
metáforas del virus y su entorno: coronavirus, covid-19, confinamiento,
desescalada, teletrabajo, videoconferencia, videollamada, encuentro
virtual, la conocida cuarentena y ahora popularizada y atribuida a otros
contextos, triaje con toda su carga moral en esta pandemia al aplicarlo
en algunos lugares a “los mayores” en momentos críticos; conviviente,
mascarilla o barbijo en parte de la América hispana; etc. A estas habría
que añadir algunas otras extendidas y originadas directamente desde el
poder político, pero puestas en cuestión por considerarlas en unos casos
con cargas ideológicas que pueden ser efímeras y en otros por referirse
a contextos muy diferentes que pueden distorsionar el presente vivido;
tales como nueva normalidad, en guerra, contra el enemigo (el virus no
tiene “intenciones” propias como las personas), desafección referida a
las noticias, estado de alarma, etc.
Procedentes
también del campo médico y técnico, es interesante cómo se han
asimilado ciertas frases especializadas, que transitan ahora tanto en
los medios como en los hablantes, pasando de la óptica epidemiológica a
la conversación de forma natural. Si cada periodo histórico crea en
parte un universo lingüístico propio, este nuestro ha extendido estas
“locuciones nominales” o textos compuestos, o “unidades fraseológicas”
internacionalmente y de manera comunitaria. Tres ejemplos que serían
significativos: inmunidad de rebaño (nadie se ha considerado molesto
siquiera y ha sido entendido como meta benéfica que es); doblegar la
curva (quién iba a pronosticar que, para referirse al contagio, fuera
común en el habla culta una descripción con raíz matemática y médica) y,
la más utilizada –pero con nuevos sentidos– la distancia social. Como
tuve el gusto de escuchar en una charla sobre estos temas del director
de la Fundación bbva, Rafael Pardo Avellaneda, un concepto que de forma
natural implicaba la diferencia de culturas (generalizando un poco, los
europeos del sur nos aproximamos mucho unos a otros; los anglosajones de
una y otra parte del Atlántico no lo hacen con tanta efusión y, si
hablamos de japoneses o chinos, la distancia de cortesía es regla
prioritaria; cada cultura ha establecido sus normas no escritas sobre el
particular), ahora se ha convertido en una norma internacional que,
aunque motivada por la pandemia, posiblemente tenderá a quedarse o a
hacernos más conscientes de su importancia. (Algunas mujeres de los
países más efusivos agradeceremos mucho que esas distancias de cortesía
queden como norma de educación general.) Estos casos de enriquecimiento y
léxico nuevo seguramente se ampliarán con el tiempo.
Otra
cuestión importante en este periodo, protagonizado por algunos medios
de comunicación y, fundamentalmente, en las redes sociales y el mundo
político, que afecta al lenguaje en cuanto instrumento de comunicación y
de pensamiento en su propia esencia, es la propagación de “marcos de
significación” falsos o mentirosos, las popularizadas fake news. En
ellas se niegan los hechos ocurridos o se tergiversan de manera
insidiosa, de forma que minan una necesaria “confianza social” para
seguir manteniendo la convivencia y la vida de todos. Además de crear
incertidumbre, desconcierto y un desánimo general sobre una posible
salida de las crisis interrelacionadas de la pandemia y de la economía
–la salud y la supervivencia– conducen o pueden conducir a los
ciudadanos a ese “decaimiento” que hemos visto en los coletazos finales
de otras pandemias de la historia y que aceleran la descomposición
general para llegar al “todo da igual”. El ser humano como “animal de
realidades”, que decía Zubiri, necesita esa “verdad de los hechos”, al
que ya me referí, y poder distinguir entre ello y la ficción. Resulta
esclarecedor releer las páginas de Castilla del Pino sobre los niveles
de diferenciación, en una sociedad tan compleja como la que vivimos,
entre verdad-falsedad en el nivel cognitivo; verdad-ficción en el nivel
del mundo empírico/mundo mental y el último de verdad-mentira que puede
destruir toda construcción normativa y de significaciones de la
realidad. Las mentiras históricas que nos acosan desde determinados
núcleos –fundamentalmente separatistas y antisistema–, ese nihilismo
moral desinhibido, decía Safranski, con que se muestran son las
falsedades que inventan “principios que hacen lo malo bueno”, justifican
los “instintos de odio y envidia”; son peligrosas palabras, peligroso
lenguaje mentiroso que cierran el mundo, que llaman a la sumisión y no a
la libertad, como ya escribí en otro lugar (Discurso de ingreso en la
Real Academia Española, De Historia y Literatura como elementos de
ficción, RAE, 2002).
Volvamos
una vez más, para terminar, a la gran novela de Albert Camus, La peste:
“he escrito esta narración en honor de los apestados, para dejar al
menos recuerdo de la injusticia y violencia que padecieron, y para decir
simplemente algo que se aprende en medio de las plagas: que hay en los
seres humanos más cosas dignas de admiración que de desprecio”. ~
Una versión de este texto, en forma de conversación, apareció en Metahistoria.
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