Artigo de Hana Fischer, publicado pelo Instituto Independiente:
En todas
partes los políticos y burócratas suelen a despilfarrar la plata
extraída a los contribuyentes. Sin embargo, en América Latina ese
derroche alcanza cotas superlativas. Eso nos conduce a interrogarnos
¿por qué ocurre eso?
Hay
muchas posibles respuestas. Entre las principales se suele mencionar a
la cultura imperante en esta región. Asimismo, a razones históricas: ese
tipo de conducta estatal se arrastra desde la época colonial y continuó
luego de las respectivas independencias.
Si bien
esas explicaciones son correctas, ilustran tan solo parcialmente la
verdad. Si esas fueran las causas esenciales —por definición
inmodificables— entonces Latinoamérica estaría condenada a chapotear
eternamente en medio de la mediocridad, la corrupción y el subdesarrollo.
Pero eso
no es así. La prueba es la evolución de algunos países que lograron
revertir esa nefasta tendencia e incorporar una saludable cultura
política. Entre los casos más notables están Nueva Zelandia, Irlanda
y Estonia. Esas naciones eran estatistas, burocratizadas, con una
economía decadente debido a las múltiples regulaciones mal concebidas y a
los monopolios estatales. Pero líderes lúcidos convencieron a la
ciudadanía de la bondad de los cambios que pretendían implementar. Los
resultados en cada uno de esos países han sido tan increíbles, que
suelen ser tildados de “milagro”.
De los
mencionados éxitos, nuestro continente podría sacar provechosas
lecciones. Debería empezar por desentrañar cuál fue la fórmula para
cambiar en relativamente poco tiempo la cultura general.
A
nuestro entender, las raíces tanto de las buenas como de las malas
prácticas son los incentivos que operan en el ámbito público. Ellos se
materializan en el derecho vigente y en las instituciones. Los incentivos perversos
fomentan las diferentes variedades de corrupción (clientelismo,
amiguismo, nepotismo, designar para dirigir a empresas estatales a
individuos incompetentes pero correligionarios, etc.). En cambio, cuando
los estímulos son los adecuados, ellos impulsan las conductas
virtuosas.
Con
respecto al derecho, una doctrina ampliamente aceptada es que todos
debemos ser iguales ante la ley. Esa idea se impuso durante la Ilustración,
para combatir los privilegios del Antiguo Régimen. Una época en que la
ley y los tribunales eran diferentes según el estamento (aristocracia o
tercer estado) a que perteneciera cada uno. O sea, un sistema
absolutamente injusto.
Sin
embargo, en Latinoamérica la desigualdad ante la ley y la existencia de
estamentos están establecidas en el corazón mismo de nuestra
organización política. Ahí residen los incentivos perversos que dan
origen a conductas indeseables y provocan los despilfarros estatales
mencionados.
Concretamente,
nos estamos refiriendo a la existencia de un derecho privado y otro
administrativo. Además de ser injusto —constituye una recreación del
Antiguo Régimen— es lo que induce al despilfarro, a la imprudencia en la
elección de “cabezas” de las empresas públicas, a la contratación
innecesaria de empleados públicos y a la corrupción.
Si todos
estuviéramos sometidos a la ley común, las autoridades serían mucho más
cuidadosas en el nombramiento de subalternos y en el uso de los dineros
públicos. Si gobernantes, jerarcas y legisladores tuviesen que
responder con su propio patrimonio por los daños y perjuicios que les
provocan a otros, muy diferente sería su actitud.
Desde
esa perspectiva, un principio general del derecho establece que quien
cause un perjuicio deberá repararlo económicamente. No obstante, los
servidores públicos están eximidos de esa obligación. Cuando ellos —por
incapacidad o desidia— perjudican a alguien, los billetes para la
compensación correspondiente no salen de su bolsillo, sino de rentas
generales. Es decir que todos —incluso el propio damnificado— son los
que pagan “los platos rotos”.
Precisamente
una de las cosas que más rabia da es constatar la forma tan diferente
en que las autoridades administran la plata propia de la fiscal. Por esa
razón es que hay países fundidos, con deudas soberanas desorbitantes,
mientras que los tomadores de decisiones político-económicas nadan en la
abundancia.
¿Con ese
tipo de incentivos es de sorprender que en el ámbito estatal predominen
las conductas deshonestas? ¿Qué el dinero extraído a los contribuyentes
se gaste “tirando manteca al techo”? ¿Qué se llene la plantilla estatal
de gente ociosa e innecesaria? ¿Qué se escojan a los jerarcas por
afinidad política, familiar o de amistad y no por idoneidad para ocupar
determinado cargo?
Además, tenemos el tema de las instituciones. Por ese lado, en América Latina
suele predominar la farsa. Por ejemplo, en las constituciones se
establecen órganos de contralor. Pero en gran medida, no son
instituciones efectivas. Eso ocurre porque a las autoridades de este
continente no les gusta ser controladas y mucho menos tener su poder
limitado. En eso no hay mayores diferencias entre ser “de izquierda” o
“de derecha”; un partido “tradicional” o uno “progresista”.
En
consecuencia, el funcionamiento de esos órganos de control está
concebido de modo tal que en los hechos no pueden realmente impedir los
abusos de poder ni las corruptelas. Algo importante a destacar, es que
frecuentemente eso no se debe a que los ministros de esos organismos no
realicen adecuadamente su labor, sino al diseño institucional.
Para
ilustrar lo expresado, tomemos el caso del Tribunal de Cuentas del
Uruguay. Tal como su nombre lo indica, este cuerpo tiene la función de
vigilar el modo en que las autoridades administran la hacienda pública,
teniendo como objetivo el “beneficio directo de la sociedad”.
Sin
embargo, a pesar esas palabras tan rimbombantes, sus facultades son muy
estrechas porque se limitan a verificar la legalidad del gasto. Queda
fuera de su jurisdicción analizar si el desembolso decidido por
determinado funcionario es necesario, oportuno o racional.
A esas
potestades tan acotadas, se le agrega la forma en que el gasto público
es fiscalizado. Cuando el Tribunal de Cuentas considera que un
determinado gasto se aparta de la legalidad, lo “observa”. Frente a esa
situación, el funcionario puede acatar la resolución y no realizarlo o
por el contrario, puede “reiterarlo” (en criollo, ignorar el dictamen
adverso y utilizar el dinero como le dé la gana). Esta última, es una
práctica muy extendida entre las autoridades.
Si el
Tribunal de Cuentas mantiene sus observaciones, lo notificará a la
Asamblea General para que laude sobre el diferendo. Esta tiene 60 días
para pronunciarse. Vencido ese plazo y sin resolución expresa del
legislativo, se considera que este ha considerado como “bueno” el
controversial gasto.
Hay que
resaltar que los ministros del Tribunal de Cuentas han denunciado en
reiteradas ocasiones que anualmente mandan cientos de observaciones para
que sean analizadas por el parlamento, y que este “ni siquiera las
mira”. Por tanto, vemos que se originan incentivos perversos que
promueven el despilfarro y las corruptelas.
Si se
busca incentivar conductas virtuosas, lo adecuado sería el mecanismo
inverso. O sea, que si la Asamblea General no se expide en un plazo de
60 días un pronunciamiento, entonces se considera que ese gasto no debe
hacerse. Y si el funcionario igual lo realiza, debería responder por
ello con sus propios bienes ante la justicia ordinaria… y la penal si
correspondiera.
Con los
incentivos correctos, en poco tiempo Latinoamérica cambiaría su forma de
actuar en el área estatal. Habría un cambio cultural que aparejaría el
fin del actual despilfarro de los recursos públicos. No es poca cosa.¨blog ORLANDO TAMBOSI
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