Martin Krause, professor
de Economia da Universidade de Buenos Aires, comenta as diferenças
sobre os mercados que funcionam sob as preferências dos indivíduos e
aqueles que funcionam sob um governante benevolente. O artigo é
inspirado nas ideias de Winston Churchill:
En toda sociedad
hacen falta un mecanismo para permitir que se expresen las preferencias
de los individuos y señales que guíen a los productores a satisfacerlas.
En el caso de los bienes privados, hemos visto cómo el mercado cumple
ese papel. También vimos que se presentan problemas para cumplirlo. En
el caso de los bienes públicos, es la política: es decir, los ciudadanos
expresan sus preferencias por bienes colectivos y hay un mecanismo que
las unifica, resuelve sus diferencias (Buchanan 2009) y envía una señal a
los oferentes — en este caso las distintas agencias estatales — para
satisfacerlas. Como veremos, este también se enfrenta a sus propios
problemas.
El siguiente análisis
de las fallas de la política se basa en el espíritu de aquellas famosas
palabras de Winston Churchill (1874-1965): “Muchas formas de gobierno
han sido ensayadas y lo serán en este mundo de vicios e infortunios.
Nadie pretende que la democracia sea perfecta u omnisciente. En verdad,
se ha dicho que es la peor forma de gobierno, excepto por todas las
otras que han sido ensayadas de tiempo en tiempo”.
Churchill nos dice
que no hemos ensayado un sistema mejor, por el momento, pero que este no
puede ser considerado perfecto. Por ello, cuando se ponen demasiadas
esperanzas en él, pueden frustrarse, ya que la democracia no garantiza
ningún resultado en particular —mejor salud, educación o nivel de vida—,
aunque ciertas democracias lo hacen bastante mejor que las monarquías o
las dictaduras. Durante mucho tiempo, buena parte de los economistas se
concentraron en analizar y comprender el funcionamiento de los
mercados, y olvidaron el papel que cumplen los marcos institucionales y
jurídicos de los Gobiernos. Analizaban los mercados suponiendo que
funcionaban bajo un “gobernante benevolente”, definiendo como tal a
quien persigue el “bien común”, sin consideración por el beneficio
propio, y coincidiendo en esto con buena parte de las ciencias políticas
y jurídicas. Tal como define al Estado la ciencia política, tiene aquel
el monopolio de la coerción, pero lo ejerce en beneficio de los
gobernados. Por cierto, hubo claras excepciones a este olvido.
Inspirados en ellas, autores como Anthony Downs o James Buchanan y
Gordon Tullock iniciaron lo que se ha dado en llamar “análisis económico
de la política”, en el contexto de gobiernos democráticos, originando
una abundante literatura. Su intención era aplicar las herramientas del
análisis económico a la política y el funcionamiento del Estado, pues la
teoría política predominante no lograba explicar la realidad de manera
satisfactoria.
Uno de los primeros
pasos fue cuestionar el supuesto del “gobernante benevolente” que
persigue el bien común; porque, ¿cómo explicaba esto los numerosos casos
en que los Gobiernos implementan medidas que favorecen a unos pocos? O
más aún: ¿cómo explicar entonces que los gobernantes apliquen políticas
que los favorecen a ellos mismos, en detrimento de los
votantes/contribuyentes? Por último, ¿cómo definir el “bien común”?
Dadas las diferencias en las preferencias y valores individuales, ¿cómo
se podría llegar a una escala común a todos? Esto implicaría estar de
acuerdo y compartir dicha escala, pero el acuerdo que pueda alcanzarse
tiene que ser necesariamente vago y muy general, y en cuanto alguien
quiera traducir eso en propuestas específicas surgirán las diferencias.
Por eso vemos interminables discusiones sobre la necesidad de contar con
un “perfil de país” o una “estrategia nacional” que nos lleve a
alcanzar ese bien común, pero, cuando se consideran los detalles, los
“perfiles de país” terminan siendo más relacionados con algún sector
específico o difieren claramente entre sí.
Los autores antes
mencionados decidieron, entonces, asumir que en la política sucede lo
mismo que en el mercado, donde el individuo persigue su propio interés,
no el de otros. En el mercado, esa famosa “mano invisible” de Adam Smith
conduce a que dicha conducta de los individuos termine beneficiando a
todos. ¿Sucede igual en el Estado? Se piensa en particular en el Estado
democrático, porque se supone que los Gobiernos tiránicos o autoritarios
no le dan prioridad a los intereses de los gobernados.
Algunos economistas
intentaron definir ese “bien común” en forma científica, como una
“función de bienestar social”, pero sin éxito (Arrow 1951). Además, si
hubiese alguna forma de definir específicamente ese bien común o
bienestar general como una función objetiva, no importaría si es el
resultado de una decisión democrática, de una decisión judicial o
simplemente un decreto autoritario que lo imponga.
Como veremos, al
cambiar ese supuesto básico, la visión que se tiene de la política es
muy distinta: el político persigue, como todos los demás y como él mismo
fuera de ese ámbito, su interés personal. No se puede definir algo como
un “bien común”, un resultado particular que sea el mejor, pero sí se
puede evaluar un proceso, en el que el resultado “bueno” sea aquél que
es fruto de las elecciones libres de las personas. ¿Existe entonces un
mecanismo similar a la “mano invisible” en el mercado, que guíe las
decisiones de los votantes y las acciones de los políticos a conseguir
los fines que persiguen los ciudadanos? Este enfoque, llamado en general
“Teoría de la Elección Pública” (Public Choice) se centra en los
incentivos. De ahí que también se le conozca como “análisis económico de
la política”. (Instituto Cato).
BLOG ORLANDO TAMBOSI
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