Para o escritor cubano-norte-americano Carlos Alberto Montaner,
o embargo a Cuba determinado por Kennedy em 62 não fracassou em razão
das sanções econômicas, mas em razão dos políticos, que não as
implementaram, e que acabaram deixando de lado a extirpação da ditadura
castrista:
¿Sancionar
o no sancionar? Ése es el dilema. El embargo a Cuba declarado por John
F. Kennedy en 1962 suele utilizarse como ejemplo del fracaso de las
sanciones económicas. Pasan las décadas, nos despertamos cada día, y el
dinosaurio sigue ahí al pie de la cama. En aquellos años, Estados
Unidos, en medio de la Guerra Fría, dejó de comprarle azúcar a Cuba y de
venderle todo lo demás. Casi simultáneamente, muchos países de América
Latina rompieron relaciones con La Habana, azuzados por Washington, que
veía con preocupación el aumento de la subversión cubana en la región.
Era la
época en que Cuba desembarcaba tropas o intentaba el derrocamiento por
la fuerza de los gobiernos latinoamericanos, ejemplificado en su momento
en la aventura fallida de Che Guevara en Bolivia, mientras Washington, a
su vez, trataba de matar a Fidel Castro y de acabar con su régimen, un
satélite de la URSS surgido en 1959 a pocos kilómetros de la Florida.
Ello
sucedió durante la presidencia del general Ike Eisenhower, el mismo
gobernante que había actuado (o sobreactuado) contra los comunistas y
las nacionalizaciones de empresas extranjeras anglo-americanas en Irán
(1953) y en Guatemala (1954), año en que también (a regañadientes, todo
hay que decirlo) sustituyó a los franceses en Indochina tras la derrota
de Dien Bien Phu a manos de los comunistas vietnamitas, antecedente de
lo que le ocurriría a Estados Unidos dos décadas más tarde.
En 1964
Lyndon Johnson, temeroso de las reacciones del belicoso vecino cubano,
al que sotto voce le imputaba la muerte de Kennedy (vivió y murió
convencido de ello, como le contó, entre otras personas, a su
speechwriter Leo Janos), resignado a convivir con el apéndice de Moscú
clavado en un costado de su país, desistió de intentar liquidar o
derrocar a Castro, y optó por “contenerlo”.
El
“containment” era un instrumento de la Guerra Fría consistente en tres
medidas hostiles, pero legítimas y visibles: sanciones económicas,
aislamiento diplomático e intensa propaganda adversa. La hipótesis de
trabajo era que esas tres armas de hostigamiento, aplicadas con firmeza
durante un largo periodo, podrían inducir a la implosión del Estado
enemigo. Era la alternativa a la violencia directa y al enfrentamiento
militar.
Naturalmente,
contener al adversario requería una continuidad en la estrategia de la
Casa Blanca, un abultado presupuesto y la dedicación exclusiva de un
número notable de funcionarios y agentes, pero nada de eso era posible a
largo plazo en un sistema político como el estadounidense, fundado en
elecciones cada dos años al Congreso, cada cuatro a la presidencia y a
las gobernaciones, y cada seis, intercaladas, al Senado.
Acababa
imponiéndose la “razón electoral”, y los recién llegados al gobierno
traían nuevas soluciones para los viejos conflictos, o nuevos conflictos
a los que dedicarse frenéticamente, porque no existía la menor
rentabilidad política en tratar de solucionar querellas antiguas que se
daban por perdidas. La sociedad norteamericana vivía proyectada hacia el
futuro –cambios, innovaciones, invenciones- y no era capaz de sostener
esfuerzos de largo aliento anclados en el pasado.
La
derrota en Vietnam fue el parteaguas. Estados Unidos quedó muy golpeado y
desmoralizado. Nixon asumió el fracaso y buscó las relaciones con China
de la mano de Henri Kissinger, un personaje convencido de las virtudes
de la realpolitik y del inconveniente de los principios, pero fue su
sucesor Gerald Ford el que desechó la política de aislamiento
diplomático a Cuba, deshaciendo las resoluciones de la OEA y continuando
la venta de autos norteamericanos a los Castro iniciada por Nixon,
vehículos fabricados en Argentina. Luego Jimmy Carter remató la faena
abriendo en La Habana una “Oficina de intereses”, que era la manera de
restablecer relaciones.
El mito del embargo
A partir
de ese punto la contención de Cuba dejó de existir y Cuba estableció
relaciones diplomáticas y comerciales con casi todo el planeta. Poco a
poco, se fue orillando el objetivo de terminar con la dictadura (la
última proposición seria la hizo el general Alexander Haig, asesor de la
Casa Blanca), aunque algunos exiliados incansables, bajo el liderazgo
de Jorge Mas Canosa, lograron que se pusiera en el aire Radio y TV Martí
en el gobierno de Ronald Reagan, o que el Congreso de George W.H. Bush
aprobara primero la Ley Torricelli, y luego la llamada Helms-Burton
durante la era de Clinton, una excelente pieza legislativa … si en la
Casa Blanca alguien hubiese querido utilizarla a fondo, como insistía el
congresista republicano cubano-americano Lincoln Díaz-Balart, persona
clave en la aprobación y codificación de la legislación.
No
obstante, en 1989, cuando el Muro de Berlín fue derribado, o en 1991,
cuando desaparecieron la URSS, el campo comunista europeo, y hasta el
marxismo como referencia teórica, era relativamente fácil para George
Bush (padre), y especialmente para su sucesor Bill Clinton, quien tuvo
dos claras oportunidades de retomar el viejo pleito cubano (la Crisis de
los Balseros de 1994 y el derribo de las avionetas de Hermanos al
Rescate en 1996), y ponerle fin a la tiranía de los Castro (para lo que
hubieran podido contar hasta con el discreto apoyo de Yeltsin y de los
rusos), pero ambos prefirieron acogerse a la cómoda idea de que la
cubana era una dictadura obsoleta y desacreditada que algún día se
liquidaría bajo el peso de su propia incompetencia, o acaso cuando los
ancianos hermanos Castro desaparecieran.
En
realidad, el razonamiento político escondía un cálculo mezquino: era un
pleito muy antiguo, sin asideros en el panorama social de los años
noventa, cuyos peores aspectos ya se habían descontado localmente.
Ponerle fin a la dictadura cubana comportaba ciertos riesgos e
intentarlo carecía de rentabilidad política.
Probablemente
era cierto. A George Bush ni siquiera le sirvió triunfar con facilidad
en la invasión a Panamá en diciembre de 1989 y sacar de circulación a un
dictador desagradable como Noriega. Poco después perdió las elecciones
frente a Clinton. Luego vinieron Chávez y la patulea antiamericana y
antioccidental del Socialismo del Siglo XXI, pero en Washington se
empeñaron en juzgar estos hechos “como una molestia, no como un peligro”
para no tener que enfrentarse al problema. Era mejor barrerlos bajo la
alfombra que salir a combatirlos, máxime cuando el reto provenía de
naciones aparentemente insignificantes.
¿Consecuencias
de que la dictadura cubana continúe viva y coleando? El irrefutable
historiador argentino Juan Bautista (Tata) Yofre, tras examinar cientos
de documentos y leer y escuchar numerosos testimonios, lo resume en el
título de uno de sus libros: Fue Cuba.
En
realidad, es Cuba. La Isla de los hermanos Castro es la responsable de
que haya un millón y medio de exiliados venezolanos, narcoestados en
Venezuela y Bolivia, una pseudo democracia en Nicaragua e, incluso, que
exista un gobierno del FMLN en El Salvador, indirectamente apoyado desde
La Habana, mientras en Colombia las FARC se afilan los colmillos para
tomar el poder por otros medios, al tiempo que Irán posee una presencia
inédita en América traída de la mano a la región por Fidel Castro y Hugo
Chávez.
Nada de
esto sucedería si la dictadura cubana hubiera sido extirpada, objetivo
que desapareció paulatinamente de la estrategia norteamericana y nunca
estuvo entre los propósitos de los demócratas hispanoamericanos.
(Recuerdo la amargura con que Carlos Andrés Pérez –en los últimos años
de su vida exiliado en Miami–, recordaba la ingenuidad de haber pensado
que Fidel Castro alguna vez había sido su amigo).
Concretando:
en realidad, no fallaron las sanciones económicas. Fallaron los
políticos que debían implementarlas. Se cansaron. Cambiaron sus
objetivos. Es algo que les sucede a las democracias sujetas a los
vaivenes electorales. Los Castro, al fin y al cabo mandamases de una
dictadura monomaniaca, se quedaron solos en el ring de boxeo y siguieron
peleando “contra el imperialismo yanqui”, aunque ese ejercicio fútil
tiene mucho de shadow boxing. En eso estamos.
BLOG ORLANDO TAMBOSI
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